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No sé si estas líneas tratan de la guerra o de
Pérez Galdós, pero allá va:
¿Qué se puede decir de las guerras que no se
haya dicho ya? Poco, realmente, pero igual uno no puede dejar de reflexionar
ante tanta atrocidad cometida y que el ser humano no sea capaz de ponerle fin. Tal
vez haya pocas cosas que nos representen mejor, a los humanos como especie, que
la guerra.
Que es una palmaria negación de la ley y del
derecho, no cabe duda alguna; no obstante, en el siglo XX se intentó
legislar al respecto. ¿Loco, no?
Y de resultas de ello hay armas, como las
químicas que están prohibidas… Uno puede preguntarse “¿Prohibidas por quién?”
Y, si se desata una guerra, ¿cuál sería y quién designaría al árbitro que la
suspendería porque uno de los jugadores no cumple con las reglas?
Dejemos para filósofos, politólogos y otros
opinólogos la dilucidación de estas cuestiones.
Me conmovió muchísimo la lectura de una noticia
(no es reciente) acerca de soldados británicos y argentinos –enfrentados a
muerte en el Atlántico Sur, hace pocas décadas– que entablaron una amistad
genuina y desprovista de cualquier interés de rédito político.
Y ese hecho, emotivo e intrigante como pocos,
me recordó unos pasajes de esa genial obra que es “Trafalgar” de Benito Pérez
Galdós.
Cuando ya la famosa batalla estaba casi
definida a favor de los ingleses, y habían tomado el “Santísima Trinidad”, buque
insignia de la Armada española, uno de los personajes de la novela hace ciertas
reflexiones acerca de los marinos británicos.
Cito textual a Pérez Galdós en este hermoso
párrafo:
«Cuando
vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas
aclamaciones, cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber
apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares,
pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría
confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí
misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España,
muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas,
las hermanas de tan valientes marinos; los cuales, esperando con ansiedad su
vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria».
Durante el rescate de los náufragos, dice:
«…en nuestras
lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros,
y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común
peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más
parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses remando con tanta
decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales
de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo
sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos
pensamientos, decía para mí: "¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por
qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como
lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son
hermanos?"».
Al llegar los náufragos al puerto de Cádiz,
cuenta:
«En
honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con
tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y
enemigos, antes bien, equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la
caridad. Collingwood consignó en sus memorias
esta generosidad de mis paisanos. Quizá la magnitud del desastre apagó
todos los resentimientos… ¿No es triste considerar que solo la desgracia hace a
los hombres hermanos?».
Y, más allá de la guerra, nos cuenta acerca de
sus causas:
«Pero
venía de improviso a cortar estas consideraciones la idea de nacionalidad,
aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: "Pero ya:
esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de
tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres
muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien
porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser
ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos
infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a
odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí
tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro – añadí– de que esto no puede
durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y
otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan
terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en
no formar más que una sola familia".
Así
pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese
día».
Y una reflexión final (para este comentario) de
este inmenso escritor y pensador que es Pérez Galdós:
«Por lo
que oí, pude comprender que a bordo de cada navío había ocurrido una tragedia
tan espantosa como la que yo mismo había presenciado [...]. Y aunque yo era
entonces un chiquillo, recuerdo que pensé lo siguiente: “Un hombre tonto no es
capaz de hacer en ningún momento de su vida los disparates que hacen a veces
las naciones, dirigidas por centenares de hombres de talento”».