martes, 16 de octubre de 2018

Huésped inesperado



Autora: (Marta Tomihisa)

Mamá dice que llegó con la última inundación, la grande del ’58. Esa en la que nos quedamos en la planta alta por tres días completos, yo recién empezaba la secundaria y lo recuerdo bien. Después hubo que ponerse a limpiar, la casa era una mugre llena de basura pegada a las paredes y ramas por todos lados. Lo encontré casi una semana después en el patio, entre la huerta y el cantero de las azaleas. Escondido y asustadizo, daba pena mirarlo al pobre, mientras el perro ladraba hasta que se acostumbró y se hicieron amigos. Tan feo y gordo, nunca me gustaron estos bichos, pero tengo que reconocer que no me animé a echarlo al jardín del vecino porque tiene un doberman y no sé qué le hubiera hecho. Era divertido verlo saltar, tratando de esconderse de mí y de Colita que lo corría por todos lados, contento de tener un compañero de aventuras. Al principio no sabía si contarle sobre este descubrimiento a Irma, mi hermana; es tan tarambana que seguro le iba a tener miedo. Así que me callé la boca y lo dejé estar en ese rinconcito, escondido entre unas piedras que casi tenían su mismo color. Pero una tarde, cuando volví de la escuela, Irma estaba cosiendo sentada en una reposera y me increpó con ese aire de mandona que tiene:
–¿Vos sabías que en el patio hay un sapo?
La miré como si estuviera hablando en latín y me di vuelta para ir a la cocina a prepararme la merienda, pero entonces ella se acercó amenazante…
–¿Un sapo?
–No te hagas la tonta…
Desde allí fuimos a contarle a mamá, que pareció no interesarse demasiado y solo dijo:
–Bueno, esos animales se comen los mosquitos, está bien que esté aquí… Al menos no se le ocurrió sacarlo de casa, aunque luego no habló más del asunto.
Mamá se había vuelto taciturna desde que había enviudado, hablaba poco y no era muy demostrativa con sus sentimientos. De todas formas el bicho permanecía escondido la mayor parte del tiempo. Yo lo buscaba por todos los rincones hasta que veía sus ojitos atentos y el perro ladraba sin que él se inmutara. Convivimos tan pacíficamente, que un día cuando me asomé al patio para sacudir las migas del mantel lo vi parado al borde de las baldosas, como si supiera que ahí estaba su límite en nuestra convivencia. Nunca intentó entrar en la casa, pero todas sabíamos que estaba afuera, cazando insectos tan pacífico y relajado como siempre.
En mi segundo año, en la clase de zoología nos dieron como tarea la disección de un batracio.  La profesora, una mujer fea y vieja, nos enseñó el procedimiento, con esa voz apagada de las personas que han repetido tantas veces la misma cosa que se les vuelve tediosa. Me negué a realizar ese trabajo sangriento, pero mi compañero de banco que vivía en un departamento me preguntó si quería compartirlo. Por supuesto, yo aportaría el sapo y él haría la disección, la idea no era mala pues yo necesitaba la nota. Le di mi dirección para que viniera a buscarlo ese sábado, durante la noche anduve entre las sombras del patio tratando de verlo. Lo hallé debajo de unas ramas secas, tranquilo e indefenso, entonces le conté que tenía que sacrificarlo, que seguramente no iba a sentir nada porque se dormiría enseguida y listo. Se quedó mirándome con sus ojos acuosos, como si estuviera esperando una disculpa. Ya en la cama, la cuestión me desveló a pesar de que me justificaba pensando en el motivo. Al día siguiente llegó mi compañero, pero aunque hicimos lo imposible por hallarlo no lo encontramos por ningún lado y tengo que reconocer que sentí un gran alivio. Como si hubiera comprendido mis palabras, en el momento justo, había desaparecido de nuestro patio salvando su vida. Nunca más volvimos a verlo…
Años después, luego del deceso de mi madre, mi hermana y yo nos mudamos de la casa a un departamento más pequeño. Una sola vez volví al barrio a visitar a los amigos, iba caminando por la vereda en la que se hallaba mi exdomicilio cuando me crucé con quien ahora ocupaba nuestra casa. Era un hombre muy simpatico y me saludó con efusividad invitándome a entrar, pero me excusé diciendo que tenía apuro. Noté que habían modificado la entrada, instalando un portón para guardar el auto. El nuevo dueño me dijo que se sentían muy cómodos, que les gustaba mucho este barrio.
Me despedí sintiendo un nudo en la garganta, ya que allí había transcurrido toda mi infancia. Mientras me alejaba intentando no volver la vista atrás, el hombre aún parado en la puerta de lo que había sido mi hogar, me gritó:
–¡Y macanudo el sapo; un campeón…!  

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