Autora: (Marta Tomihisa)
Mamá dice que llegó con la última inundación, la grande del ’58. Esa en la que nos quedamos en la planta alta por tres días completos, yo recién empezaba la secundaria y lo recuerdo bien. Después hubo que ponerse a limpiar, la casa era una mugre llena de basura pegada a las paredes y ramas por todos lados. Lo encontré casi una semana después en el patio, entre la huerta y el cantero de las azaleas. Escondido y asustadizo, daba pena mirarlo al pobre, mientras el perro ladraba hasta que se acostumbró y se hicieron amigos. Tan feo y gordo, nunca me gustaron estos bichos, pero tengo que reconocer que no me animé a echarlo al jardín del vecino porque tiene un doberman y no sé qué le hubiera hecho. Era divertido verlo saltar, tratando de esconderse de mí y de Colita que lo corría por todos lados, contento de tener un compañero de aventuras. Al principio no sabía si contarle sobre este descubrimiento a Irma, mi hermana; es tan tarambana que seguro le iba a tener miedo. Así que me callé la boca y lo dejé estar en ese rinconcito, escondido entre unas piedras que casi tenían su mismo color. Pero una tarde, cuando volví de la escuela, Irma estaba cosiendo sentada en una reposera y me increpó con ese aire de mandona que tiene:
Mamá dice que llegó con la última inundación, la grande del ’58. Esa en la que nos quedamos en la planta alta por tres días completos, yo recién empezaba la secundaria y lo recuerdo bien. Después hubo que ponerse a limpiar, la casa era una mugre llena de basura pegada a las paredes y ramas por todos lados. Lo encontré casi una semana después en el patio, entre la huerta y el cantero de las azaleas. Escondido y asustadizo, daba pena mirarlo al pobre, mientras el perro ladraba hasta que se acostumbró y se hicieron amigos. Tan feo y gordo, nunca me gustaron estos bichos, pero tengo que reconocer que no me animé a echarlo al jardín del vecino porque tiene un doberman y no sé qué le hubiera hecho. Era divertido verlo saltar, tratando de esconderse de mí y de Colita que lo corría por todos lados, contento de tener un compañero de aventuras. Al principio no sabía si contarle sobre este descubrimiento a Irma, mi hermana; es tan tarambana que seguro le iba a tener miedo. Así que me callé la boca y lo dejé estar en ese rinconcito, escondido entre unas piedras que casi tenían su mismo color. Pero una tarde, cuando volví de la escuela, Irma estaba cosiendo sentada en una reposera y me increpó con ese aire de mandona que tiene:
–¿Vos sabías que en el patio hay un sapo?
La miré como si estuviera hablando en latín y me di
vuelta para ir a la cocina a prepararme la merienda, pero entonces ella se acercó
amenazante…
–No te hagas la tonta…
Desde allí fuimos a contarle a mamá, que pareció no
interesarse demasiado y solo dijo:
–Bueno, esos animales se comen los mosquitos, está
bien que esté aquí… Al menos no se le ocurrió sacarlo de casa, aunque luego no
habló más del asunto.
Mamá se había vuelto taciturna desde que había
enviudado, hablaba poco y no era muy demostrativa con sus sentimientos. De
todas formas el bicho permanecía escondido la mayor parte del tiempo. Yo lo
buscaba por todos los rincones hasta que veía sus ojitos atentos y el perro ladraba
sin que él se inmutara. Convivimos tan pacíficamente, que un día cuando me
asomé al patio para sacudir las migas del mantel lo vi parado al borde de las
baldosas, como si supiera que ahí estaba su límite en nuestra convivencia.
Nunca intentó entrar en la casa, pero todas sabíamos que estaba afuera, cazando
insectos tan pacífico y relajado como siempre.
En mi segundo año, en la clase de zoología nos
dieron como tarea la disección de un batracio. La profesora, una mujer fea y vieja, nos
enseñó el procedimiento, con esa voz apagada de las personas que han repetido
tantas veces la misma cosa que se les vuelve tediosa. Me negué a realizar ese
trabajo sangriento, pero mi compañero de banco que vivía en un departamento me
preguntó si quería compartirlo. Por supuesto, yo aportaría el sapo y él haría
la disección, la idea no era mala pues yo necesitaba la nota. Le di mi
dirección para que viniera a buscarlo ese sábado, durante la noche anduve entre
las sombras del patio tratando de verlo. Lo hallé debajo de unas ramas secas, tranquilo
e indefenso, entonces le conté que tenía que sacrificarlo, que seguramente no
iba a sentir nada porque se dormiría enseguida y listo. Se quedó mirándome con
sus ojos acuosos, como si estuviera esperando una disculpa. Ya en la cama, la cuestión
me desveló a pesar de que me justificaba pensando en el motivo. Al día
siguiente llegó mi compañero, pero aunque hicimos lo imposible por hallarlo no
lo encontramos por ningún lado y tengo que reconocer que sentí un gran alivio. Como
si hubiera comprendido mis palabras, en el momento justo, había desaparecido de
nuestro patio salvando su vida. Nunca más volvimos a verlo…
Años después, luego del deceso de mi madre, mi
hermana y yo nos mudamos de la casa a un departamento más pequeño. Una sola vez
volví al barrio a visitar a los amigos, iba caminando por la vereda en la que
se hallaba mi exdomicilio cuando me crucé con quien ahora ocupaba nuestra casa.
Era un hombre muy simpatico y me saludó con efusividad invitándome a entrar,
pero me excusé diciendo que tenía apuro. Noté que habían modificado la entrada,
instalando un portón para guardar el auto. El nuevo dueño me dijo que se
sentían muy cómodos, que les gustaba mucho este barrio.
Me despedí sintiendo un nudo en la garganta, ya que
allí había transcurrido toda mi infancia. Mientras me alejaba intentando no
volver la vista atrás, el hombre aún parado en la puerta de lo que había sido
mi hogar, me gritó:
–¡Y macanudo el sapo; un campeón…!