Autora: Marta Tomihisa.
Miró con curiosidad el ridículo pañuelo que su madre lucía sobre la
cabeza, sujetando el cabello hacia atrás. Tenía unos arabescos circulares azules
y marrones, parecía nuevo y ni siquiera era apropiado para este momento.
La mujer apretaba la mano de su hija menor, silenciosa y asustada
junto al pozo en el cual enterrarían a su padre. Se acomodó la bufanda y pensó
que la ceremonia del entierro era un absurdo total, estaba ansioso porque
terminase de una vez por todas…
Oliver Collins no sentía pena, solo fastidio ante esta situación tenebrosa
que debía afrontar.
Odiaba al fallecido, un borracho violento y manipulador que había
hecho del hogar un campo de batalla. Golpeaba a quien tuviera al alcance, ebrio
durante casi todo el día. Cuando estaba sobrio dormía hasta que la garganta
seca lo despertaba y le marcaba el camino hasta el bar, luego regresaba
dispuesto a pelearse con cualquiera. Desde chico oía a su madre defenderse de
las agresiones, pero a medida que ambos envejecieron, la mujer optó por el
silencio y solo se oían los insultos de él denigrándola hasta el hartazgo.
Se había cansado de preguntarle a ella por qué soportaba todo esto,
nunca había obtenido respuesta. Ahora sentía alivio, una sensación de
agotamiento inundaba su pecho como si hubiera corrido por un largo tramo y finalmente
hubiera llegado al sitio indicado. Pero él no quería quedarse allí, en Foxford,
en el pueblo en el que había vivido sus veintitrés años de existencia.
Anhelaba otros horizontes quizás para dejar atrás tantos años oscuros,
inútiles para sus anhelos. No quería terminar como su padre, que ni siquiera
había cumplido los cincuenta años y ya estaba muerto, deseaba algo más para su
vida. Durante los últimos cinco años había trabajado en la fábrica de lana, al
igual que su madre que aún lo hacía. Había ahorrado pacientemente todo el
dinero que podía, para comprarse un pasaje e irse lejos.
En Irlanda las cosas estaban bastante tranquilas, en su pueblo no
tenía otras perspectivas laborales y ni siquiera sociales. Sus amigos se habían
ido a vivir con alguna chica, algunos ya eran padres y eso era todo lo que le
esperaba.
Oliver quería ir a algún lugar de Latinoamérica, como lo había hecho su
célebre compatriota el almirante William Brown, reconocido fundador de la armada
argentina. Héroe nacional de ese país, alabado y homenajeado por sus
habitantes. Muchas veces venían turistas desde allí para visitar su museo, para
contemplar las fotos de sus flotas y el pueblo en donde el prócer había nacido.
Él notaba la admiración en sus rostros, envidiaba una vida tan plena y
arriesgada como la de Brown que sin embargo había prolongado su existencia
hasta los ochenta años. Sólo de esa manera se podía envejecer con dignidad. Había
mucha historia que lo unía a Argentina, hasta el Che Guevara tenía antepasados
irlandeses y él lo admiraba. Sentía que solo un valiente podía haber llevado a
cabo semejante revolución, eran las agallas irlandesas, sin duda…Sabía entre
otras cosas que los argentinos también habían librado una batalla contra sus
enemigos de siempre, los ingleses. Se disputaban la pertenencia de unas islas
ubicadas en el océano Atlántico, aunque habían perdido esa disputa, esto le
demostraba que ellos también compartían sus odios.
Ya estaba decidido, solo faltaba comprar el pasaje y recién entonces
contárselo a la familia. No quería hacerlo antes para evitar que su madre le
pidiese que se quedara, aunque hacia mucho tiempo que ella no requería nada.
Oliver no quería terminar su vida refugiándose en la taberna,
repitiendo la amarga historia de su padre. Salvo a su hermanita a quien iba a
extrañar mucho, no había otro pariente a quien rendirle cuentas. También estaba
su tío Oscar, el hermano de su madre, a quien apreciaba considerablemente pero
ya era un anciano y apenas se comunicaba con los demás. El viejo solía sentarse
en un banco frente al río Moy, en donde permanecía horas intentando pescar
aunque jamás lo lograba.
Ese lunes compró el ticket, en diez días estaría volando hacia Sudamérica
y cumpliendo su sueño. Estaban cenando cuando se lo dijo a su madre, quien
pareció no prestarle atención al asunto y siguió hablando de otras cosas sin
importancia. Durante el fin de semana visitó al tío en la pensión en donde
vivía, cuando le habló de su viaje el anciano demostró más interés del que se
imaginaba. Sacó una caja de madera que guardaba debajo de la cama y le obsequió
una vieja cámara fotográfica Leica, impecable, que había guardado durante mucho
tiempo como su único tesoro.
–Precisión alemana!– decía su
tío.
Oliver no quería aceptarla pues ni siquiera sabía si funcionaba, pero
el hombre le explicó cómo usarla e incluso le hizo una demostración para que
comprobase lo bien que estaba.
El tío Oscar lo miró con sus apagados ojos azules, tan parecidos a los
de él y dijo:
–Quiero que saques buenas fotos, para que las veamos cuando vuelvas…
Oliver se despidió apretando su mano huesuda, comprendió que era muy
posible que nunca más se volvieran a ver…
Al llegar al aeropuerto internacional de Belfast, al que había
visitado una sola vez en su vida, sintió una sensación de emoción y tristeza que
lo incomodaron, pues detestaba las escenas sentimentales. Su madre y hermana
habían venido a despedirlo, se embarcó de inmediato y ni siquiera dio vuelta la
cabeza para saludarlas mientras se iba. No pudo ver que las dos lloraban
agitando sus pañuelos, hasta que su figura desapareció definitivamente detrás
de una puerta…
El viaje fue apacible, había volado una sola vez anteriormente para
hacer un trámite en Londres. Pero ahora el trayecto era más largo, tenía mucho
tiempo para pensar.
No quería quedarse en Buenos Aires, no deseaba vivir en una ciudad
superpoblada. Pasaría allí un par de días y luego se iría hacia el norte a conocer
la Quiaca, en Jujuy. Ese paisaje lo había subyugado, desde una revista de
turismo de la cual había extraído toda la información que tenía de ese país.
Además pensaba buscarse un trabajo en esa provincia y gozar del increíble
entorno. Ya encontraría algo para hacer, siempre se podía ganar la vida
trabajando de mozo, para eso había estado practicando el español. Leyendo en la
biblioteca de su pueblo, directamente de un diccionario aprendió algunas
palabras sueltas que le vendrían muy bien. No tenía mucho dinero, así que debía
tomar decisiones y encontrar un lugar barato para quedarse en la capital de
Argentina.
Al llegar al aeropuerto de Ezeiza estaba un poco mareado, luego de
tanto viajar. Ni siquiera sabía qué momento del día era en Bs As, tomó un taxi rumbo
a la ciudad, hacia un lugar llamado Retiro. Él tenía la información de que
desde ese punto podría trasladarse al norte, a su lugar soñado.
El taxista lo dejó en una plaza, había mucha gente deambulando pues aún
era de día. Así que anduvo mirando por todos lados, complacido de estar en ese
fascinante país.
Había una torre y un gran reloj en ella, se fijó en la placa y leyó
con sorpresa: “Torre de los ingleses”
–¿¡Por qué mierda los argentinos tienen esto, en el centro de su
ciudad!?
Sacó su primera foto, luego se la mandaría al tío Oscar para que se
riera un poco de este insólito homenaje al enemigo inglés.
Cruzó la calle mirando atentamente a las personas que pasaban apuradas,
un relámpago en el cielo le advirtió que se venía una tormenta. Debía hallar de
inmediato un lugar en donde pasar la noche, se dirigió a una calle un poco más
solitaria. El aspecto del lugar era desprolijo, había bolsas de basura y papeles
tirados por todas partes. La ciudad se veía bastante sucia, suponía que todavía
no habían venido a limpiarla como correspondía.
Luego de caminar unas cuantas cuadras encontró un alojamiento, con un
cartel iluminado que decía “Hospedaje”. No tenía buen aspecto así que supuso
que sería barato, entró de inmediato pues la lluvia había comenzado a caer. Un
hombre de bigote y cara redonda lo recibió en la recepción, comprendió de
inmediato que Oliver pretendía pasar la noche allí. El precio de la habitación
era conveniente, por lo tanto lo guió hasta ella indicándole además, en dónde
se hallaba el baño. El lugar era precario, pero a simple vista estaba limpio y
ordenado, igual no pretendía nada más. Se tiró en la cama y estiró las piernas,
estaba cansado y contento pero además hambriento. Tendría que buscar un sitio
donde comer algo, luego de ir al baño salió a la calle nuevamente. La lluvia
había cesado, había menos gente en la calle y las primeras sombras del
atardecer caían sobre las veredas. Caminó con cierto apuro y finalmente halló
una cafetería en la que comió un sándwich y bebió una cerveza.
Enseguida regresó al hospedaje.
¡Buenos Aires! Ya estaba aquí, sus sueños se cumplían…
Durmió profundamente, a la mañana siguiente se dirigió hacia Retiro a
comprarse un boleto para viajar al norte.
Un tráfico intenso de transeúntes y vehículos lo hizo detenerse varias
veces, finalmente llegó a la estación del ferrocarril. El hombre de la
boletería le explicó que allí no había ningún tren que fuese a Jujuy, que debía
viajar en ómnibus, indicándole dónde estaba la terminal de ese transporte.
Finalmente allí, logró comprar un pasaje para su destino. Viajaría al
día siguiente por la noche, ahorrándose el hotel, pues el trayecto duraba casi
dieciséis horas. En esa zona vio docenas de vendedores ambulantes y sacó fotos
por doquier, pues todo era muy colorido y alegre. Además había un desorden que
jamás había visto en su pueblo en donde hasta los puestos de venta en el
mercado, estaban prolijamente ordenados y limpios. Sin duda era un lugar
extraño, la gente que atendía los puestos era morena, distinta a los
transeúntes y en algunos casos hablaban un idioma diferente al español.
Oliver estaba muy contento de estar en una ciudad tan especial, con
tantas etnias compartiendo la vida. En su pueblo no se veían extranjeros, los
turistas llegaban en contingentes programados con circuitos acotados para
visitar lugares tradicionales. Le gustó la diversidad de razas, el desorden, la
desprolijidad imperante, pues todo era nuevo para él.
Esa noche luego de comer pizza siguió recorriendo calles y rincones,
tratando de incursionar por toda la ciudad. Luego se sentó en el banco de una plaza,
se dispuso a descansar un rato de su larga caminata. Allí estaba, cuando vio a
los dos chicos que se le acercaban. El más alto, flaco, caminaba un tanto
desgarbado, tenía varios piercing en la boca y las orejas. Un gran tatuaje
cubría su hombro derecho, mostraba un gesto de marcado enojo.
El otro era petiso y casi un niño, tenía el pelo teñido de rubio y lo
miraba fijo mientras sostenía un pequeño cuchillo en su mano…
El más alto le gritó:
–Dame un pucho, loco!
Oliver trató de entender:
–¿Pucho? Yo no hablo…!
El más bajo le arrebató la cámara y empezó a correr, entonces él intentó
sujetar al otro y en el forcejeo sintió un dolor intenso en el cuello.
Los chicos huyeron llevándose la cámara y su mochila, mientras él
tirado en el piso con un cuchillo clavado en el cuello, sentía la sangre inundar
su garganta. Miró a su alrededor, se desvaneció…
Durante un breve lapso de tiempo, emitió un quejido que fue apagándose
hasta desaparecer por completo.
Oliver murió allí en medio de esa plaza, bajo un cielo colmado de
estrellas…
En la morgue le pusieron una etiqueta en la que decía NN, pues carecía
de documentación.
En este local de San Telmo se puede hallar de todo, cosas que nadie
imaginaba encontrar. Samuel no se podía quejar, su negocio era el más visitado
de la cuadra. Esa mañana el sitio estaba colmado de gente, él ya había vendido bastante.
Los que estaban entrando ahora eran turistas ingleses alojados en el Four
Seasons, con excelente poder adquisitivo.
Miraron por todos lados buscando cosas interesantes, uno de ellos de
edad avanzada, se acercó a una vitrina en la que había algunos objetos raros.
Le pidió a don Samuel que le mostrase una vieja cámara de fotos Leica,
luego de revisarla un poco para saber en qué estado estaba, la compró.
Ya en el hotel el hombre abrió la máquina y vio que había un rollo
puesto, lo guardó y al día siguiente lo envió a revelar. Eran unas lindas fotos
de Buenos Aires, de lugares atestados de gente, de vendedores ambulantes
sonriendo, sentados en las veredas, comiendo y hablando entre sí. La que más le
gustó era una de la Torre de los Ingleses, un merecido homenaje a sus
compatriotas.
Bueno, realmente estaban muy bien tomadas y le ahorraban aventurarse por
lugares peligrosos, no recomendados para turistas.
Mirando la cámara, pensó en voz alta:
–Precisión alemana…