Llegamos a la provincia de Buenos Aires, allá por los años ’50.
Veníamos de la ciudad de Tucumán a probar suerte en este espacio tan dinámico del multitudinario conurbano bonaerense, tan generoso en sus diversas posibilidades.
Mis hermanos ya eran adolescentes, yo apenas una niña…
Habíamos alquilado una casa en San Fernando, en un barrio ubicado a escasas cuadras de la costa del río. Era una vivienda sencilla, en una zona inundable, cercana a un club de gran actividad social para la clase media.
Los primeros días, nos dedicamos a ordenar nuestro nuevo hogar, el caos de muebles y objetos acorde a nuestra familia numerosa, con perro incluido.
Descubrimos asombrados, que en el patio de esa casa, sus anteriores ocupantes habían acumulado un considerable montículo de basura, latas y restos de verduras que impregnaban el ambiente de olores nauseabundos. De inmediato mi padre, se propuso a sacar esos desechos, visto que el recolector de residuos pasaba cada noche por nuestra calle, por lo que resultó bastante fácil librarnos de ellos. En ese espacio que ahora lucía prolijo, mi padre con la ayuda de mis hermanos mayores, construyó un gallinero, luego trajo un par de gallinas y un gallo. Así fue que no tardamos en ver nacer a nuestros propios pollitos, que luego retozaban alegres por nuestro patio…
El alquiler de esa casa resultó muy económico para mi familia, debido a que la propiedad estaba ubicada en una zona inundable. Pero, además de las vicisitudes de las frecuentes mareas que nos aislaban en la planta alta, la vida era sencilla y mi familia disfrutaba de tan generoso espacio, con notable optimismo.
El barrio era un conglomerado de buenos vecinos, en su mayoría inmigrantes como nuestro padre, gente de trabajo y sacrificio que compartían nuestros desvelos para llevar adelante sus vidas, con auténtica gratitud hacia esta tierra tan generosa en todos sus matices.
En ese barrio fui por primera vez a la escuela, ubicada a pocas cuadras de mi hogar, acompañada por papá que con absoluta paciencia dedicaba su tiempo en llevarme y traerme, todos los días del ciclo escolar. Mi padre tenía ya más de cincuenta años y exhibía un aspecto de anciano, porque siempre estaba enfundado en su saco con corbata incluida, por lo que todos creían que era mi abuelo…
Durante la travesía de su largo viaje desde Japón, su hogar natal, había aprendido el oficio de peluquero, pero aunque en el barrio había una peluquería y era evidente que el peluquero solo no daba abasto con su abundante clientela, mi padre fue rechazado para trabajar en ella.
Un sentimiento pro-americano latía en el país, luego de la tremenda derrota del pueblo japonés, diezmado por la guerra…
Mi papá aceptó con resignación su condición de inmigrante marginado, se dedicó entonces a tejer redes y a preparar cañas de pesca, que luego comercializaba en la costa del río del partido de Tigre, un municipio vecino al nuestro.
Un sábado por la mañana, mi padre decidió ir hasta la ciudad de Buenos Aires, para visitar a un compatriota que vivía en un barrio de la capital, quien había logrado un buen pasar económico gracias a un negocio de limpieza de ropa, lo que se había hecho muy popular en todo el ámbito de la colectividad japonesa.
Papá se levantó temprano, se afeitó y acicaló prolijamente y luego de informar que no vendría a almorzar, se dirigió a la estación de ferrocarril para encarar su viaje.
Yo solía acompañarlo a todas partes, pero en esta oportunidad papá prefirió que me quedara en casa, porque posiblemente debería hacer una caminata demasiado extensa, para llegar hasta la vivienda de su amigo.
Por la tarde, mi padre regresó con una expresión de indudable satisfacción luego del encuentro con su compatriota.
Realmente estaba contento, pues ese amigo había progresado mucho, a fuerza de trabajo y estaba a punto de adquirir la propiedad en la que vivía, lo que significaba un gran logro para toda esa familia.
Además, mi papá traía un paquete prolijamente embalado, que le había comprado a un vendedor ambulante, en una calle del centro porteño. Así fue que nos reunimos junto a él, ansiosos de admirar su adquisición, que con tanta satisfacción mi padre se aprestaba a compartirnos. Con verdadero entusiasmo, puso sobre la mesa, el elegante paquete…
Era una camisa, de cuello impecable con su prolija hilera de botones, dentro de una caja de cartón envuelta en celofán, muy bien presentada…
Ante nuestros ojos curiosos, mi madre destacó la blancura exquisita de la prenda y fue retirando con suma delicadeza, el papel del envoltorio. Pero cuando intentó desplegarla, la sorpresa nos hizo exclamar a todos…
La camisa en cuestión, solo tenía una pechera con cuello y un par de botones, pero carecía de mangas y de la tela que debía cubrir la espalda…
Mi padre había sido estafado…
El silencio acalló las exclamaciones. Mi madre tomó la prenda, la puso otra vez en la caja y se la llevó con ella…
Papá nos miró, hizo un gesto de resignación y totalmente mortificado, no volvió a mencionar nunca más ese tema…
A partir de ese momento, mi padre atemorizado por el suceso, jamás volvió a adquirir otro objeto a cualquier vendedor ambulante…
Este fue el resultado del primer paseo de mi papá, por la espléndida ciudad de Buenos Aires…
Debo decir, con absoluta tristeza que los tiempos no han cambiado, que esta urbe sigue siendo intimidante, por lo que aún debemos permanecer atentos para no ceder ante ofertas engañosas, mientras transitamos por tan fabulosa ciudad.
Cambian las modas, se dinamizan los espacios pero las malas acciones de algunos incalificables sujetos, aún continúan perturbando a nuestra sociedad…
Sin ninguna duda, deslucen la belleza de tan generoso territorio, naturalmente privilegiado en todos sus aspectos.
Aunque, a pesar de todo y como diría mi papá: Aún te admiro Buenos Aires…