viernes, 16 de julio de 2021

Situaciones inesperadas

                            

Relato por Marta Tomihisa

Fue en diciembre del año 2001, con la algarabía propia del final de año, cuando acudí a la oficina de personal para firmar mi acceso a las consabidas vacaciones…

Fue ahí precisamente, cuando la jefa de personal con total desparpajo, me informó que a partir de ese momento ya no pertenecía al staff municipal, en donde me había desempeñado por tantos años…

Sin mediar notificación previa y con la poca consideración, que solo se puede experimentar en la administración pública, ¡¡¡me habían jubilado!!! 

Después de sobreponerme, ante el drástico cambio que resultaría esta situación para mi vida, firmé sin más trámites la notificación de esa abrupta medida…

Recuerdo que junto a mí había otra empleada, compañera del mismo municipio, quien se puso a llorar con desconsuelo. Realmente era todo tan inesperado, que ni siquiera supe qué decir…

Soy sincera al reconocer que esto no me provocaba ninguna tristeza, yo anhelaba huir de ese sitio, visto que mi actividad como empleada administrativa era tan menospreciado en esos últimos años. Yo cumplía mis tareas en una delegación fuera del edificio central, en una oficina de un sitio alejado y olvidado en cuanto a recursos.

En ese espacio, la única mujer era yo, los hombres que me acompañaban (incluyendo el jefe) leían el diario, hablaban de fútbol y tenían un total desapego por la actividad administrativa.

Por lo antedicho, no me molestaba en absoluto quedar fuera del campo laboral, aunque ni siquiera había cumplido mis sesenta años, por lo que siendo un ser pensante con mis neuronas activas, no objeté la medida y me dispuse a disfrutar mi vida…    

Primero consideré el hecho, envidiable y anhelado, de levantarme a la hora que se me diera la gana, visto que ya había madrugado durante más de treinta años.

Sin embargo, luego de unos meses de merecido relax, comencé a sentir que el tiempo se volvía interminable. En casa, no quedaba nadie para hacerme compañía, mis hijos en la escuela y mi marido en su oficina…

Comprendí que sin ninguna duda, debía encarar alguna actividad para dinamizar mis días. 

Como ya sabrán que amo la literatura, encaré mis planes buscando un espacio literario que me guiara en la redacción de historias reales o ficticias…

El primer taller literario al que acudí funcionaba en la biblioteca de mi barrio.

Un profesor de cuyo nombre olvidé (¡por suerte!) dictaba ese curso, para guiarnos en la redacción de relatos. Acudí con puntualidad, observando que este sujeto tenía solamente otros dos alumnos: un hombre adulto y una chica adolescente.

Nos saludamos y luego de presentarnos, el profesor se puso a leer un cuento de Dalmiro Sáenz, muy interesante. Después hicimos algunos ejercicios, buscando adjetivos a ciertas acciones que él mencionaba y así pasó la tarde. Como actividad para realizar en casa, nos indicó que debíamos escribir un relato sobre un suceso histórico que nos hubiera interesado indicando, además, nuestra opinión al respecto. Me entusiasmó mucho el desafío de hallar en la historia, un hecho interesante y me dispuse a cumplir con la tarea.

Fue ahí donde comenzó la inesperada situación, que aún hoy me cuesta entender… 

Hallé una anécdota muy particular, de la vida personal de un respetable prócer, por lo que me centré en ese contexto histórico intentando demostrar que, aún desde lo cotidiano, había sido capaz de bregar por un futuro institucional digno…

Con mucho entusiasmo, comencé a leer lo que había redactado, hasta que de forma abrupta el profesor me interrumpió… Acaloradamente, me expresó su desagrado al “impertinente” hecho de incursionar en un suceso de la vida privada del prócer, en ese momento memorable…

Fue tal su reacción de fastidio, que no pude más que sentirme preocupada por lo que mi relato le había provocado. A partir de ese momento el profesor, sin disimular su encono, me calificó como una desubicada que intentaba opacar hechos históricos, hurgando en las acciones privadas de sus protagonistas. Lo que para mí solo había contribuido a enriquecerlos, al ofrecer un punto de vista desde un ángulo más humano… 

Por supuesto, mi paso por ese taller fue muy breve, pues el profesor se empeñaba en marginar mis escritos y nunca me permitía leerlos…

Me retiré de ese espacio, lamentando bastante el suceso, aunque por suerte pronto hallé otro lugar, en un sitio cultural municipal, al que acudí dejando atrás tan negativa experiencia.

En este caso, quien dictaba la clase era una profesora de lengua, interesante y dinámica, quien proponía consignas muy originales que provocaban un verdadero desafío para la imaginación. Allí tenía varios compañeros, aunque lentamente se fueron yendo algunos y quedamos solo cuatro, dos adolescentes y un adulto como yo. Ese hombre era muy serio, con gruesos anteojos y poco sociable, en cambio los adolescentes se comunicaban entre ellos, riendo y muchas veces demostrando su aburrimiento ante un tema puntual…

Estas clases se dictaban al atardecer, así que al salir había sombras sobre la calle, por lo que solía apurarme para llegar a la parada del colectivo, pues mis hijos ya estarían en casa.

Mi marido trabajaba hasta más tarde.

Cierta vez, mientras caminaba con bastante apuro, oí que alguien me chiflaba y resultó ser el adolescente (Gabriel era su nombre) quien al parecer (aunque no lo había notado) hacía el mismo recorrido que yo para retornar a su casa. Hablamos de trivialidades, le pregunté su opinión sobre el taller, él me contó que le resultaba ameno porque también le divertía escribir y concurría a estas clases esperando mejorar su redacción. Fue agradable descubrir que una persona tan joven quisiera expresar su visión fresca incursionando en el intrincado espacio de las letras…

Nos hicimos amigos, siempre volvíamos juntos, además él me había pedido mi dirección virtual, para enviarme ciertos escritos que imaginaba me gustarían…

Así fue que a partir de ese día, mi e-mail se colmó de poesías, melosas y radiantes de pasión. Como quise ser amable califiqué su redacción con un buen puntaje, ya que no deseaba coartar la inspiración del adolescente. Entiendo que mi decisión no fue acertada, pues no tardé en arrepentirme de mi especial consideración hacia él, porque sin duda la malinterpretó…

Además, ya había cometido el inexplicable error de darle mi número de teléfono alentando un acercamiento que se resumía en múltiples llamadas, a cualquier hora del día y también de la noche… Debo reconocer que su perseverancia y entusiasmo me conmovían, pero a pesar de todo comprendí que este acoso al que me sometía llamándome con tanta frecuencia, se había vuelto demasiado fastidioso. Decidí, entonces, poner punto final a esta situación…

Me armé de coraje y una tarde, mientras compartíamos el camino de regreso a nuestros domicilios luego de asistir al taller, le pedí con el mejor tono posible que dejara de llamarme a mi domicilio…Un silencio profundo fue su respuesta, hasta que balbuceó ciertas incoherencias respecto a sus sentimientos hacia mí…

Caí en la cuenta de que este adolescente, que tenía la edad de mi hijo, se había sentido atraído por mí y colapsé ante semejante sorpresa. Intenté explicarle que ese sentimiento que creía sentir, no era otra cosa más que interés hacia mi performance como escritora… 

Comprendiendo que no sería fácil alejarlo de mi vida, decidí abandonar ese taller, poniendo punto final a una situación tan inesperada que todavía me es difícil comprender…


Años después, caminando por la plaza de mi ciudad en la cual se había instalado una gran feria, tuve un fugaz reencuentro con él… 

Venía de la mano de una adolescente, riendo y compartiendo el paseo, lo que me provocó un tierno sentimiento de alivio al verlo tan animado…

Nos saludamos, me presentó a su “novia” y me contó que ahora escribía historietas, que le había sido realmente muy útil lo experimentado en el taller que compartimos y que, además, me agradecía lo mucho que había aprendido de mí…

Le respondí que verlo feliz y en tan buena compañía, me había dado una gran alegría...

Los años han transcurrido, pero jamás olvidaré estas situaciones por las que la vida me ha llevado, superando obstáculos para arribar a este presente en paz, con la esperanza de haber dado siempre lo mejor desde mi corazón…

sábado, 10 de julio de 2021

Una pizca de sal

Relato por Marta Tomihisa


El atardecer irrumpía rojizo y calmo en este día de otoño… 

Estaba a punto de hacer la cena cuando comprobó que no tenía sal, lo que era imprescindible para la preparación de la comida.

No tuvo más remedio que salir a comprarla. Se puso la campera, pues una brisa helada soplaba y había bajado bastante la temperatura…

Ya en la calle apuró el paso, se dirigió hacia el almacén más cercano a su domicilio. Descubrió con fastidio que ya estaba cerrado, por lo que se encaminó al supermercado, que había a cuatro cuadras de allí.

Entró bastante apurada, pues no tenía ganas de deambular por los pasillos, eligiendo otra cosa que le hiciera falta. Fue directo al grano, a buscar tan solo lo que necesitaba. Estaba parada entre las góndolas, cuando se distrajo por un instante observando los condimentos.

De pronto ocurrió algo tan extraño, que la dejó sorprendida…

Un hombre de mediana estatura, un tanto obeso y de pelo canoso, se ubicó a su lado e ignorándola extendió su mano lo más alto que pudo. Escondió entre los productos, algo que ella no alcanzó a ver…

Luego de hacerlo se dirigió hacia el fondo del local, sin mirarla siquiera. Mientras estaba ensimismada en sus pensamientos, una mujer que avanzaba apurada se la llevó por delante. Tenía una expresión de susto, balbuceaba algo que ella no pudo entender.

Tomó lo que había venido a comprar y cuando se dirigía hacia la caja, casi choca con el chico del supermercado que le advirtió con una actitud temerosa: “Están en la caja…”

¿Quiénes estaban en la caja…? ¿Qué estaba pasando…?

Trató de mirar entre los stands de productos apilados prolijamente y entonces, desde un ángulo, divisó a un hombre armado con una especie de escopeta o algo parecido, que le apuntaba a una de las cajeras…

Después vio a otro en la entrada, mirando hacia la calle, mientras el tercero deambulaba por el pasillo, junto a las puertas de entrada.

Un escalofrío recorrió su cuerpo, retrocedió sobre sus pasos y se escabulló hacia atrás, hacia donde se había ido el hombre gordo.

Desde una puertita, detrás de un mostrador, alguien le hizo señas y sin pensarlo demasiado se metió por ella. Había varias personas en este lugar, que era una especie de alacena gigante donde había productos en cajas apiladas por doquier. Hacía mucho frío allí, además estaba en penumbras.

Alcanzó a ver al hombre obeso y a la mujer que la había atropellado, todos se habían refugiado en este sitio, pues el supermercado estaba siendo asaltado. Realmente, no podía ser más inoportuna su compra…

Alguien dijo, casi en un murmullo: ”Ya llamaron a la policía…”

De pronto, atropelladamente, entró un chico del supermercado exclamando eufórico: “Viene la cana…!”

El corazón le palpitaba con fuerza, sus piernas temblaban…

Se oyeron corridas y gritos que provenían del salón de ventas, contuvo la respiración. Inesperadamente alguien entró, un muchacho con un pasamontañas cubriendo el rostro, tambaleante y con el brazo ensangrentado…

Se sentó en el suelo, los miró con rabia y dijo:

“Al que se mueva lo bajo!...” 

Todos permanecieron quietos, asustados y en silencio…

Sin embargo, el muchacho no estaba armado y en un gesto de fastidio se quitó el gorro exhibiendo su cara asustada. Intentó sacarse la campera, pero se inclinó hacia adelante en un gesto de dolor…

En cuestión de segundos un policía abrió la puerta y gritó, abalanzándose con violencia sobre el chico:

“Salgan todos…!”

En ese desorden, unos a otros se empujaban para poder salir rápido…

Todo el grupo enfiló hacia la salida, llena de policías, gente y bullicio…

El hombre canoso estiró su mano al pasar por una góndola, sacó la billetera que había escondido allí y con un gesto de alivio exclamó:

” Acabo de cobrar el sueldo, lo salvé de milagro!”

Cuando ya estaban en la vereda, se separaron sin siquiera despedirse…


Aceleró el andar, las sombras de la noche ya habían oscurecido el cielo. 

Cuando llegó a su casa, su marido con gesto de fastidio le preguntó:

“¿Dónde te metiste?” “Los chicos se fueron al cine…”

Entonces, se dio cuenta de que en sus manos todavía tenía el paquete de sal y que ni siquiera lo había pagado…

Respondió con alivio: “Fui a buscar sal…”


  

Los años 70

Los montoneros y otras agrupaciones terroristas nunca tuvieron vocación democrática ni estuvo en sus planes el cuidado de la república. Por ...