Uno de los temas que hoy vemos que pasan por aceptables es la estrafalaria teoría de que la escuela debe ser democrática y por lo tanto los alumnos tienen el derecho (y hasta el deber) de opinar y ser tenidos en cuenta para decidir un plan de estudios o la designación de un director o rector de su establecimiento. Y en el ejercicio de ese derecho pueden “tomar un colegio”. ¡Y hay padres que los apoyan! Si tanto decimos querer y defender a la democracia ¿cómo podemos aprobar que se imponga manu militari el criterio de los alumnos? Y para peor, ¡de solo algunos alumnos! ya que nunca se cuantifica cuántos son los que quieren estudiar y cuántos los que prefieren la farra que implica una toma.
Una de las principales causas de la decadencia educativa, emparentada con lo anterior, es la pérdida del criterio de autoridad. Y no me estoy refiriendo al sentido policial del término sino al reconocimiento de quien ha hecho méritos por su capacitación. Hoy se suele llamar a los docentes “facilitadores”, término que está muy bien aplicado a lo que en realidad se ven limitados a hacer: facilitar en todo lo posible el tránsito del alumno, sin que importe demasiado si aprende o no. “La escuela debe ser inclusiva”; “una mala nota es estigmatizante”, y otras paparruchadas por el estilo se oye pronunciar con una convicción impostada que da náuseas. Y en ese contexto, ya no extraña a nadie que el padre de un alumno o el alumno mismo agredan físicamente al docente porque, al aplazar al nene, no se le "facilitó" el progreso en sus estudios...
En su libro «La tragedia educativa», Guillermo Jaim Etcheverry dice:
Además, hoy ya no se piensa que exista una sabiduría superior que deba ser transmitida. Nada es superior, todo es igual. Este relativismo moral y cultural hiere de muerte la autoridad de la familia y de la escuela, representadas por los padres y los maestros.
Parecido a lo que Discépolo dijo: «Lo mismo un burro que un gran profesor».
También vemos con claridad cómo los dirigentes hacen como si les interesara la educación, pero jamás vemos soluciones concretas. Es importante arreglar escuelas, pintarlas y dotarlas de los elementos pedagógicos, pero eso no es todo.
Sobre el tema de la autoridad desprestigiada, como siempre, Mario Vargas Llosa tiene un artículo estupendo, en el que, entre otras cosas, dice:
El eslogan de Mayo del 68 extendió al concepto de autoridad su partida de defunción y legitimó la idea de que toda autoridad es sospechosa. No destruyó el Estado, pero sí la educación.
También dice, en “Desafíos a la libertad”:
La universidad ha abdicado de su obligación de defender la cultura contra las imposturas. Cierto, sus departamentos técnicos y científicos siguen formando buenos especialistas, profesionales eficientes, aunque ciegos para todo lo que está más allá de los confines de su cubículo de saber. Pero las humanidades han caído en manos de falsarios y sofistas de todo pelaje, que hacen pasar por conocimiento lo que es ideología y por modernidad al esnobismo intelectual, y que desinteresan o disgustan a los jóvenes de la vida de los libros. Por culpa de los fariseos del exterior y los filisteos de adentro, la gran tradición clásica de la literatura y la filosofía que hizo posible la sociedad liberal moderna, agoniza dulcemente en los campus de impecables jardines y repletas bibliotecas de la academia norteamericana.
Deberíamos volver a analizar qué fue lo que hizo progresar tanto a unos países por sobre el resto y veríamos que fue la machacona insistencia sobre la escuela pública obligatoria. Y nosotros supimos ser ejemplo de eso. Por mucho que los revisionistas progres de hoy renieguen de Sarmiento y envilezcan y descalifiquen su figura, hay que reconocer que en gran medida gracias a él fuimos vanguardia en Latinoamérica y estuvimos a la altura de los países más adelantados del mundo. Es bueno releer algunas frases del “Padre del aula” y después ver si estamos tan seguros de negar su legado:
«¿No queréis educar a los niños por caridad? ¡Pero hacedlo por miedo, por precaución, por egoísmo! ¡Movéos, el tiempo urge; mañana será tarde!»
«Vuestros palacios son demasiado suntuosos, al lado de barrios demasiado humildes. El abismo que media entre el palacio y el rancho los llenan las revoluciones con escombros y con sangre. Pero os indicaré otro sistema de nivelarlo: la escuela».
«El solo éxito económico nos transformará en una próspera factoría, pero no en una nación. Una nación es bienestar económico al servicio de la cultura y de la educación».
Seguramente el ilustre sanjuanino ha cometido numerosos exabruptos, ¿quién no los cometió, en las épocas que le tocó vivir o en cualquier otra? Y no está mal que se señalen; todos los próceres han sido humanos y no “cagaban mármol” al decir de un personaje inolvidable del cine. Pero lo que nadie puede negar, es que mucho de lo bueno que la Argentina de hasta hace poco fue, se lo debe a él y a su generación.
Para tener una idea de lo que pensaban los políticos de entonces, basta citar a Avellaneda quien dijo que, al dejar la presidencia había sido elevado a rector de la Universidad de Buenos Aires. En sintonía con eso, Thomas Jefferson, prefería que lo recuerden por haber fundado la Universidad de Virginia y no por haber sido dos veces presidente de USA. Sin ninguna duda, un país le debe más a un político dedicado en cuerpo y alma a la educación, que a tantos otros que declaman su amor por los desposeídos y se muestran magnánimos con las dádivas (que reparten generosamente con dinero que no es de su bolsillo).
Cuando se realizan evaluaciones externas (algunas con prestigio internacional) y salimos mal parados, siempre se busca la responsabilidad en la encuesta que, por supuesto, “estuvo mal hecha”. Jaim Etcheverry nos da ejemplos de planteos sencillos que los alumnos no suelen responder, tanto en el área de las matemáticas como en lengua o cultura general (muchos ubican a Napoléon como anterior a Jesucristo y no faltó quien creía que el autor del Quijote es Martín Fierro). Cuando vemos estas respuestas o que algunos no saben resolver una regla de tres simple, pensamos que se trata de alumnos de los primeros años de primaria, o de los que han fracasado y no pueden progresar, pero nos espantamos al saber que son alumnos de secundaria y a los que no les va del todo mal.
Démosle a nuestra gente buena educación y el resto vendrá por añadidura.
Por todo lo anterior, anhelo un gobierno que arregle la economía destruida que tenemos, pero tendrá todo mi apoyo y consideración solo si paralelamente nos demuestra un interés obsesivo por la educación.
¿Llegaré a ver tal cosa?