miércoles, 18 de abril de 2018

Siempre es bueno leer… (otra vez).



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Otra vez me animo a comentarles algunos libros que he leído recientemente. Si a alguien le sirve para pasar un grato momento, me sentiré ampliamente compensado.
Fortunata y Jacinta. De Benito Pérez Galdós.
Otra vez don Benito con una novela fascinante. No por frondosa deja de ser interesante. Es notable la caracterización de sus personajes, de qué manera nos pinta sus virtudes y defectos y la forma en que actúan disimulando sus verdaderas pasiones, pero dejando ver al lector sus intenciones. El narrador, casi siempre impersonal y omnisciente, a veces no lo es tanto; nos plantea dudas, acerca de situaciones en las que parece no saber qué es lo que ha ocurrido. En otros casos, suelta frases del tipo: “este punto no me fue revelado por el personaje tal”. Creo que siempre vale la pena leer cuanto de este autor caiga en nuestras manos. Esta es la historia de dos mujeres, una es la amante y la otra es la esposa legal de un mismo personaje y todo tiene un desenlace inesperado y emotivo. Tiene muchos dichos muy españoles y sabe hacer hablar a cada personaje con el lenguaje propio de su condición social.
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De animales a dioses.  De Yuval Noah Harari.
Fantástico paseo por la evolución humana. No muchos detalles de la biología de la evolución, sino más bien se detiene en la evolución cultural y termina haciendo conjeturas sobre el futuro de la especie que, a esta altura del desarrollo tecnológico, está íntimamente relacionado con el futuro de la vida toda.
Lo novedoso, para mí al menos, es que habla de una “Revolución cognitiva”, previa a la Revolución agrícola. Desarrolla la idea de que el Homo sapiens, desde su completo desarrollo biológico, tardó algunos milenios en lograr un grado de conocimientos suficientes como para hacer valer su superior cerebro. Es así que dice que, al menos en un principio, tal desarrollo no supuso una gran ventaja, siempre hablando en términos de éxito de la especie. Si ese desarrollo cerebral fuese directa e inmediatamente una gran ventaja, «¿por qué los felinos no desarrollaron un gato capaz de hacer cálculos?» dice el autor. Compara ese desarrollo cerebral en detrimento de la potencia física y el desarrollo de armas, con un país que privilegia los gastos en educación por sobre los de armamentos.
Fue solo cuando desarrolló la capacidad de lo que llama el “chismorreo”, y la creación de mitos creídos por gran cantidad de individuos, que realmente llegó a la cima. Los insectos sociales pueden reunir enormes cantidades abejas u hormigas trabajando al unísono por una causa. Pero ello está en su ADN y no serían capaces de producir cambios ante circunstancias imprevistas. Por su parte, algunos mamíferos, como lobos u orcas, son capaces de trabajar en conjunto, y con una plasticidad de variantes que le permiten modificar sus conductas según sea necesario. Pero esos conjuntos son de pocos individuos, tal como eran, presumiblemente, los clanes humanos pre sapiens y sapiens ya desarrollados en un principio. Lo que le permitió a nuestra especie, muchos milenios después de completado su desarrollo, llegar a formar sociedades tan complejas y adaptables, fue la creación de mitos y creencias compartidas por cantidades muy grandes de personas que permitieron la cohesión social de ese elevado número de individuos.
También me resulta sorprendente un concepto que yo, personalmente, había conjeturado (en una monografía que, pomposamente, denominé “Historia total”): la Revolución Agrícola, no trajo felicidad, sino guerras, esclavitud y trabajos forzados. Y, asimismo, produjo la estratificación social con las consabidas clases nobles, burocráticas, castrenses y eclesiásticas, todas ellas desentendidas de las duras faenas que suponía la labranza de la tierra, sobre todo en unos comienzos donde toda la energía disponible era la fuerza muscular, principalmente humana y, solo más tarde, animal. Cuando analiza estas cuestiones, llega a la conclusión de que esta Revolución agrícola, tan elogiada por décadas, no trajo la felicidad a la humanidad; es por ello que la llama “El mayor fraude de la Historia”.
«En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida generalmente más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores. Estos cazadores pasaban el tiempo de maneras más estimulantes y variadas, y tenían menos peligro de padecer hambre y enfermedades. Ciertamente, la revolución agrícola amplió la suma total de alimento a disposición de la humanidad, pero el alimento adicional no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio, sino en explosiones demográficas y élites consentidas. El agricultor medio trabajaba más duro que el cazador-recolector medio, y a cambio obtenía una dieta peor. La revolución agrícola fue el mayor fraude de la historia.
¿Quién fue el responsable? Ni reyes, ni sacerdotes, ni mercaderes. [...] El trigo lo hizo manipulando a Homo sapiens para su conveniencia.
Este simio había vivido una vida relativamente confortable cazando y recolectando hasta hace unos 10.000 años, pero entonces empezó a invertir cada vez más esfuerzos en el cultivo del trigo. En el decurso de un par de milenios, los humanos de muchas partes del mundo hacían poca cosa más desde la salida hasta la puesta de sol que cuidar de las plantas del trigo. No era fácil. El trigo les exigía mucho. [...] El cuerpo de Homo sapiens no había evolucionado para estas tareas. Estaba adaptado a trepar a los manzanos y a correr tras las gacelas, no a despejar los campos de rocas ni a acarrear barreños de agua. La columna vertebral, las rodillas, el cuello y el arco de los pies pagaron el precio. Los estudios de esqueletos antiguos indican que la transición a la agricultura implicó una serie de dolencias, como discos intervertebrales luxados, artritis y hernias. Además, las nuevas tareas agrícolas exigían tanto tiempo que las gentes se vieron obligadas a instalarse de forma permanente junto a sus campos de trigo. Esto cambió por completo su modo de vida. No domesticamos el trigo. El término «domesticar» procede del latín domus, que significa «casa». ¿Quién vive en una casa? No es el trigo. Es el sapiens. ¿De qué manera convenció el trigo a Homo sapiens para cambiar una vida relativamente buena por una existencia más dura? ¿Qué le ofreció a cambio? Desde luego, no le ofreció una dieta mejor. Recordemos que los humanos son simios omnívoros que medran a base de una amplia variedad de alimentos. Los granos suponían solo una pequeña fracción de la dieta humana antes de la revolución agrícola. Una dieta basada en cereales es pobre en minerales y vitaminas, difícil de digerir y realmente mala para los dientes y las encías».
Discutible, sin lugar a dudas, pero notablemente razonada.
Luego desarrolla interesantes reflexiones acerca de las “leyes naturales” y los constructos subjetivos
«No hay ninguna posibilidad de que la gravedad deje de funcionar mañana, aunque la gente deje de creer en ella. Por el contrario, un orden imaginario se halla siempre en peligro de desmoronarse, porque depende de mitos, y los mitos se desvanecen cuando la gente deja de creer en ellos».
Nos cuenta que todos los imperios tendieron a la unificación interna como medio de facilitar la gobernabilidad; pero asimismo, casi siempre se sintieron destinados a llevar su “cultura superior”, sus “sabias instituciones”, su lengua y costumbres a los confines del mundo, al menos del mundo conocido. A su turno, eso hicieron romanos, chinos, españoles, portugueses, británicos, soviéticos y americanos. Aunque muchas veces, por no decir siempre, con la espada o los misiles. Y remarca que en casi todos los casos, los imperios, por sangrientos que hayan sido, dejaron, al retirarse de sus posesiones, su cultura e instituciones.
«Podemos considerar de la misma manera el proceso de descolonización de las últimas décadas. Durante la era moderna, los europeos conquistaron gran parte del planeta con el pretexto de extender una cultura occidental superior. Tuvieron tanto éxito que miles de millones de personas adoptaron gradualmente partes importantes de dicha cultura. Indios, africanos, árabes, chinos y maoríes aprendieron francés, inglés y español. Empezaron a creer en los derechos humanos y en el principio de autodeterminación, y adoptaron ideologías occidentales como el liberalismo, el capitalismo, el comunismo, el feminismo y el nacionalismo.
Durante el siglo XX, los grupos locales que habían adoptado los valores occidentales reclamaron la igualdad a sus conquistadores europeos en nombre de esos mismos valores. Muchas contiendas anticoloniales se libraron bajo los estandartes de la autodeterminación, el socialismo y los DDHH, todos ellos herencias occidentales. De la misma manera que los egipcios, iraníes y turcos adoptaron y adaptaron la cultura imperial que habían heredado de los conquistadores árabes originales, los indios, africanos y chinos de hoy en día han aceptado gran parte de la cultura imperial de sus antiguos amos occidentales, al tiempo que buscan modelarla según sus necesidades y tradiciones».
«Los buenos y los malos de la historia
Resulta tentador dividir de manera clara la historia entre buenos y malos, y situar a todos los imperios entre los malos. Al fin y al cabo, casi todos estos imperios se fundaron sobre la sangre y mantuvieron su poder mediante la opresión y la guerra. Pero la mayor parte de las culturas actuales se basan en herencias imperiales. Si los imperios son, por definición, malos, ¿qué dice eso de nosotros?
Hay escuelas de pensamiento y movimientos políticos que buscan purgar la cultura humana del imperialismo, [procurando recuperar] lo que afirman que es una civilización pura y auténtica, no mancillada por el pecado. Tales ideologías son, en el mejor de los casos, ingenuas; y en el peor, sirven de solapado escaparate del nacionalismo y la intolerancia. Quizá pudiera aducirse que algunas de las numerosas culturas que surgieron en los albores de la historia registrada eran puras, no estaban tocadas por el pecado ni adulteradas por otras sociedades. Pero no existe ninguna cultura aparecida después de aquellos inicios que pueda hacer dicha afirmación de forma razonable, y menos aún ninguna de las culturas que existen en la actualidad sobre la Tierra. Todas las culturas humanas son, al menos en parte, la herencia de imperios y de civilizaciones imperiales, y no hay cirugía académica o política que pueda sajar las herencias imperiales sin matar al paciente. [...] Nadie sabe cómo resolver esta cuestión espinosa de la herencia cultural. Sea cual fuere el camino que tomemos, el primer paso es reconocer la complejidad del problema y aceptar que dividir de manera simplista el pasado entre buenos y malos, no conduce a ninguna parte. A menos, desde luego, que estemos dispuestos a admitir que generalmente seguimos el ejemplo de los malos».

Más sobre el imperialismo: el autor nos hace ver que, si buscamos argumentos para condenar al imperialismo, podremos llenar varias bibliotecas. Pero también podemos llenar bibliotecas con el legado que dejaron: instituciones, avances en medicina, seguridad jurídica, «crearon el mundo tal como lo conocemos, incluidas las ideologías que utilizamos para juzgarlos».
Adam Smith: nos cuenta el autor que A. S. Reivindicó a los ricos. Porque el rico “aumenta el pastel” del que todos recibirán una porción. Si uno tiene una porción más grande, no es necesariamente porque se haya quedado con parte de la de otro. Si uno es pobre, no puede comprar el producto de otro y pierden los dos.
Imprevisibilidad de la Historia: Es relativamente fácil analizar lo que ya ocurrió (“Era lógico y evidente que ocurriría tal cosa”), pero es muy difícil predecir lo que ocurrirá. Da ejemplos de los bolcheviques, que eran un grupúsculo poco antes de 1917; o el Islam en su lugar y momento; o el cristianismo en la Roma del año 300 de nuestra era. La Historia no es determinista. «Las revoluciones son, por definición, impredecibles. La revolución predecible no se produce nunca».
El dinero: cristianos y musulmanes no se ponen de acuerdo en la religión, pero sí creen en el mismo dinero. Ello es porque la religión exige creer en algo etéreo, mientras que el dinero supone creer que otros creerán en él.
Conocimientos del hombre primitivo: Dice que el cerebro se redujo desde nuestro antecesor cazador-recolector. Ellos estaban muy bien informados y eran muy diestros en el mundo en que se desenvolvían. Hoy se puede sobrevivir gracias a las habilidades de otros; ello da lugar a «nichos para imbéciles».
Sería largo, larguísimo, seguir comentando y reproduciendo párrafos del autor; lo mejor es que cada uno lea la obra completa.
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La economía en una lección.  De Henry Hazlitt.
Muy instructivo acerca de cuestiones básicas de la economía, aunque no es tan de divulgación como proclama, dado que por momentos requiere de mucha concentración para comprender lo que se pretende explicar.
Se rescatan ciertos conceptos generales: en Economía, no todo es de evidencia inmediata, sino por el contrario (agrego yo) suelen ser contraintuitivas las consecuencias de medidas que se toman con buenas intenciones, a veces, y otras, no tanto. Y otro de los problemas que debe enfrentar la Economía como ciencia, a diferencia de las Matemáticas o la Física, es que suele haber poderosos intereses detrás de  las doctrinas. Lo que suele ocurrir, por error o por interés, es que se toma una medida pensando en el efecto inmediato sobre un sector de los actores económicos, sin tener en cuenta al conjunto de la sociedad y sin prever las consecuencias a largo plazo. Así, cuando un gobierno “protege” a un sector, vía subsidios, rebaja de impuestos o aranceles a la importación, lo está haciendo con el bolsillo del resto de la sociedad que, con sus impuestos, es la que subsidia esa actividad. No hay, pues, un beneficio neto para el conjunto y, además, a largo plazo, estamos protegiendo una actividad ineficiente y raquítica, ya que si no lo fuese, no necesitaría “protección”. Desenmascara la falacia de que el capital genera miseria o explota al asalariado y pone como ejemplo el impresionante aumento real de los salarios en USA (habla de la primera mitad del siglo XX) gracias a la acumulación de capital. [...] Pone los ejemplos de China (de entonces) y la India, donde la miseria generalizada es ocasionada por la falta de capital más que por desocupación; es evidente que si mandamos a un agricultor a labrar su parcela sin auxilio de tractores o de animales de tiro, su productividad será apenas suficiente para alimentase él y su familia.
Y, reforzando el concepto de los resultados a largo plazo y sobre la totalidad de los actores económicos, dice:
«¿Acaso no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan altamente perjudiciales? ¿[...] ¿No sabe el que se embriaga que va a despertarse con el estómago revuelto y la cabeza dolorida? [...] Finalmente, para volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de advertir el perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada disipación, que caminan hacia un futuro de deudas y miseria? Sin embargo, cuando entramos en el campo de la economía pública, verdades tan elementales son ignoradas. Vemos a hombres considerados hoy como brillantes economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito público como medio de salvación económica; y que cuando alguien señala las consecuencias que a la larga traerá tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna admonición: «A la larga, todos muertos». Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos epigramas y manifestaciones de madura sabiduría. Pero la tragedia radica en que, por el contrario, estamos ya soportando las consecuencias a largo plazo de las políticas de un pasado más o menos remoto. Hoy es ya el mañana que nos aconsejaba despreciar el mal economista de ayer. Las repercusiones remotas de ciertos métodos económicos pueden hacerse tangibles dentro de escasos meses; otras quizá requieran el transcurso de varios años, y tal vez precisen el paso de décadas. Pero, en todo caso, las consecuencias remotas se hallan contenidas en la política en cuestión tan fatalmente como el polluelo en el huevo o la flor en la semilla.
Por consiguiente, bajo este aspecto puede reducirse la totalidad de la economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: El arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier acto o medida política y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo sino sobre todos los sectores».
Hay otro concepto que expresa con total claridad y que en forma recurrente y casi obsesiva he sostenido tantas veces que me da cierto pudor insistir, pero lo dice tan bien que no puedo menos que transcribirlo (los subrayados van por mi cuenta):
«De cuanto antecede no se pretende deducir la imposibilidad de elevar los salarios. Lo único que se desea es señalar que el método aparentemente sencillo de incrementarlo mediante disposiciones del poder público es el camino peor y más equivocado.
Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor filantropía de los primeros, sino su mayor impaciencia. No se trata de si deseamos o no el mayor bienestar económico posible para todos. Entre hombres de buena voluntad tal objetivo ha de darse por descontado. La verdadera cuestión se refiere a los medios adecuados para conseguirlo, y al tratar de dar una respuesta a tal cuestión, no es lícito olvidar unas cuantas verdades elementales; no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.·
La mejor manera de elevar, por lo tanto, los salarios es incrementando la productividad del trabajo. Tal finalidad puede alcanzarse acudiendo a distintos métodos: por una mayor acumulación de capital, es decir, mediante un aumento de las máquinas que ayudan al obrero en su tarea; por nuevos inventos y mejoras técnicas; por una dirección más eficaz por parte de los empresarios; por mayor aplicación y eficiencia por parte de los obreros; por una mejor formación y adiestramiento profesional. Cuanto más produce el individuo, tanto más acrecienta la riqueza de toda la comunidad. Cuanto más produce, tanto más valiosos son sus servicios para los consumidores y, por lo tanto, para los empresarios. y cuanto mayor es su valor para el empresario, mejor le pagarán. Los salarios reales tienen su origen en la productividad, no en los decretos y órdenes ministeriales».
Acerca del “salario mínimo”, hace un interesante comentario:
«Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a conseguir empleo. [...]  En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro».
También explica la falacia de la “protección arancelaria”. Lo resumo con mis palabras.
Un fabricante de camisas americano hace lobby para conseguir que lo protejan de la competencia de los fabricantes británicos. El americano vendía a $15 su producto, mientras que igual mercadería británica se conseguía a $10. Esto lo dejaba fuera de mercado y condenado a la quiebra, con lo que quedarían sin trabajo muchos de obreros americanos. A primera vista parecería lógico, justo y solidario que se gravase al producto importado en $5 por unidad. Pero no se analiza que el consumidor americano, al comprar a $10, tiene su camisa y le sobran $5 para gastar en otros productos que alimentarán a otras industrias y darán trabajo a otras personas en actividades más eficientes. Por otra parte, los británicos, además de mantener a sus operarios trabajando, acumularán dólares que podrán invertir en comprar lavarropas o heladeras americanas.
Podría seguir transcribiendo párrafos muy esclarecedores, pero siempre es bueno dejar algo para el futuro lector de esta obra imprescindible.
Historia de la conquista de México.  De William Prescott.
Hechos reales que parecen de novela. El indudable talento militar de Cortés le permitió realizar una proeza que no parece creíble. Es cierto que contó con el apoyo de innumerables tribus descontentas con el yugo azteca, pero así y todo lo realizado por él es descomunal. Si era difícil mantener la disciplina entre españoles, cuánto más no lo sería cuando tenían que convivir tropas peninsulares con indígenas. Y son contundentes las reflexiones acerca de los “derechos de conquista” que hace el autor (tengamos presente que no era español sino norteamericano) y lo poco sustentable de muchas de las acusaciones que se hacen acerca de que los españoles supuestamente vinieron a destruir a sangre y fuego la idílica existencia de los aborígenes. Desde luego que en la conquista no estuvo ausente la cuota de violencia e iniquidad que conllevan todas las conquistas. Pero hay que ver las Ordenanzas de Cortés y su testamento para ver que no todo era codicia y sed de oro y poder.
Cito:
«…recordaban al ejército que el primer objetivo de la expedición era conversión de los infieles, sin lo cual la guerra sería manifiestamente injusta y das las cosas adquiridas serían un robo. Prohibían toda blasfemia contra Dios y sus santos, el juego, las riñas y duelos, atacar al enemigo sin haber recibido orden de hacerlo, y guardarse para sí ninguna cosa del botín».
Otra:
«De esta suerte, después de un sitio sin igual en la historia por el heroísmo de los sitiados, sucumbió la famosa capital del imperio azteca. Pero no lamentemos la caída de un imperio que tan poco hacía en pro de sus súbditos y de toda la humanidad. Los aztecas eran una raza feroz y brutal, Poco a propósito para excitar nuestras simpatías. Su civilización acaso no era suya propia, sino débil reflejo de la de otra raza que les había precedido. […] ¿Cómo podía la nación progresar en el camino de la civilización, si se entregaba a sacrificios humanos y además era antropófaga ? Ya se ve, por lo tanto, que su imperio no cayó antes de tiempo. Más interesante que discutir la legitimidad del derecho de conquista, es investigar si, sentada dicha legitimidad, la conquista fue hecha con arreglo a los principios de humanidad. Entonces veremos que, por mucha indulgencia que se tenga con la ferocidad de aquellos siglos, cualquier español que ame a su patria querría de buena gana borrar ciertas páginas de la historia de la conquista de México. Sin embargo, considerada en su conjunto, se advertirá que ésta fue llevada relativamente con poca inhumanidad, tal vez con menos que ninguna otra de las que hicieron los españoles en el Nuevo Mundo. Aún en el último sitio de la capital, por muy terrible que haya sido, no se puede acusar a los vencedores de desusada crueldad. No emplearon más que la que su propia nación ha recibido de otras bastante cultas, no sólo en los tiempos antiguos, sino en los modernos. Pero de cualquier modo que se considere a la conquista bajo el aspecto moral, como proeza militar debe llenarnos de asombro. Mas sería injusto atribuir exclusivamente a los españoles el mérito de la conquista. El imperio mexicano se puede decir que fue conquistado por los indios; fue minado y derribado por mano de sus vasallos, dirigidos, es cierto, por la sagacidad y la política europea».
Seguramente que Cortés aunaba una gran ambición, talento militar y también codicia, pero no caben dudas de su magnanimidad para con los vencidos y subordinados y de su indudable convicción religiosa. De todo ello da cuenta en sus testamento, donde deja importantes donaciones para la construcción de iglesias, conventos y hospitales en México. También exhorta a no reducir a los indios a servidumbre sino a pagarles salario justo por sus trabajos.
Esta otra cita nos demuestra la obcecación que se muestra muchas veces en el afán de reivindicar lo indigenista:
«En 1823 la “plebe patriótica” de la capital, en conmemoración de la independencia y por odio a los primeros españoles, se disponía a abrir la tumba de Cortés y arrojar al viento sus cenizas. Las autoridades se negaron a intervenir; mas las personas de la familia enterraron secretamente la urna que encerraba los restos e impidieron así que se consumara el sacrilegio. Los que meditaron este ultraje no fueron los descendientes de Moteuczoma [con esta ortografía se refería el autor a quien conocemos por Moctezuma], sino los descendientes y compatriotas de los antiguos conquistadores, los mismos que debían al derecho de conquista sus títulos sobre el suelo que pisaban».
Si la obra del conquistador de México fue heroica, la del autor del libro no lo fue menos; siendo joven perdió un ojo y quedó la visión del restante muy disminuida, al punto de que, por temporadas, no era capaz de leer ni de escribir. Ello no fue obstáculo para que, merced a un asistente que le leía y tomaba sus notas, pudiera escribir esta historia y otras más: Historia de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel así como La conquista del Perú (esta última tengo ya pronta para comenzar su lectura).  El autor nació en 1794 y falleció en 1859, lo que, teniendo en cuenta las dificultades que habría en la época para recabar tanta información, hace que su obra sea aún más notable.



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