Autora: (Marta Tomihisa)
Mi madre se llamaba Esther, nació en la ciudad de San Miguel de Tucumán, en un hogar de clase media.
Nunca trabajó; sus únicas actividades conocidas fueron
las tareas domésticas que ocupaban gran parte de su tiempo en una confortable casa
propia en pleno centro de la ciudad, a pocas cuadras de la histórica casa de
Tucumán. Mi abuelo era un genovés, próspero carpintero, oficio que le brindaba
una vida holgada y le permitía mantener a su gran familia que constaba de cinco
hijos, cuatro mujeres y un solo varón: mi tío Ángel, quien no siguió los pasos
del padre y era un ser meditabundo que tocaba el violín con maestría.
Dejaré para otra oportunidad el mencionar a mi abuela
Delfina, porque hay demasiada historia para contar sobre esta dama tan especial…
Don Luigi Cernusco, así se llamaba mi abuelo, ejercía
un riguroso control de todas las actividades de la familia, encomendada al Dios
supremo de la religión católica a la que rendía absoluto culto honrando sus
festividades y siguiendo rigurosamente todos sus mandatos. En ese entorno, mi
madre sobrevivía sometida estrictamente a las normas impuestas, hasta que se
enamoró de mi padre y tuvo la osadía de fugarse con él…
Por supuesto que antes había intentado, denodadamente,
que mi abuelo aprobase a su pretendiente, un humilde peluquero japonés que
apenas hablaba el castellano y cuyo único pecado mortal era no ser católico…Pero
mi abuelo no podía permitir que semejante personaje se uniera a la familia, lo
cual provocó un colapso total en la vida de mi madre.
Me cuesta imaginar, habiendo vivido con ella, tan
formal y tímida, cómo fue que en ese momento de su existencia encaró una
situación tan extraordinaria y se animó a huir detrás de mi padre, que era un hombre
tan dinámico para su época. Pero así fue como mamá renunció a las comodidades
de su casa paterna y huyó para vivir la singular odisea que le propuso el amor
y que, sin ninguna duda, cambió drásticamente su vida…
Cuando yo nací, aún vivíamos en la ciudad de Tucumán,
en una humilde vivienda alquilada y ella ya tenía más de cuarenta años. El
trato que me dispensaba era absolutamente pacífico y tierno, aunque nunca
declinó de imponerme los ritos de la religión católica, que a su entender, me
llevarían por buen camino. Comprendo que al hacerlo quería purgar todos los
pecados que se atribuía, por haber apostado al amor…
Aunque mi padre no era católico, permitió con
entusiasmo y para satisfacción de mi madre, que mis hermanos y yo fuéramos
sometidos a todos los ritos religiosos existentes y llegado el momento de
contraer matrimonio obligados a casarnos ante la iglesia, salvo mi hermana
mayor (¡que ya estaba embarazada!).
Pero descreí de este Dios indiferente, cuando mi padre
falleció repentinamente. Sobre todo, habiendo llevado una vida bastante sobria,
activo consumidor de vegetales aunque también un gran fumador, cuando aún se desconocía
la terrible secuela que los pulmones padecen por ello…
Y si mi madre era un ser taciturno, luego del deceso
de mi padre se aisló absolutamente dentro de la casa; no salía jamás y lo más
lejos que la vi de la puerta de entrada fue barriendo la vereda, saludando
tímidamente a los vecinos que pasaban…
No le conocimos ninguna amistad, ni siquiera se
interesaba por las cosas banales de la vida, ni la moda ni los chismes del barrio
despertaban su interés, solo la lectura era una actividad febril en su vida. Debo
mencionar que siendo la menor de la casa, viví muy bien atendida por tantos adultos
que se esmeraban en facilitarme la existencia, pero por algo que jamás
comprendí, yo compartía la cama matrimonial con mi madre aún en vida de mi
padre, que ocupaba una habitación pequeña, rodeado de sus libros.
Yo no recuerdo haber pernoctado en otra cama que no
fuera la cama matrimonial que compartía con mamá, hasta el día en que me casé…
Por supuesto que cada noche, oí a mi madre rezar el
rosario de cuentas negras que había traído de su casa paterna y que guardaba celosamente
en su mesa de luz, como un preciado objeto al que acudía para suplicar perdón a
pecados imaginables que aún debía purificar. Además, cada vez que yo me dispuse
a descansar y aún en mis trasnoches, ella extendía su mano buscando la mía y me
pedía que rezara un padrenuestro, cosa que yo hacía para no tener que oír sus
quejas durante horas. Además de su total entrega a los designios de Dios, mi
madre era una lectora voraz de historias y gran amante de los clásicos. Aún debo
agradecerle su infinita insistencia, para animarme a transitar los extenuantes laberintos
de los escritores rusos, trágicamente dignos y vulnerables… Ella leía
indiscriminadamente todo cuanto llegaba a sus manos, gozando con absoluto
entusiasmo de numerosos textos. Solía retirarse a su dormitorio después de la
merienda, disfrutando por anticipado de la compañía inseparable de algún libro que
le obsequiábamos nosotros, como si fueran alas que le permitirían volar más
allá de la dimensiones del hogar…
Cuando mi marido y yo decidimos vivir juntos, me pidió
suplicante que me casara por iglesia y accedimos, ya que comprendimos que era
demasiado inútil polemizar con ella.
Luego de la ceremonia, cuando estábamos por subir a
los autos que nos llevarían a la casa paterna de mi marido en la cual
compartiríamos un brindis con ambas familias, mi madre se excusó de asistir a la
reunión y pidió que la lleváramos de vuelta a su casa.
Había logrado su objetivo, solo le restaba descansar…
Un mes antes de que se cumpliera un año de mi
matrimonio, almorcé con mi madre como lo hacía siempre durante todos los
mediodías laborales. Terminado el almuerzo, me acompañó hasta la puerta y mientras
caminábamos por el tramo de baldosas que atraviesa el jardín hacia la calle, vi
una hilera de tulipanes cuyos pimpollos no se habían abierto todavía. Le
pregunté si sabía de qué color eran, a lo que me respondió que no y que lamentablemente
no lo iba a saber nunca…
Me sorprendió su respuesta, pero imaginé que el
comentario no era nada más que una broma.
A la mañana siguiente, aún dormíamos cuando nos
avisaron que mi madre no se había despertado esa mañana y estaba en coma…
Corrí al sanatorio en donde se hallaba internada. Ni
bien llegué, el médico me hizo pasar para que pudiera verla, dormía
plácidamente. Me acerqué a su mejilla y le pregunté qué le había pasado, al no
obtener respuesta estreché su mano y ella entonces respiró aliviada. El médico
de inmediato me indicó que me retirara. En ese instante supe que se había ido
porque solo estaba aguardando despedirse de mí…
Mamá no logró impregnarme su fe religiosa, no me he
sometido a ninguna creencia, ni a ningún designio divino pues solo confío en el
poder de la voluntad que conferimos a las acciones que realizamos. Los credos
son puntos demasiado oscuros que someten nuestras vidas, que marginan nuestras
relaciones…
Mi madre, luego de haber cruzado la puerta de su casa
paterna, sintió que solo a través de un dogma podría hallar la misericordia
para aliviar su culpa y descansar en paz…
Pero no hay nada que perdonarte Mamá, el amor te dio
alas e hiciste muy bien en volar!