sábado, 23 de febrero de 2019

La recompensa



Autora: Marta Tomihisa

Nada…Ni una sola…La trampera vacía y el cebo comido, pero ninguna rata a la vista…¡Mirá que son rápidas estas guachas!
Y andaban por todos lados, pavoneándose a sus anchas y asustando a las gallinas que intentaban proteger inútilmente sus huevos…
Había probado todos los métodos, veneno, trampas, gatos que se dormían aburridos en el galpón sin cazar ninguna…Nada les impedía seguir haciendo de las suyas por todos los rincones de la chacra, engordando y devorando cualquier cosa comestible. Ni el pobre canario de la sirvienta se salvó.
Los únicos que no se molestaban por ellas eran los Acosta. Los caseros estaban demasiado acostumbrados a estos bichos voraces. Ni siquiera su perro les ladraba, como si las perseguidas fueran parte de la familia, tan desafiantes que incursionaban por cualquier lugar.
Pero él provenía de la ciudad, no estaba acostumbrado a perder una batalla tan desigual. Ya encontraría la forma de exterminarlas, había venido a visitar a sus padrinos, los dueños de la propiedad que lo habían invitado a pasar aquí sus vacaciones antes de volver a la facultad. Estudiaba agronomía y le gustaba mucho el campo. Colaboraba en tareas sencillas, dando de comer a las gallinas y arreando las ovejas hasta el establo, ayudado por el perro labrador que se las sabía todas. Pero lo de las ratas lo tenía trastornado, porque esta invasión de roedores insaciables se había convertido en una verdadera pesadilla. Sin duda había que combatirlas, de cualquier forma…
Una noche de tormenta desde la ventana de su cuarto, vio a don Acosta saliendo del galpón con una bolsa a cuestas, caminando despacito con su figura demasiado encorvada por los achaques…
–¡Pobre tipo!
Vivía solo con su mujer sordomuda, que no salía nunca del rancho.
Al día siguiente se enteró de que el tinglado se les había venido abajo, a fuerza de lluvia y el desgaste del paso de los años. Luego del desayuno y sin dudarlo, se llevó la escalera y algunas herramientas para ayudar al viejo a refaccionar el techo. No tenía nada que hacer y la actividad física le venía bien. Las chapas estaban oxidadas, era razonable que sucumbieran porque los clavos ya no las sostenían. Trabajó con entusiasmo durante dos días, utilizando algunos elementos de la casa para hacer un buen arreglo. El hombre estaba muy agradecido y una tarde en la que ya habían terminado la reparación mientras él guardaba sus herramientas, le preguntó con voz tierna:
–Patrón, ¿quiere venir a comer con nosotros?
No se atrevió a negarse porque en el campo, la gente no anda invitando a cualquiera, es un lujo ofrecer una comida. Iría esa noche, apenas se ocultara el sol y por supuesto llevaría una botella de un buen vino, de la bodega del dueño de casa.
Cuando llegó, la mujer iba y venía acomodando la mesa mirándolo sonriente, como disculpándose de la precariedad del ambiente. Satisfecho por su buena acción, cuando los platos ya estaban en la mesa devoró cada bocado con hambre y entusiasmo. La comida había sido deliciosa y abundante. Sentía que esta era su recompensa, una linda cena en buena compañía.
No hubo sobremesa, porque la mujer se puso enseguida a lavar los platos y a ordenar la cocina mientras el viejo bostezaba sin disimulo. Igual, se despidió agradeciendo la velada.
Ya en la puerta del rancho, don Acosta sonrió palmeándole la espalda:
–¿Vio patrón, que no son tan fieras las ratas?
Apuró el paso, pero no respondió…

sábado, 16 de febrero de 2019

El infinito, Borges y yo



El infinito, tanto del espacio como el tiempo, suelen ser conceptos que nuestra mente (o, al menos, la mía) no es capaz de comprender cabalmente.
Sin embargo, hay experiencias que lo aproximan a uno a ese concepto tan abstracto: hace un par de semanas, unos vecinos nuevos que padecemos o disfrutamos, según se vea, festejaban algo para festejar.
Por la ventana de mi dormitorio entraba, con énfasis, una canción de ritmo repetitivo, con una letra que decía:
«Menea, menea/ menea la cola. Menea, menea/ menea la cola».
En una reiteración que me hizo comprender, en un instante, la noción de lo infinito.
Inmediatamente recordé una anécdota en la que Borges dice:
«Estábamos conversando con Macedonio Fernández, que explicaba que el alma es inmortal, mientras tocaban en la pieza de al lado una estupidez que me parece se llama La Cumparsita. Entonces le dije a Macedonio: “¿Qué te parece si nos suicidamos para librarnos de esa música tan pobre?”».
Allí comprendí no solo la noción de infinito, sino también que Borges probablemente no hablaba con ironía sino muy en serio. En vano busqué en mi mesa de luz la cápsula de cianuro que nunca tuve y en el desván de los trastos esa soga que resistiera mis más de 80 Kg (que tampoco tuve jamás; me refiero a la soga, porque los 80 Ks sí los tengo). Creo recordar que, por esa razón, no me suicidé.
Pero el tiempo (infinito) suele tener sus mudanzas, y como suele decirse hay “una de cal y una de arena”. Nuestros vecinos se reivindicaron totalmente, porque anoche en otro festejo, pusieron una melodía que envidiarían hasta Mozart y Verdi o, para no ir tan lejos, Lennon y McCartney, y la letra… ¡Ah!, tan sublime que dejaría muy chiquito a Lepera en su vuelo poético y a Discépolo en su profundidad filosófica.
La transcribo íntegra porque merece ser admirada en su totalidad:
«Tocame la cola/con la pistola. Tocame la cola/con la pistola. Tocame la cola/con la pistola. Tocame la cola/con la pistola».
Allí comprendí que Dios existe y que su propósito no puede ser otro que regalarnos los sentidos con estas muestras gigantes de talento.
Podría decir, plagiando a Borges: «No sé si nos suicidamos… no me acuerdo».



Los años 70

Los montoneros y otras agrupaciones terroristas nunca tuvieron vocación democrática ni estuvo en sus planes el cuidado de la república. Por ...