Autora: Marta Tomihisa
Nada…Ni una sola…La trampera vacía y el cebo comido, pero ninguna rata a la vista…¡Mirá que son rápidas estas guachas!
Y andaban por
todos lados, pavoneándose a sus anchas y asustando a las gallinas que
intentaban proteger inútilmente sus huevos…
Había probado
todos los métodos, veneno, trampas, gatos que se dormían aburridos en el galpón
sin cazar ninguna…Nada les impedía seguir haciendo de las suyas por todos los
rincones de la chacra, engordando y devorando cualquier cosa comestible. Ni el
pobre canario de la sirvienta se salvó.
Los únicos que
no se molestaban por ellas eran los Acosta. Los caseros estaban demasiado
acostumbrados a estos bichos voraces. Ni siquiera su perro les ladraba, como si
las perseguidas fueran parte de la familia, tan desafiantes que incursionaban
por cualquier lugar.
Pero él
provenía de la ciudad, no estaba acostumbrado a perder una batalla tan
desigual. Ya encontraría la forma de exterminarlas, había venido a visitar a
sus padrinos, los dueños de la propiedad que lo habían invitado a pasar aquí
sus vacaciones antes de volver a la facultad. Estudiaba agronomía y le gustaba
mucho el campo. Colaboraba en tareas sencillas, dando de comer a las gallinas y
arreando las ovejas hasta el establo, ayudado por el perro labrador que se las
sabía todas. Pero lo de las ratas lo tenía trastornado, porque esta invasión de
roedores insaciables se había convertido en una verdadera pesadilla. Sin
duda había que combatirlas, de cualquier forma…
Una noche de
tormenta desde la ventana de su cuarto, vio a don Acosta saliendo del galpón
con una bolsa a cuestas, caminando despacito con su figura demasiado encorvada
por los achaques…
–¡Pobre tipo!
Vivía solo con
su mujer sordomuda, que no salía nunca del rancho.
Al día
siguiente se enteró de que el tinglado se les había venido abajo, a fuerza de
lluvia y el desgaste del paso de los años. Luego del desayuno y sin dudarlo, se
llevó la escalera y algunas herramientas para ayudar al viejo a refaccionar el
techo. No tenía nada que hacer y la actividad física le venía bien. Las chapas
estaban oxidadas, era razonable que sucumbieran porque los clavos ya no las
sostenían. Trabajó con entusiasmo durante dos días, utilizando algunos
elementos de la casa para hacer un buen arreglo. El hombre estaba muy
agradecido y una tarde en la que ya habían terminado la reparación mientras él
guardaba sus herramientas, le preguntó con voz tierna:
–Patrón, ¿quiere
venir a comer con nosotros?
No se atrevió a
negarse porque en el campo, la gente no anda invitando a cualquiera, es un lujo
ofrecer una comida. Iría esa noche, apenas se ocultara el sol y por supuesto
llevaría una botella de un buen vino, de la bodega del dueño de casa.
Cuando llegó,
la mujer iba y venía acomodando la mesa mirándolo sonriente, como disculpándose
de la precariedad del ambiente. Satisfecho por su buena acción, cuando los
platos ya estaban en la mesa devoró cada bocado con hambre y entusiasmo. La
comida había sido deliciosa y abundante. Sentía que esta era su recompensa, una
linda cena en buena compañía.
No hubo
sobremesa, porque la mujer se puso enseguida a lavar los platos y a ordenar la
cocina mientras el viejo bostezaba sin disimulo. Igual, se despidió
agradeciendo la velada.
Ya en la puerta
del rancho, don Acosta sonrió palmeándole la espalda:
–¿Vio patrón,
que no son tan fieras las ratas?
Apuró el paso,
pero no respondió…