Sin embargo, hay experiencias
que lo aproximan a uno a ese concepto tan abstracto: hace un par de semanas,
unos vecinos nuevos que padecemos o disfrutamos, según se vea, festejaban algo
para festejar.
Por la ventana de mi
dormitorio entraba, con énfasis, una canción de ritmo repetitivo, con una letra
que decía:
«Menea, menea/ menea la cola. Menea, menea/
menea la cola».
En una reiteración que me
hizo comprender, en un instante, la noción de lo infinito.
Inmediatamente recordé una
anécdota en la que Borges dice:
«Estábamos conversando con Macedonio Fernández,
que explicaba que el alma es inmortal, mientras tocaban en la pieza de al lado
una estupidez que me parece se llama La Cumparsita. Entonces le
dije a Macedonio: “¿Qué te parece si nos suicidamos para librarnos de esa
música tan pobre?”».
Allí comprendí no solo la
noción de infinito, sino también que Borges probablemente no hablaba con ironía
sino muy en serio. En vano busqué en mi mesa de luz la cápsula de cianuro que
nunca tuve y en el desván de los trastos esa soga que resistiera mis más de 80
Kg (que tampoco tuve jamás; me refiero a la soga, porque los 80 Ks sí los tengo). Creo recordar que, por esa razón, no me suicidé.
Pero el tiempo (infinito)
suele tener sus mudanzas, y como suele decirse hay “una de cal y una de arena”.
Nuestros vecinos se reivindicaron totalmente, porque anoche en otro festejo,
pusieron una melodía que envidiarían hasta Mozart y Verdi o, para no ir tan
lejos, Lennon y McCartney, y la letra… ¡Ah!, tan sublime que dejaría muy
chiquito a Lepera en su vuelo poético y a Discépolo en su profundidad
filosófica.
La transcribo íntegra porque
merece ser admirada en su totalidad:
«Tocame la cola/con la pistola. Tocame la cola/con la pistola. Tocame
la cola/con la pistola. Tocame la cola/con la pistola».
Allí comprendí que Dios
existe y que su propósito no puede ser otro que regalarnos los sentidos con
estas muestras gigantes de talento.
Podría decir, plagiando a
Borges: «No sé si nos suicidamos… no me acuerdo».
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