Ficción por Marta Tomihisa
Abrí la puerta y levanté la carta tirada en el piso, sobre unas facturas impagas. La dejé sobre la mesita de la entrada, al lado del velador que está junto a una foto de mamá.
Abrí la puerta y levanté la carta tirada en el piso, sobre unas facturas impagas. La dejé sobre la mesita de la entrada, al lado del velador que está junto a una foto de mamá.
Presentía que esta noticia llegaría tarde o temprano, ni siquiera sabía cuáles serían mis sentimientos ante la inminente muerte de mi padre.
Hacía quince años que me había alejado de mi hogar, huyendo de los conflictos matrimoniales que habían colmado mi infancia de miedos y silencios, de preguntas sin respuestas… Como testigo inocente de esa amarga experiencia matrimonial, siempre tomé partido por mi madre que asumió con entereza su papel de víctima. En los últimos años de su vida la situación empeoró, ella dejó de defenderse aceptando con insoportable paciencia la relación tan conflictiva que mantenía con mi padre. Me cansé de preguntarle por qué soportaba esa situación, por qué no se divorciaba y se liberaba de tanto sometimiento y angustia. Jamás logré que me respondiera, una semana después de su muerte decidí irme de allí para siempre; ya no había nada que me detuviera.
Sin embargo, aguardé hasta último momento una palabra conciliadora de mi padre, que permaneció con el ceño fruncido y un rencor incomprensible en el corazón. Le di la espalda a su silencio y no volví a verlo nunca más…
Me mudé a Buenos Aires, conseguí un trabajo que además me permitió seguir estudiando. A pesar de todo no me fue tan mal, finalmente obtuve mi título de diseñadora gráfica. Desempeño mi actividad laboral en una revista, comparto la oficina con un columnista con el que estuve de novia, hasta que ambos comprendimos que no nos comprendíamos.
Así terminó la cosa: cada uno por su lado, todo bien…
Es evidente que no va a resultar fácil para mí mantener una relación sin sentirme acosada por miedos y frustraciones, perseguida por los recuerdos de aquella tortuosa situación familiar.
Abrí el sobre y, tal cual lo presentí el fallecimiento de mi padre había acontecido. No sentí dolor, una sensación de vacío y sosiego me invadió…
El viernes por la tarde volví a mi pueblo, hacía calor y la terminal de ómnibus estaba colmada de gente llegando y partiendo con bolsos y paquetes. Apenas bajé del ómnibus divisé a mi tío Julián en la explanada, avanzando hacia mí sin apuro. Era el hermano menor de mi padre, ahora cura de la parroquia del lugar, quien me había enviado la carta informándome de la muerte de mi progenitor. No lo veía desde que me había ido. Se acercó sonriendo, aunque percibí un gesto de tristeza en su mirada. Ahora usaba lentes, sus grandes ojos verdes tan parecidos a los de papá y a los míos, me contemplaron con ternura. Siempre poseía una expresión tan serena y luminosa, que lo hubiera reconocido en cualquier lugar.
–¡Bienvenida!
Nos abrazamos, sintiendo nuestros corazones latir acelerados por la emoción. Entonces aferrada contra su pecho lloré, tenía tantas sensaciones amargas invadiendo mi espíritu… Me abandoné en su apacible dulzura, en la protección infalible de sus brazos. Recordé de inmediato las veces que me había refugiado a su lado, huyendo de la tensión frecuente de mi hogar.
Mientras nos dirigíamos en su auto hacia la casa, nos hicimos las preguntas de rigor respecto a nuestras vidas. Por supuesto, mi tío residía en la parroquia y había donado la propiedad de sus padres a la iglesia, en donde dictaban la catequesis. La única familiar que le quedaba era yo.
Al llegar a la entrada de mi casa paterna, puso en mi mano las llaves de la puerta y luego de preguntarme otra vez si necesitaba algo, se fue.
Aunque en un par de horas estaría de vuelta, para llevarme al domicilio en donde pasaría la noche. Ya le había manifestado los pocos deseos que tenía de pernoctar sola, en mi casa paterna. Al día siguiente un escribano amigo de la familia, me entregaría la documentación y otros papeles que debía firmar por ser la única heredera. Al cruzar el umbral sentí nuevamente esa sensación de angustia que me acompañaba, cada vez que abría la puerta de calle… Pero ya no había discusiones, solo silencios y recuerdos en esos ambientes tan familiares para mis sentidos. Cada cosa estaba en su lugar, era evidente que mi tío había andado por allí ocupándose del orden. Sobre la mesa del comedor había un florerito con fresias, las flores que le encantaban a mamá. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si los dueños de casa estuviesen a punto de entrar y seguir adelante con sus vidas. Arriba del aparador hallé un diario, me fijé la fecha y era de una semana atrás, del día en que mi padre murió.
En la heladera de la cocina busqué algo para tomar, encontré una impecable jarra con agua fresca. Entré a mi cuarto, la cama estaba tendida y mi escritorio prolijo. Pero algo me llamó la atención, junto al velador había un sobre con mi nombre. Esa era la inconfundible letra de mi madre, la reconocí enseguida. La carta ajada, parecía haber permanecido en ese lugar durante un largo tiempo. Emocionada y sorprendida ante lo inesperado, intenté abrirla y se despegó sin el mínimo esfuerzo; el pegamento se había secado. Sobre el papel amarillento, contemplé esa caligrafía tan lograda y prolija que mamá se esforzaba por mantener en sus escritos:
“Querida hija:
Solo deseo que cuando papá y yo ya no estemos en este mundo, puedas leer estas líneas. Debemos disculparnos, por tantos momentos tristes que te hicimos pasar. Comprendo lo doloroso que debe haber sido para tus jóvenes años, ese conflicto permanente de nuestra existencia. Asumo mi culpa.
Solo te pido que no me juzgues con demasiado rencor, ya que me arrepentí de mis actos, cada minuto de mi vida. He querido a tu padre, pero no lo suficiente para respetarlo como se merecía. Semanas antes de casarme tuve una relación amorosa con otro hombre, de quien estaba perdidamente enamorada…
Meses después de mi casamiento, me enteré de que estaba embarazada.
Mi marido no podía tener hijos, pero a pesar de eso asumió su papel de padre respetando mi secreto. Te crió con cariño y consideración.
Pero nunca me perdonó, me acosó con sus celos y resentimiento durante todo nuestro matrimonio. Tu verdadero padre es alguien de la familia, que ignora esta situación:
Estoy segura de que va a estar a tu lado, al final del camino…
Deseo con todo mi corazón que puedas ser feliz! Por favor: ¡Perdóname!
Mamá”
Salí al patio, me senté en la misma reposera en la que mi madre leía sus novelas románticas huyendo de la angustia…
Recién entonces, respiré aliviada…Una brisa tibia despeinó mis cabellos y trajo a mi corazón, un inesperado regocijo.
Cuando el timbre sonó, supe ya que el “tío” Julián estaba allí, detrás de la puerta, rescatándome para siempre de todas las sombras…
5 comentarios:
elsa nos dijo: Otro acierto de la “escribidora” que más admiro.
Claudia nos dijo: La Carta..creo en ella podemos vernos..en distintas situaciones...tan llana..tan sencilla..tan reveladora....la vida...historias desconocidas..muchas veces no comprendidas..tantos secretos..en fin..sería largo de emnumerar..
María Alicia nos dijo: Será éste el famoso cuento del tío ?!?!?
Marta,me encanta como escribis de todo lo que he recibido no puedo elegir algo y decir ESTE,lo mismo digo de Charly que deberían tener una columna en diario, revista . Gracias por deleitarnos con su escritura,Cariños .Nelly y Pato.
Rodolfo nos dijo:Que bueno! Felicitaciones para Marta!
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