La visita de un pariente proveniente de Okinawa, revolucionó a la familia.
Había arribado al puerto de Buenos Aires en el buque Asuka II, luego de dos meses de travesía, pues es inmensa la distancia para llegar a nuestro país. Esta persona fue el único pariente que vino de visita en los años ’60, en excelente situación económica.
Era un poderoso empresario que llegaba para conocer el país, que había recibido con los brazos abiertos a muchos de sus familiares.
Fiel a la costumbre japonesa, venía colmado de regalos, traía valijas inmensas y no hablaba ni una sola palabra en español debido a lo cual a todos los menores de la familia, nos habían instruido para saludarlo en su lengua y así lo hicimos. Vestidos con la ropa de paseo, esperábamos ansiosos la llegada del visitante, mi primo Carlitos y yo que éramos los adolescentes de la familia, contemplábamos divertidos como los demás iban y venían, para dejar todo listo antes de su arribo. Las mujeres habían ordenado meticulosamente la casa, además de cocinar un plato especial para agasajar al recién llegado.
Me moría de curiosidad por saber qué nos había traído de regalo, sobre todo a mi madre, que ya era viuda pero debía representar a la familia de mi padre.
Finalmente alguien divisó por la ventana la figura del visitante acompañado por otros familiares, quienes habían ido a recibirlo al puerto para luego guiarlo a nuestra casa. Corrimos hacia el jardín de entrada para conocerlo y chocábamos entre nosotros, entusiasmados ante lo singular de este encuentro.
Una figura menuda de gruesos anteojos, vestido con traje oscuro y una impecable camisa blanca sobre la que lucía una sobria corbata, avanzó sonriendo ante las miradas curiosas de toda la familia.
Como siempre mi madre estaba en la cocina, ultimando detalles y ella también se apresuró a unirse a los demás, secándose las manos en el delantal…
Alguien le explicó entonces, al recién llegado, que ella era la dueña de casa, lo que hizo que de inmediato él se detuviera ante su presencia inclinando su cabeza, hizo el típico saludo oriental mientras pronunciaba unas palabras incomprensibles para la mayoría de la familia. Muchos habíamos nacido aquí, solo entendíamos algunas pocas palabras del idioma japonés.
Mi madre se sonrojó pues era muy tímida, yo me quedé mirando al recién llegado que era muy jovial, especialmente cuando sonreía, porque tenía un diente partido y era gracioso al gesticular.
Mi cuñado que hablaba japonés, nos presentó a uno por uno y seguidamente nos ubicamos en el comedor. A continuación nos deleitamos con la exquisita comida que con verdadero esmero, habían preparado para este almuerzo de bienvenida. La sobremesa se hizo larga y aunque nadie lo dijo, todos estaban ansiosos porque llegara el momento de recibir los regalos.
Luego de beber té, a pedido del visitante fueron trayendo las maletas y todos nos amontonamos a su lado, tratando de disimular pésimamente nuestra curiosidad. Al abrir la segunda valija, pues en la primera solo había hallado ropa, sacó una pequeña caja de cartón plateado envuelta delicadamente en un bello papel rojo. Luego de buscar con la mirada a mi madre, extendió su mano y se la entregó a ella quien de inmediato agradeció el presente.
Sin embargo no lo abrió, lo dejó sobre su regazo mientras aguardaba que los demás recibieran el suyo. Me quedé intrigada pensando qué sería, pero procedimos a recibir nuestros propios obsequios y ante cada uno, hubo infinidad de exclamaciones de alegría y sorpresa.
Cuando todos ya habían recibido el suyo, invitaron al visitante a conocer la casa, modesta pero confortable, en la que vivíamos.
Mi madre se aprestó a guiar a la visita, para indicarle cuál era la habitación en la que iba a alojarse. Puso delicadamente, el regalo que había recibido sobre un mueble y lo acompañó a su cuarto. Yo no podía soportar la curiosidad por saber qué era y me fastidiaba mucho que ella tuviera siempre ese aire de indiferencia, aunque era un rasgo de su personalidad.
Nuestro recién llegado decidió dormir una siesta, entonces se impuso el silencio y los menores de la casa salimos al patio, para no alterar la calma.
Al día siguiente el visitante, con una comitiva de amables parientes, decidió ir al cementerio para presentar sus respetos ante la tumba de mi padre. Fue entonces cuando quedamos solas en casa, mi madre y yo.
Por supuesto la conminé a que inmediatamente abriese su regalo, que permanecía sobre un mueble. Ella, con su habitual paciencia, retiró prolijamente el papel que lo envolvía y extrajo de una caja de cartón una diminuta radio con una funda de cuero. Nunca había visto algo semejante, tan pequeño, inmediatamente busqué el cable para enchufar el aparato y oír si funcionaba, pero no lo encontré… Decepcionada miré a mi madre y ella sin insistir, sin que pareciera preocuparle siquiera lo guardó nuevamente en su estuche y siguió ensimismada en sus tareas.
Luego de un mes de estadía, agradeciendo reiteradas veces la atención recibida, el visitante se despidió y regresó a su país.
Una semana después, mi hermano vino de visita y entonces le pedí a mi madre que le mostrara la radio inútil que le habían obsequiado. Él abrió el envoltorio y observándola atentamente revisó la caja, de su base apartó un cartón que albergaba dos pequeños objetos cilíndricos, rojos y dorados, los que ubicó en el interior del aparato. Seguidamente, presionó la perilla y la música nos invadió…
Ante nuestra cara de sorpresa, mi hermano riéndose nos dijo:
- Solo había que ponerle pilas! ¿Todavía no las conocen?
Así fue que a los catorce años, conocí la primera radio portátil y descubrí con sorpresa una cosa singular llamada pila…
A partir de ese momento mi madre guardó con más esmero que nunca, este regalo. Mis hermanas y yo nos dedicamos entonces, a la ardua tarea de convencerla de que debía usarla. Aunque ella siempre cedía ante nuestras insistentes súplicas, solo nos permitía hacerlo los sábados por la noche, cuando escuchábamos “Teatro Palmolive”.
Entonces, la llevábamos hasta nuestro dormitorio, y yo que tenía asignada la importante tarea de ubicar la emisora que deseábamos escuchar, la ponía sobre mi mesa de luz y sentía que nuestra dicha era completa…
Luego de casi un mes de hacer esta rutina, un buen día las pilas se agotaron y la radio dejó de funcionar, mi madre entonces la guardó y para nuestra tristeza, nunca manifestó siquiera la intención de comprar pilas nuevas, las cuales ya se vendían por todas partes.
El verano llegó y yo cumpliría ya mis quince años…
Para ese entonces, no existían los festejos espectaculares que ahora se organizan. Mi familia planeó una reunión familiar, para comer cosas ricas.
Además, me alentaron a invitar a una amiga, pues siendo una familia tan numerosa no solíamos incorporar conocidos a nuestros festejos.
Cuando mis hermanos casados venían con sus propios parientes, ya éramos una multitud imposible de controlar. Recuerdo que ese día, todos empezaron a llegar desde el mediodía, pues algunos vivían lejos y habían salido temprano de sus casas.
Las mujeres se arremolinaban en la cocina, preparando comida y detrás de ellas los chicos quienes disfrutaban realmente este encuentro.
Yo invité tan solo a mi compañera de banco, Ana María, una chica pecosa con las mejillas siempre rosadas y el cabello castaño y ondulado para nuestra envidia, pues nosotros fieles descendientes de la raza amarilla, siempre lucíamos nuestra melena lacia y ordenada.
Ella llegó para la hora de la merienda, con un obsequio que me entregó luego de saludarnos. Eran un cepillo para el pelo y un espejo, muy bonitos, que me encantaron.
Nos ubicamos en el comedor, en donde ya habían puesto en la mesa un variado número de deliciosos canapés. La invité a sentarse y ella observó sorprendida lo que contenían los platos, que por supuesto no eran a los que estaba acostumbrada. Nadie incursionaba en las delicias de la cocina japonesa, como ocurre ahora, por lo que mi amiga solo se animó a probar algunas galletitas compradas en el almacén.
Supongo que además, aguardaba a otros invitados, pero eso no ocurrió pues sentadas a esa mesa solo estábamos las dos, rodeadas por los chicos de la familia. De vez en cuando, alguna de mis hermanas acudía para ver si nos faltaba algo. Pero mi amiga estaba muy callada, observando con atención a los integrantes de la familia que venían a saludarla a medida que pasaban por el comedor, aunque no se quedaban con nosotras para no interrumpir nuestra charla. Pero apenas había transcurrido una hora, desde su llegada, cuando Ana María decidió volver a su casa…
Entonces mi familia vino a sentarse a la mesa, trayendo la torta, que había sido hecha por una de mis hermanas y era exultante y generosa, pues debía satisfacer a más de una docena de bocas hambrientas.
Alguien puso música en nuestro equipo combinado, que era un elegante mueble de madera con una radio y un tocadiscos juntos. Muy contentos nos pusimos a bailar entre nosotros, con los niños de la casa gritando eufóricos, pues no hay nada que alegre más a un chico que ver a un adulto en actitudes relajadas, fuera de lo habitual.
Cuando la fiesta terminó, las visitas se despidieron y nosotros nos dedicamos a arremeter contra el desorden que imperaba en la casa, lavando la vajilla y haciendo que todo volviera a la normalidad.
Un rato antes de irme a dormir, me hallaba sola sentada en la cocina tomando una gaseosa, cuando imprevistamente apareció mi madre con su pequeña radio. La puso sobre la mesa, luego de presionar la perilla para demostrarme que ya tenía pilas nuevas y funcionaba a la perfección, tomó mi mano y me la obsequió.
Me emocioné tanto, que debo decir que durante muchas noches de mi vida, escuché con placer esa pequeña radio portátil, acurrucada en la cama sintiendo complacida que ya no necesitaba nada más para ser absolutamente feliz…
9 comentarios:
Delicioso relato. Una vez más mis felicitaciones a la autora, Marta.
Que lindo relato!!! Esos regalos que quedan en el alma.
M. Marta nos dijo: No solamente me encantó, ¡qué emoción!
Vero nos dijo: A mí también.
Mirta nos dijo: Muy bueno. Como siempre cariños
Me encantó,me hizo volar mi imaginación, Muy Buena!!!!
Norberto nos dijo: Es un regalo para nuestros ojos y sentimientos de otra cultura. Felicitaciones Marta.
Susana nos dijo: Qué hermoso relato, Marta! Me encantó. Muy bien construido y el clima simple y sencillo que vas creando , atrapa al lector.Como siempre, mis felicitaciones.
Aldo nos dijo: Hermosa historia Marta, muy bien relatada.
La Spica! Yo también recuerdo la primera vez que vi uno de estos aparatitos, cuando nos veamos te lo cuento.
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