martes, 12 de mayo de 2020

Experiencia secundaria

Relato por Marta Tomihisa

Asistí a la enseñanza secundaria en la Escuela Normal mixta “José Gervasio Artigas”, de mi ciudad de San Fernando.
Tengo recuerdos imborrables de esa época, sobre todo de los profesores que dictaban las materias, de los que conservo algunas anécdotas que me invitan a reflexionar sobre la condición humana, civilizada…

En mi materia favorita, a la cual llamábamos “Castellano” (ahora le dicen Lengua), destaco el carácter amable del propio director del colegio, el señor Vicini, quien dictaba esa materia con una dicción fabulosa y un entusiasmo que incentivaban aún más mi interés por cada una de sus clases.
Cierta vez que debíamos escribir una “composición” sobre algún recuerdo que nos hubiera emocionado, yo redacté un episodio ocurrido en mi casa…
Obtuve la mejor nota, pero él al entregarme mi hoja de examen dijo con voz grave pero amable: “Señorita, Ud. me hace trampa, porque sus historias son tan interesantes que me olvido de corregir la gramática…”
Todos rieron ante este comentario y yo simplemente enrojecí, aunque me sentí muy halagada por sus tiernas palabras…
Realmente, mis notas en esa materia, eran excelentes, porque al igual que hoy me encantaba escribir y contar, lo que experimentaba a través de esa materia tan privilegiada que me lo permitía, lo que aún disfruto con mucho placer…

Pero, de la numerosa lista de docentes, con sus personalidades diversas y sus dones, pero también con sus prejuicios, todavía conservo en mi memoria, algunos anécdotas que vuelvo a revivir con cierta desazón…
Traigo de mis recuerdos, al profesor de contabilidad, el Sr. Díaz, un hombre que se presentó como tal casi al final del mes de inicio escolar, ya que ocupaba el cargo del titular que se hallaba ausente por problemas personales.
Por lo que supimos, él también dictaba clases en el otro 1er año, ubicado en el primer piso del colegio. Era un hombre bajito (casi de mi estatura), con un buen jopo engominado, luciendo una corbata multicolor, que recorrió el aula mirándonos con mucha atención…
Luego tomó la lista de alumnos y después de recorrerla atentamente, con voz contundente llamó al frente…
–“¡Takaichi”!
No había en el aula ninguna persona con ese apellido, aunque era indudable que el profesor dirigía su mirada hacia mí…
Repitió ese nombre…
Luego, me hizo un gesto con la mano y reiteró:
–“Takaichi pase al frente!”
Yo sentí mucha incomodidad, porque aunque era obvio que se dirigía a mí, me negaba a convalidar ese error o descuido que sin duda cometía…
De pronto, uno de mis compañeros, de esos chicos que no se callan nunca, le reclamó:
“Señor: aquí no hay nadie con ese apellido, ‘ella’ (dijo señalándome) no se llama así…”
El profesor lo miró, hizo una mueca risueña y respondió:
-“Pero, si son todos parecidos, ¿no?”
Mi compañero no se amedrantó y respondió:
-“¿A Ud. le gustaría que lo llamen por otro nombre?”
El profesor entonces, hizo un gesto de fastidio y extendiendo su mano hacia mí, solo replicó:
–“¡Pase!”
Luego pude enterarme de que el Sr Díaz, dictaba clases en otra aula en la que también había una chica descendencia oriental, aunque jamás supe si con ella también cometía el mismo error…
Mientras ese profesor dictó clases, jamás pronunció mi apellido, aunque tampoco volvió a llamarme por otro nombre, solo movía su mano y señalándome con el dedo, decía con cierta animosidad:
–“¡Pase!”
Al menos no me adjudicaba otro apellido, por lo que acepté con pasividad mi anonimato, a pesar de los reclamos de mis compañeros, que insistían en que debía reclamarle por esto…
Por supuesto jamás le dije nada, temiendo padecer las consecuencias en mis notas…

Pero no puedo volver a los recuerdos de esa etapa escolar, sin traer a mi memoria al extraño profesor de física…
El Sr Lenzi, quien irrumpió en el aula en su primera clase y sin darnos tiempo siquiera para saludarlo como se habituaba en esa época, se acercó a mí y en tono desafiante con su brazo extendido y su dedo índice señalando mi pecho, me preguntó:
–Srta., ¿Ud. es católica…?
Debo aclarar, a quienes no me conocen que mis rasgos asiáticos me destacaban entre el alumnado y que además por descuido, había dejado colgado de mi cuello un crucifijo regalo de mi madre.
Ante tan inesperada pregunta sólo atiné a balbucear la respuesta, que por supuesto era un tímido:
–Sí…
Confieso con absoluta sinceridad, que nunca supe lo que significaba “ser católico” además de ser sometida por vía materna, a los absurdos ritos establecidos por la iglesia…
Luego él, sin decir una palabra más, se alejó de mi lado y procedió a escribir un ejercicio en el pizarrón dando inicio a la clase, sin mencionar más el tema.
Durante su estadía en el salón, jamás volvió a mirarme como si el incidente en cuestión no hubiera ocurrido nunca. Aunque un instante antes de retirarse, parado junto al escritorio, fijó nuevamente sus ojos en mi persona y sin decir palabra se retiró del aula…
Entiendo que mi aspecto físico, por mi ascendencia oriental, debe haber confundido al profesor para interpelarme tan sorpresivamente.
De todas maneras, después de ese suceso, no pude evitar la sensación de sentirme siempre observada durante sus clases, al verlo pendiente de mis movimientos, con una actitud tan inquisidora que realmente me incomodaba…
Era un hombre de mediana edad, corpulento, de tez muy pálida, cabellos negros entrecanos y grandes ojos oscuros, de invariable traje negro y corbata gris, que caminaba un poco encorvado.
No parecía socializar con otros profesores, como solía ocurrir con los demás.
Como sucede con las personas extrañas, se contaban de él anécdotas insólitas. Decían que tocaba el órgano en una iglesia cercana y solía hacerlo por las noches, hasta la madrugada….
Lo único que yo sé, es que cada vez que él llegaba para dictar su clase, me llenaba de temor y me costaba bastante concentrarme.
Y por supuesto ese profesor, me reprobó en su materia…
Unos años después, mis hermanas y yo volvíamos de un velorio en un remise, casi a la medianoche, cuando al pasar por la iglesia de mi pueblo alcancé a ver entre las penumbras, una figura bajando las escaleras con ese paso tan lento y taciturno, por el que me pareció reconocer al profesor…
Esa fue la última vez que lo vi, aunque después de tanto tiempo me invaden las dudas y creo que solo fue fruto de mi imaginación…
Pero reconozco, que luego me costó dormirme, porque en las sombras de mi  dormitorio lo veía nuevamente caminando hacia mí, con su brazo extendido señalándome con el dedo, ¡como en la Inquisición…!

Debo admitir que mis padres cultivaron en mí una considerable paciencia, para aceptar los incidentes que he narrado…
Ellos han sido siempre mi fuente de inspiración, para guiarme por la vida, estableciendo en mi conducta un absoluto respeto por todos los maestros, para agradecer infinitamente ese regalo de sabiduría, que desde su conocimiento compartirían con quienes teníamos el privilegio de estudiar…
Pero somos seres humanos, imperfectos y cotidianos, respirando juntos en este planeta, portando cualidades y defectos en nuestros genes, por los que cada día debemos proponernos mirar hacia arriba, para aprender a brillar…     

4 comentarios:

PATO dijo...

Excelente relato ,recuerdo imborrable en la vida.Gracias Marta .

Verito dijo...

Esos profesores que forman parte de nuestra historia y sin saberlo nos enseñan otras cosas, como el ser paciente y fuerte hacia ciertas actitudes! Besos grandes escritora preferida 😘

Charles dijo...

Mirta nos dijo: GRACIAS! Algunos recuerdos son imborrables.yo guardo alguno que otro(maravillosos) de las religiosas del cole.

Charles dijo...

Susana nos dijo: Hermosas anécdotas, Marta! Sabes hacer de un simple hecho algo sumamente interesante. Como siempre, mi asombro ante un don que lo manejas con exquisita perfección y a tu memoria. Cariños . Susana

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