Historia de la conquista del Perú. De William Prescott
Con la historia de la conquista del Perú, nuevamente sorprende este autor. Obra más lograda, a mi entender, y más entretenida que la referida a la conquista de México, nos da una idea no solo de los hechos estratégicos y bélicos que se pueden leer en cualquier libro de historia, sino también de las vicisitudes y penalidades increíbles que tuvieron que soportar los primeros conquistadores. La inmensa y variable geografía y climatología de ese impresionante imperio que era el de los Incas, fueron obstáculos si se quiere más formidables para la gesta de la conquista y posterior colonización que la resistencia que los incas pudieron ofrecerles.
La obra comienza, al igual que en la de México, con una semblanza de la civilización andina que es absolutamente fascinante. Vemos el perfecto mecanismo, podríamos decir de relojería, con que se manejaba la sociedad incaica. Todo estaba absolutamente reglamentado hasta detalles increíbles. Y, así como lograron algo absolutamente inédito en cualquier tiempo y espacio geográfico que es el hambre cero, también la libertad individual era cero. Cada individuo debía permanecer en la aldea donde nació y debía hacer lo que se le mandaba cada día de su vida. Los impuestos o tributos se pagaban con trabajo, ya que no existía la moneda. Primero se cultivaba la tierra del gobierno (ejércitos, sacerdotes y nobles), luego la de los ancianos de la aldea y los incapacitados y finalmente la tierra propia. A su vez, el producto de su trabajo era administrado por los funcionarios locales, de modo que se pudiera intercambiar parte del mismo por productos provenientes de otras regiones del vasto imperio. Y este control gubernamental llegaba a las cuestiones más íntimas de la vida de sus súbditos. Se trataba de un “suave despotismo”.
Las extraordinarias reglamentaciones con respecto al matrimonio bajo el reinado de los incas son sumamente características del talante del gobierno, que lejos de limitarse a asuntos de interés público, se introducía en los recovecos más privados de la vida familiar, no permitiendo a ningún hombre, por muy humilde que fuera, actuar por sí mismo, incluso en aquellas cuestiones personales en las que nadie excepto él o su familia como mucho, se supone que deberían estar interesados. No había peruano que fuera demasiado bajo para el amparo vigilante del gobierno. Nadie se encontraba tan alto como para que la dependencia de cada acto de su vida pasara desapercibida. Su misma existencia como individuo era absorbida dentro de la comunidad. Sus esperanzas y sus miedos, sus alegrías y sus penas, la más tierna compasión de su naturaleza, que normalmente quedarían fuera de la vigilancia, estaban todas reguladas por la ley. No se le permitía siquiera ser feliz a su propia manera. El gobierno de los incas era el más suave, pero el más escrutador de los despotismos.
[El gobierno] «mostraba constantemente el interés afectuoso de unos padres con sus hijos, sin embargo los contemplaba solo como niños que nunca debían salir del estado de pupilaje para actuar y pensar por sí mismos, sino que todos sus deberes terminaban en la obligación de la obediencia ciega.
A diferencia de lo ocurrido en México con Cortés, que aprovechó el descontento de las tribus sometidas por los aztecas con tremendas exacciones (que no eran solo en especies sino en vidas humanas para sacrificar a sus sanguinarios dioses), en Perú Pizarro pudo conquistar este bien ordenado imperio por la fortuita (y afortunada para los españoles) circunstancia de que estaba atravesando una inédita guerra interna por la sucesión al trono entre dos hijos de un gran Inca que fue Huayna Capac. Dos de sus hijos, Huáscar y Atahualpa, se disputaban por entonces la legitimidad de sus derechos sucesorios. Esto motivó que sus fuerzas estuvieran divididas y sus preocupaciones también.
El autor explora (y conjetura, desde luego) en las personalidades, propósitos, anhelos y ambiciones de muchos de los personajes, tanto españoles como indígenas. Sus reflexiones son sumamente interesantes al mostrarnos ciertos aspectos que no abundan en libros de historia más ortodoxos.
Locos de Dios. De Santiago Kovadloff
El autor resalta la imagen de los profetas del antiguo testamento como críticos de las clases dominantes en Israel, por apartarse de la doctrina o la ley revelada al pueblo judío. Y compara ese mensaje con los de algunos personajes de la historia, como ser Jesús, Pablo de Tarso, Maquiavello, Camus o Mandela. Todos ellos, por convicción propia o por revelación divina, supieron enfrentar (de palabra aunque en casos, arriesgando el pellejo y aún perdiéndolo) al poder de turno. La prédica era de denuncia, sin pretender una rebelión ni la toma del poder, sino la toma de conciencia del pueblo o al menos de sus dirigentes. En esto, Mandela es una clara excepción ya que dio un paso más allá de ese ideal: lo concretó.
También dice que en Mandela,
...el moralista y el hombre de acción se conjugan en él. [...] Pero, a diferencia del pueblo judío, que en su hora desoyó al profeta, el pueblo de Mandela escuchó a su líder. Y entonces lo imposible ocurrió. [...] Mandela decepcionó a los violentos. Desconcertó a los racistas que creían adivinar su desprecio. Pocos comprendieron, en el momento de su liberación, en qué había transformado aquel hombre su dolor. Pocos sabían que había extirpado el odio de su entendimiento.
Por su parte, cuando habla de Camus, nos relata la increíble capacidad que tuvo de comprender que la violencia siempre existirá, que el odio y la corrupción también; pero eso no es obstáculo, sino más bien aliciente, para denunciarlos y enfrentarlos. Intentar erradicar esos males es no comprender el alma humana.
El libro es muy profundo en sus reflexiones sumamente abstractas; tanto lo es que vale la pena su lectura.
La invención de la Argentina. De Nicolás Shumway
La reciente lectura de este valioso libro me llevó a hacer una serie de reflexiones acerca de nuestro país.
El autor, oriundo de USA, es un apasionado de la historia argentina. Desarrolla en este ensayo una revisión de las ideas que recurrentemente sostiene nuestra clase política. «Ficciones orientadoras» es la forma como las llama. Lo que es notable, para el autor, es no solo la recurrencia sino más bien la falta de una idea que aglutine al conjunto de los argentinos o, al menos, a una mayoría importante. Algunas ideas que no se discutan y tras las cuales se encolumne el grueso de nuestros esfuerzos. Por el contrario, ya desde el principio (25 de mayo de 1810) las distintas percepciones de lo que debería ser el país, fueron irreconciliables, y los partidarios de cada bando jamás, o con rarísimas excepciones, pensaron en oír o analizar las razones del contrario y muchísimo menos acordar con él.
Estuvo en la mente de muchos dirigentes del siglo XIX el exterminio del bando contrario; a su turno, los perseguidos, que pudieron ser los unitarios, los federales o los indios, también tenían como objetivo la eliminación de su anterior perseguidor. Hubo formas más sofisticadas, como el fraude, la proscripción, los ataques a la prensa crítica –con censura lisa y llana, aprietes, asfixia económica–, desafuero y encarcelamiento de legisladores opositores, etc.
Podríamos decir que nuestros dirigentes se caracterizaron por el poco apego a las costumbres republicanas; cuando se accedía al gobierno, se pretendía el poder absoluto y para ello no se dudó en recurrir al fraude o a golpes de estado. Y a ello no escapan muchos de los que luego se declararon campeones de la democracia.
En este sentido, el autor nos transcribe una anécdota (no es literal, sino lo que recuerdo de ella): Estaba Lucio V. Mansilla leyendo El contrato Social y su padre, Lucio N., le dice: «Cuando se es sobrino de Rosas, no se lee este libro si se quiere seguir viviendo en el país». Toda una definición del clima de la época.
Cita una frase que atribuye a Guido Spano: «Por muy malo que haya sido el gobierno de Rosas, los liberales, en su rigidez fanática, empeoraron las cosas». Y luego el autor reflexiona que Los “liberales” argentinos (Mitre), no dudaron en perseguir opositores, silenciar la prensa crítica, y eliminar a los caudillos» (tampoco es cita literal). Estos liberales, según el autor, reemplazaron caudillos de poncho por caudillos de frac; caudillos semibárbaros por caudillos semicultos.
La concepción maniquea de la realidad, el absolutismo de creerse dueños de la Verdad Única –que en Sarmiento se expresa claramente como “civilización y barbarie”– llevó a la absoluta incomprensión de las verdades, siempre relativas, que pudieran expresar los adversarios, que siempre se vieron más bien como enemigos.
¿Cuántas veces, en la historia reciente que hemos visto violar la Constitución “para defenderla”?
¿Cuántas veces se recurrió a la eliminación del adversario, pensando que se terminaba con su causa? Desde Dorrego a Peñaloza o los desaparecidos de la “Guerra sucia”. ¿Se terminó con ello al bando contrario?
El epílogo tiene reflexiones realmente jugosas de cómo nos ve un extranjero:
Epílogo (Fragmentos)
[...] Viajé a la Argentina por primera vez en 1975, [donde] tenía la intención de entrevistar a Borges y buscar documentos para mi tesis doctoral. [...] Mis primeros contactos con el país se mostraron severos críticos del peronismo, del caos político y económico de Isabel, y del "nazi-onalismo". También eran modelos de cosmopolitismo, cortesía y estilo, versados en ópera, arte, literatura, lingüística chomskiana, psicoanálisis lacaniano, cine europeo y todos los demás temas requeridos para ser "culto". [...] Estos argentinos se mostraron asimismo extraordinariamente hospitalarios para conmigo, así como indulgentes con el "primitivismo cultural" que los argentinos cultos suelen encontrar en los norteamericanos. Jamás me olvidaré de la ocasión en la cual fui presentado por un amigo argentino como "norteamericano pero culto". Con el tiempo, conocí a argentinos que reflejaban perspectivas muy distintas. Uno de ellos fue la mujer que hacía la limpieza de mi departamento, y que al cabo de varias conversaciones me dijo que yo nunca entendería a la Argentina hablando con Borges. [...] Aunque criticaba a Isabel, era leal al recuerdo de Perón: para ella seguía siendo el hombre que representó al pueblo humilde, el que puso en su lugar a la oligarquía antiargentina, el que defendió la soberanía nacional contra el capitalismo extranjero, el que hizo sentir a gusto en su papel a los trabajadores, el que salvaguardó las tradiciones católicas del país, y protegió a la familia. [...] También conocí a otros peronistas: izquierdistas que insistían en que Perón había sido un revolucionario con un idioma diferente; intelectuales que admitían los defectos de Perón, pero aun así insistían en que el peronismo era la única alternativa a los "vendepatria" liberales; historiadores peronistas que me hicieron oír por primera vez términos como "Historia Oficial" o "historia falsificada"; nacionalistas que se identificaban como "rosistas" y llamaban a sus enemigos "sarmientistas", aunque Rosas y Sarmiento descansaban en sus tumbas hacía muchos años; y un temible fanático antisemita para quien la Argentina era el último bastión de la cristiandad y que afirmaba que sólo eliminando a los subversivos antiargentinos (incluidos los curas tercermundistas) el país podría reclamar su puesto de primera línea entre las naciones. Las divisiones que estaba observando, y por supuesto comprendiendo sólo a medías, se me hicieron particularmente notorias en una de las experiencias más incómodas de mi vida. Antes de volver a los Estados Unidos, di una fiesta a la que invité a algunos de los que me habían ayudado en mi investigación. Con mi falta de experiencia, no tomé en cuenta el color político de mis invitados, por lo cual vinieron mezclados liberales y nacionalistas, cosmopolitas y populistas, sarmientistas y rosistas. No bien había empezado la fiesta, varios de mis invitados se trenzaron en acaloradas discusiones. Los liberales hablaban de la declinación nacional según las tasas de crecimiento económico, de inflación, salarios reales, productividad, producto bruto, problemas sociales, etc., todo lo cual me resultaba perfectamente comprensible en tanto soy una persona educada en los marcos del liberalismo. Los nacionalistas, en contraste, hablaban un idioma desconocido, con frases corno "el ser argentino" y "el pensamiento nacional". Según ellos, la necesidad más urgente del país era un presidente auténticamente argentino que pudiera resistir a las influencias externas y captar la voluntad genuina del pueblo más allá de las convenciones electorales burguesas. Por más esfuerzos que hice, no pude entender de qué estaban hablando, cosa que ellos atribuyeron al simple hecho de que yo no era argentino, explicación que también aplicaban a cualquiera que cuestionara sus presupuestos, no sólo a extranjeros. Pero lo que más me impresionó fue su retórica. Mis invitados hablaban lenguas distintas, que se remitían a ficciones orientadoras radicalmente diferentes. El consenso, o siquiera una apreciación del punto de vista ajeno, era imposible. Desde esa primera visita, he vuelto a la Argentina muchas veces y dedicado gran parte de mi vida profesional a estudiar la historia y la literatura argentinas. [...] sigue asombrándome hasta qué punto la Argentina moderna sigue en diálogo con su pasado, cómo los ecos de debates del siglo XIX siguen resonando en prácticamente toda discusión que tengan los argentinos sobre sí mismos y su país, cómo los fantasmas retóricos de Moreno, Hidalgo, Rivadavia, Sarmiento, Alberdi, Mitre, Andrade y Hernández siguen habitando el país. Estos fantasmas sobreviven quizás porque la Argentina nunca se puso de acuerdo respecto de sus ficciones orientadoras. La Argentina es una casa dividida contra sí misma, y lo ha sido al menos desde que Moreno se enfrentó a Saavedra. [...] En el mejor de los casos, las divisiones argentinas llevan a una impasse letárgica en la que nadie sufre demasiado; en el peor, la rivalidad, sospechas y odios de un grupo por el otro, cada uno con su idea distinta de la historia, la identidad y el destino, llevan a baños de sangre como las guerras civiles del siglo pasado o la "guerra sucia" de fines de la década de 1970. Si bien las crisis recurrentes del país tienen, obviamente, muchas causas y explicaciones, no puedo evitar el sentimiento de que los mitos divergentes de la nacionalidad legados por los hombres que inventaron la Argentina siguen siendo un factor en la búsqueda frustrada de la realización nacional.