sábado, 15 de julio de 2017

ORTEGA Y GASSET


José Ortega y Gasset, filósofo español nacido en el siglo XIX y muerto al promediar el XX es, con toda probabilidad, más mentado que conocido. Y ese escaso conocimiento se basa en los trillados y consabidos chistes del tipo: “Yo prefiero a Ortega que a Gasset” o bien “¡Qué par de pensadores que tuvo España!”.
No presumo de conocer a fondo el legado de su pensamiento, tan elevado que, por momentos escapa a mis capacidades. Pero, a pesar de lo poco que he leído de él, puedo citar algunos párrafos estupendos: 

De “La rebelión de las masas”:

EL HOMBRE-MASA: Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga [...] Por esta razón es hostil al liberalismo, con una hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. [...]
Con extraña facilidad todo el mundo se ha puesto, de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¡cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero sí pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y clara de lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo.
 
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La misión del llamado «intelectual» es, en cierto modo, opuesta a la del  político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban.  Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hornbre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. 
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Cuando alguien nos pregunta qué somos en politica, o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.
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La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. 
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… Las revoluciones tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Kóhler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que hablando rigorosamente llamamos inteligencia sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre; comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define al hombre superior como «de la más larga memoria».
Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace fuera un francés, Dupont-White, quien hacia 1860 se atreviese a clamar: «La continuité est un droit de l'homme; elle en un hommage á tout ce qui le distingue de la béte»
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No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo –el mundo es siempre éste, este de ahora– consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza… a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse  forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir.
Es, pues, falso decir que en la vida «deciden las circunstancias». Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.
 
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Corresponde, pues, al siglo pasado la gloria y la responsabilidad de haber soltado sobre el haz de la historia las grandes muchedumbres. Por lo mismo ofrece este hecho la perspectiva más adecuada para juzgar con equidad a esa centuria. Algo extraordinario, incomparable, debía haber en ella cuando en su atmósfera se producen tales cosechas de fruto humano. [...] Aparece la historia entera como un gigantesco laboratorio donde se han hecho todos los ensayos imaginables para obtener una fórmula de vida pública que favoreciese la planta «hombre». Y rebosando toda posible sofisticación, nos encontramos con la experiencia de que al someter la simiente humana al tratamiento de estos dos principios, democracia liberal y técnica, en un solo siglo se triplica la especie europea. Hecho tan exuberante nos fuerza, si no preferimos ser dementes, sacar estas consecuencias: primera, que la democracia liberal fundada en la creación técnica es el tipo superior de vida pública hasta ahora conocido; segunda, que este tipo de vida no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que conservar lo esencial de aquellos principios: tercera, que es suicida todo retorno a normas de vida inferiores a la del siglo XIX. 
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Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es natural», porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es, casi tan perfecta como la natural. Mi tesis, pues, es ésta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que en vastas y sutiles proporciones usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre. 
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De “Mirabeau o el político. Contreras o el aventurero. Vives o el intelectual”:

… también una cosa, una sutil cosa: el hombre no es en absoluto una cosa, sino un drama: su vida. Y es ésta un drama porque de lo que se trata en toda humana existencia es de cómo un ente que llamamos yo, que es nuestra individual persona y que consiste en un haz de proyectos para ser, de aspiraciones, en un programa de vida —acaso siempre imposible— pugna por realizarse en un elemento extraño a él, en lo que llamo la circunstancia. Esta circunstancia es siempre un aquí y un ahora inexorables. Tenemos que salir nadando vitalmente en un lugar determinado del planeta y en un contorno social formado por los otros hombres, el cual es distinto en cada fecha. Y como el estado intelectual, técnico, moral y político de la sociedad en que nacemos y pervivimos reobra sobre el mundo físico, resulta que también nuestro paisaje geográfico tiene siempre una fecha. La Pampa de hoy es bien distinta de la que descubrió don Pedro de Mendoza y de la que nos describen los viajeros ingleses que la recorrieron hace un siglo. Baste recordar que en tiempo de don Pedro de Mendoza el hombre se moría de hambre en la Pampa; y en 1840, es decir, ayer, poco menos. Hoy, en cambio, a la hora en que hablo es uno de los pocos paisajes del mundo donde el hombre no pasa hambre. Advertencia obvia, simplicísima, pero que, como una espada, tiene dos filos: pues nos insinúa que la pampa, paraje telúrico, ha sido ya dos cosas: hambre y abundancia; y que si hoy está en su hora venturosa, puede estar mañana, es seguro que estará mañana en alguna hora acerba. O lo que es igual, nos muestra que todo lo que al hombre se refiere, incluso el planeta donde ha sido injertado, es histórico, y que lo histórico es inexorablemente cambio, vicisitud y alternativa —mudanza de peor a mejor y de mejor a peor, angustia y alborozo, ventura y desgracia. Por tanto, que en todo lugar y en todo tiempo, incluso en la Pampa y hoy, el hombre tiene que vivir alerta y afanoso para realizar en la medida posible ese programa intransferible de existencia que cada uno de nosotros es. 
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Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende a si mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho mas funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás.  
¡Contundente!, ¿verdad?
¡Romper la continuidad con el pasado es plagiar al orangután!
Confundir el aire, que está allí y solo tenemos que tomarlo, con los bienes o riquezas que hay que producir, es otra de las contundencias de estos párrafos.
Pero me impresionó, por lo profético, la referencia a nuestra Pampa...



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