El sonido del cristal quebrándose sobre la pileta de lavar, fue casi
imperceptible. Sobre todo para los que trabajaban en la cocina, yendo y
viniendo con bandejas colmadas de vajilla y bebidas. Además la potente música
de la orquesta, llegaba desde el salón y los ruidos se mezclaban en esa intensa
actividad. El ruido del chorro de agua que caía también había atenuado el
golpe, pero no pudo evitar que la jarra se rompiera y por si esto fuera poco, al
mediodía ya había roto un par de copas. El agua helada le entumecía las manos,
sus dedos se volvían demasiado torpes para sujetar los objetos. Pero tenía que
evitar que alguien se enterase, sobre todo la encargada de la cocina, que era
mandona y antipática. Además inglesa y con poca paciencia para ella, que era
joven, irlandesa y pobre. Dejó el agua corriendo y puso algunas tazas ocultando
la jarra quebrada, tenía que encontrar la forma de esconderla para llevarla al depósito
donde acumulaban la basura. Se alejó unos metros, buscando entre los estantes
que había detrás del aparador, casi en la penumbra. Halló un par de bolsas de
arpillera vacías, en las que habían transportado el azúcar que ya se había
consumido. Aunque apenas habían pasado cuatro días desde que se alejaron del
puerto, los desayunos, meriendas y postres que servían habían vaciado su
contenido. Tomó una y la guardó en el bolsillo de su delantal, luego volvió al
lavadero. Mientras se inclinaba nuevamente en la pileta, sacó con disimulo la
jarra chorreando agua y la metió en la bolsa. Después salió apresurada, avanzando
por la bodega entre objetos que se acoplaban, rotos o maltrechos. De inmediato arrojó
el bulto en unos de los basureros, cuando se dio vuelta vio la figura de un
hombre caminando hacia ella.
Era el camarero con quien había conversado brevemente durante el
almuerzo, se acercó mirándola sorprendido.
-No me digas que te escondiste aquí, para fumar…!
Debía reconocer que era buen mozo, con un tono muy particular al hablar.
Le sonrió negando con la cabeza, respondió con otra pregunta:
-¿Y vos? ¿Qué hacés por acá?
-Si puedes guardar un secreto, te lo cuento…
Temiendo haber sido indiscreta y sin aguardar respuesta, se encaminó hacia
la cocina, pero el joven le sujetó del brazo y le mostró lo que tenía en la
mano:
un chocolate…
-¿Quieres? Es delicioso…
-¿De dónde lo sacaste?
-Eso no se pregunta, chica curiosa…
Le ofreció un pedazo, ella lo aceptó comprobando que era realmente rico.
Al morderlo sintió que tenía hambre, pues había estado muchas horas trabajando
sin parar.
-¡Muy bueno!- Respondió satisfecha.
-No, no…exquisito! ¡Francés, por lo tanto sabroso como yo!
-Así que de allí viene, ese acento tan raro que tenés …
-¡Oui mademoiselle!
Juntos devoraron el resto del chocolate, luego al entrar en la cocina se
separaron para dedicarse a sus tareas. Ella no tenía acceso al salón comedor,
su trabajo se desarrollaba en la cocina que estaba junto al lavadero. Cuando
secaba los platos, volvió a ver al mozo llevando los postres a las mesas. Al final
de la cena también se reencontraron fugazmente, mientras el francés pasaba sonriendo
y sosteniendo la bandeja del café, muy elegante y seguro.
En un breve descanso, él se acercó y le preguntó:
-¿Nos vemos después?
La muchacha asintió, luego se alejó sonrojada apurando el paso.
En esa noche colmada de estrellas, el majestuoso Titanic seguía navegando
por el océano Atlántico…
Marta Tomihisa de Marenco
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