La puerta se cerraba a las 20 hs. en punto.
No importaba la estación del año, pues ni siquiera en verano, cuando los días se alargaban notablemente, permanecía abierta.
La hermana mayor, era la elegida perfecta para realizar el cerramiento...
Introducía con firmeza, la pesada llave en el hueco oscuro de la cerradura y daba dos vueltas contundentes que crujían, dentro del espacio de hierro, cumpliendo su tarea…
Jamás se detenía a mirar por los visillos, a la gente que caminaba por la vereda, ni sentía la fragancia del aromo cubierto de flores amarillas, que perfumaba la calle…
En ciertas oportunidades, la hermana menor la acompañaba hasta el zaguán, pero como ella era tan celosa de esta tarea encomendada por el padre, siempre prefería hacerlo sola.
Cuando volvía de esa tarea rutinaria, siempre tenía una expresión disimuladamente perversa, sentía que le había puesto un cerrojo a la libertad con todas sus tentaciones…
Inmediatamente la madre servía la cena. Entonces el padre, comentaba algún suceso interesante o aprovechaba para indicar algo referente a los modales, que a su entender debía corregirse.
Así concluían esas cenas, toda la familia, sentada a la mesa y en silencio…
Cuanto más disciplinado era ese momento, más satisfecho parecía estar el hombre de la casa...
Luego se retiraba a la sala para leer algún libro, bajo la luz de la lámpara de pie. Las mujeres se encargaban de ordenar la mesa y limpiar la cocina. Después iban a sus dormitorios, a tejer, a bordar o a charlar un rato.
Ella, que era la menor de la casa, tan solo deseaba leer, pero los libros que ya poseían, eran demasiado aburridos y además ya los había leído todos…
Así que recostada en la cama, dejaba fluir los pensamientos, su alocada imaginación la transportaba en absoluta libertad, a donde se le diera la gana. Esa era una sensación demasiado intensa, para sus jóvenes años.
Cuando cerraba los ojos, siempre trasponía aquella poderosa puerta y caminaba presurosa por la vereda, hasta llegar a la plaza…
Allí, se sentaba en un banco y leía, bajo un cielo generoso de luz y tibieza, oyendo a los gorriones volar de árbol en árbol, gozando de la libertad…
La puerta, además, cedía con facilidad y ni siquiera se oía la vieja bisagra quejándose, de tan tediosa rutina. Abierta de par en par dejaba entrar la luz a raudales, impregnándolo todo de movimiento y color…
Algunas veces también se sentía bella, se imaginaba luciendo su mejor vestido, con el cabello suelto y los labios pintados, enmarcando una sonrisa de intenso placer rumbo a la libertad…
Llovía torrencialmente esa tarde de otoño, cuando ella volvió del colegio como siempre acompañada por su hermana mayor. Entraron empapadas y corrieron a cambiarse la ropa. Traía algo entre sus útiles, que deseaba proteger a toda costa.
Su madre le había obsequiado para su cumpleaños, “Rimas y leyendas” de Gustavo Adolfo Becquer.
En el recreo, leyó con entusiasmo algunos párrafos que le encantaron…
Después de la cena intentó leer un poco más, pero estaba demasiado cansada. Una tos persistente la mantuvo despierta, durante casi toda la noche…
A la mañana siguiente despertó afiebrada, el sudor humedecía su ropa, aunque la temperatura ambiente había descendido. Sintió que el cuerpo le dolía cuando quiso incorporarse, estaba un poco mareada…
La madre entró en el cuarto, sorprendida de no verla levantada todavía.
Al observar su semblante, supo que algo no estaba bien…
Luego trajo una palangana con agua y sumergió unos trapos, que humedecidos puso sobre su frente.
Por la tarde vino el médico de la familia, después de revisarla se retiró de la habitación y estuvo hablando en tono bajo con el padre.
Tenía neumonía y la fiebre no cedía…
A pesar de todo, ella extendió la mano y buscó debajo de la almohada el libro que había guardado celosamente, lo abrió en cualquier página:
“Volverán las oscuras golondrinas, en tu balcón sus nidos a colgar…”
Pero no pudo seguir leyendo, los párpados le pesaban y cerraban sus ojos.
Sumida en un profundo sopor, se adormeció suavemente…
En medio de esas tinieblas febriles, descubría una caja sobre su mesa de noche, en cuyo interior hallaba la llave de la puerta. Entonces corría por el zaguán hacia la calle, pero al llegar a la entrada comprobaba angustiada que la llave ya no estaba, había desaparecido…
Entonces se desvanecía, nunca podía salir del encierro, ni siquiera pisar la vereda…
Los días pasaron, lentamente se fue recuperando, la fiebre bajó y ya no dormía tanto, las pesadillas también cesaron…
¿Cuánto tiempo había pasado, desde aquel lluvioso atardecer otoñal?
Una mañana luminosa, se sentó en la cama y comprobó con satisfacción que su frente ya no estaba húmeda…
Su hermana mayor vino a traerle el desayuno, le complació verla mejor.
Un rato después mientras retiraba la bandeja, la observó con una mirada inquisidora y preguntó…
–¿Este libro es tuyo?
Era el libro de poesías de Becquer.
Con un movimiento de cabeza asintió sorprendida, extendiendo la mano para tomarlo, preguntó…
–¿Dónde lo encontraste?
–Me lo dio el cartero, vino ayer temprano a traer unas cartas. Lo halló en un banco de la plaza, tiene tu nombre…
Ella lo apretó contra su pecho, dubitativa, permaneció en silencio.
El señalador marcaba una página:
Abrió el libro, leyó en voz alta:
“Volverán las oscuras golondrinas…