Pido disculpas a los lectores si alguno de los textos ya fue publicado, pero el desorden de mis archivos y mis neuronas en retirada, no me permiten saber con certeza qué es lo que ya publiqué. Les ruego que disculpen y, sobre todo, que disimulen...
Pueblos originarios
Las primitivas sociedades de cazadores–recolectores, ocupaban territorios muy grandes, con la consecuente bajísima densidad de población. Esto cambió sustancialmente con la Revolución Agrícola y se acentuó luego con la Industrial.
Naturalmente que, al pasar un pueblo de un sistema a otro, se necesitó llenar espacios “subocupados” –desde su nueva perspectiva– por sus vecinos todavía cazadores. Estos últimos tuvieron que desplazarse o asimilarse, sin excepciones y, generalmente, por medios violentos.
Cuando fue la conquista y colonización de América, ocurrieron estos fenómenos con modalidades distintas, según el grado de desarrollo de las culturas aborígenes. Un caso fueron las grandes civilizaciones de los actuales México y Perú que, debido a su notable desarrollo agrícola (y militar) requirieron una terrible cuota de violencia, para su asimilación o conquista.
No fue así en la mayor parte del territorio argentino, donde, con escasísimas excepciones, estaba ocupado por tribus con organizaciones cazadoras–recolectoras que ambulaban, a pie, por inmensos territorios en busca de pequeñas y escasas presas y frutos.
La irrupción de una civilización agrícola bastante desarrollada, o al menos de viejísimo cuño, inevitablemente terminó por desplazar o asimilar a los habitantes originales de nuestras pampas y de todo lo que se dio en llamar “el desierto”, como se denominaba a esa gran extensión despoblada.
Y otro impacto, de no menor trascendencia, fue la irrupción del ganado vacuno y equino que proliferó al amparo de la fertilidad del suelo; ya no volverían esos primitivos habitantes a ser lo que eran, por mucho que los nostálgicos de hoy, muchos de ellos desde citadinas poltronas o no menos citadinas mesas de café, clamen al cielo por el derecho de los pueblos primitivos a mantener sus tradiciones y a recuperar sus tierras. Por mucho que los descendientes de estos pueblos originarios reclamen su propósito de volver a sus costumbres ancestrales, no lo harán; no renunciarán al consumo de carne vacuna, al uso del caballo ni del automóvil, mucho menos, a la luz eléctrica o al teléfono celular y no se les pasa por la mente volver al primitivo sistema de caza y recolección.
Resulta muy conveniente –ahora que las tierras han adquirido enorme valor, gracias a la cultura occidental, capitalista y burguesa– reclamar enormes territorios, incluso lagos y montañas, como sagrados o propios de los descendientes de aquellos primitivos ocupantes originarios, aunque muchos de los que hoy reclaman, porten apellidos de indudable origen español, galés, o italiano.
Todo eso no quiere decir que deban renunciar a muchísimos aspectos de su cultura ni de sus creencias; pero sí que es mucho más sensato y realista adaptarse a todo lo que la sociedad moderna les ofrece e integrarse a la Nación que, con toda seguridad, recibirá con los brazos abiertos a «todos los hombres del mundo que quieran habitar en suelo argentino». Pero respetando las leyes.
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La desigualdad
Tema recurrente en los debates a los que asistimos: la desigualdad. Vemos que, ya en la Revolución Francesa, estaba presente en su lema «Libertad, igualdad y fraternidad».
No obstante, al perseguir la igualdad, se suele cercenar la libertad. Porque la libertad nos garantiza resultados conforme a nuestros esfuerzos y capacidades, así como también un toque de suerte. Como la suerte, el esfuerzo y la capacidad no están igualmente repartidas (afortunadamente) entre los seres humanos, la desigualdad sigue a la libertad como su sombra. Y no es mala la desigualdad sino la pobreza extrema.
Por esa razón es que el pensamiento liberal siempre priorizará la libertad aún a costa de una menor igualdad. Y por las mismas causas, hay quienes –bien intencionados, seguramente– priorizan la igualdad por sobre la libertad. Olvidan tal vez aquella frase que dice que «Se puede morir de pobreza, pero nunca de desigualdad». Olvidan también que Canadá, solo por poner un ejemplo, es un país más desigual que Bangla Desh; pero si analizamos su desempeño en, por ejemplo, el Índice de Desarrollo Humano (IDH), vemos que Canadá ocupa el puesto Nº 15, mientras que el país asiático ocupa el lugar 129. Yo les preguntaría a esas bien intencionadas personas en cuál de esos países preferirían ser pobres.
Mucha gente, sin embargo, insiste en que la desigualdad es el problema, probablemente porque para igualar hacia arriba, hay que trabajar para que los menos favorecidos asciendan y eso no se logra de un día para el otro. En contraste, igualar hacia abajo es muy fácil y rápido, por eso es tan tentador para muchas conciencias.
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El caso chileno
Y lo anterior se da en forma particular e insistente en el caso de Chile con fama de ser un país muy desigual. Es curioso que tantos se preocupen por el caso chileno que, según el índice Gini, ocupa el lugar 28 entre los más desiguales y, en cambio, nada dicen de Venezuela que ocupa el puesto 30. Escasísima diferencia si la comparamos con los respectivos puestos en la tabla de IDH en los que Chile ocupa el puesto 42 entre los países del mundo, mientras que la caribeña república ostenta un no muy lucido puesto Nº 120.
En un programa de la TV chilena vi que, insistentemente se le reiteraba a un entrevistado (liberal) si no consideraba que era muy injusto que un niño, por el solo hecho de haber nacido en un hogar postergado económicamente, estuviese condenado de antemano a un futuro de pobreza y exclusión que no era la suerte de otro niño nacido dentro de una clase social alta. La respuesta a tal pregunta es muy obvia y muy sencilla: es absolutamente intolerable que eso ocurra. Por eso hay que trabajar en una educación de calidad para todos, que no se logra de un día para el otro con solo buenas intenciones y declamaciones. Y mucho menos se lograría quitándole a los más favorecidos sus posibilidades al respecto.
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Las variables de la ecología y de la economía.
Todos sabemos que en cualquier nicho ecológico, la introducción o la extinción de una nueva especie animal o vegetal, o un brusco cambio natural o provocado por la actividad o negligencia humana, puede acarrear insospechados cambios en todo el equilibrio –dinámico, pero equilibrio al fin– del ecosistema. Son tantas las variables que interactúan en simultáneo, potenciándose o neutralizándose, que es imposible prever sus resultados a mediano o largo plazo. De esto pueden dar fe los australianos que, en un nicho tan delicado como es cualquier sistema insular con escasos contactos con el resto del planeta, han sufrido verdaderas catástrofes merced a la irresponsable introducción de conejos, zorros y hasta sapos, con la fatua pretensión de combatir ciertas plagas o simplemente “por deporte”.
Algo parecido ocurre con la economía de un país cuando, con la misma irresponsabilidad y fatuidad, se toman medidas intervencionistas aquí y allá, pretendiendo que el burócrata de turno sabrá mejor que la gente, que es quien a la postre conforma el mercado, cómo lograr la proclamada “justicia social” o la “redistribución de la riqueza” y lo que consiguen es parecido a las catástrofes ecológicas australianas. A fuerza de repetirse, terminan por aburrir los innumerables y reiterados fracasos de estas necias actitudes.
Es una evidente contradicción sostener que el pueblo sabe perfectamente lo que quiere a la hora de votar (sobre todo desde la óptica de quien resulta favorecido con los votos) y deja de tener sabiduría en lo absoluto para tomar sus propias decisiones luego de asumido el poder por los iluminados populistas. A partir de ese momento, todas las decisiones importantes las debe tomar el burócrata de turno, que sabe, ahora, mejor que la gente, lo que le conviene.
Mientras el mundo avanza (incluso en países peor dotados que el nuestro en materia de recursos naturales), nosotros retrocedemos con empeño. Terminamos siempre muy cerca del punto de partida: invariablemente estamos dando vueltas a la noria, solo que esta noria, también mata.
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Elogio del bombo
Argentina ha hecho una verdadera liturgia de las consignas y actos políticos. Se embadurnan las paredes sin ninguna consideración por el frentista, con leyendas que, en el fondo, son solo “para la tribuna”. “Patria o buitres”, decía una de ellas hace algunos años; imaginamos el pánico que tal lema puede llegar a producir en el Sr. Singer o en cualquier otro de aquellos tenedores de bonos de nuestra deuda. Tal vez sirva –cada vez menos– para encender algún espíritu revolucionario y poco reflexivo.
Pero uno de los ítems más notables de esa liturgia en los actos partidarios es, indudablemente, la irrupción del bombo atronador.
A propósito de este tema, mejor que yo lo dice Abel Posse en unos párrafos estupendos de su libro Sobrevivir Argentina. El capítulo se llama El irresistible ascenso del bombo en Argentina. Y se puede encontrar en:
http://abelposse.com/el-bombo-en-la-argentina/
Transcribo solo una frase:
Me resulta imposible imaginar un Concierto para Bombo y Orquesta; pero estoy seguro de que si en algún lugar se escribe, será en la Argentina.
No se lo pierdan porque es increíblemente divertido, anecdótico, bien documentado y tristemente real.