Autora: (Marta Tomihisa)
Mi casa paterna estaba en el bajo, sobre la calle Escalada, a una cuadra del club San Fernando. Era un barrio de viviendas sencillas y altas, porque el río de vez en cuando nos visitaba y había que sobrevivir a estas inundaciones, que traían deshechos y ensuciaban la casa.
Mi casa paterna estaba en el bajo, sobre la calle Escalada, a una cuadra del club San Fernando. Era un barrio de viviendas sencillas y altas, porque el río de vez en cuando nos visitaba y había que sobrevivir a estas inundaciones, que traían deshechos y ensuciaban la casa.
Mi barrio era un espacio dinámico, poblado de
inmigrantes con los que socializábamos siendo nosotros hijos de un japonés y
una descendiente de italianos. Portando nuestras herencias, cada uno le daba su
toque personal, aunque abundaban los “gallegos” como le llamábamos a todos los
nacidos en la España de Franco. Y eran los vecinos más amigables.
Justo en frente de nuestra casa, vivía una gran
familia procedente de la península ibérica liderados por la “Chacha” dama robusta
y canosa, alegre y extrovertida quien nos visitaba sin mediar motivo para ponernos
al tanto de las novedades del barrio. Era una alegría para mi madre, una mujer
tímida y retraída quien vivía recluida por propia voluntad, dentro de nuestra
casa. La Chacha tenía un marido carpintero, que falleció poco tiempo después de
mudarnos a esa casa, por lo que en ese galpón en el que estaba la carpintería se
instaló su nieta, Iluminada (¡la Lumi!) para dar clases de baile español. También
estaban los hijos de la Chacha, Libertad (la madre de la Lumi) con su marido y
Pepe, un muchacho que era el menos sociable de toda su familia. Libertad tenía
una peluquería en el living de la vivienda, en donde mis hermanas y yo (¡que
todavía era una niña!) íbamos para que nos enrularan el cabello, tarea titánica
para doblegar las mechas lacias de nuestras melenas asiáticas. Pero no había
cosa más divertida para mí, que visitar a la Lumi en su taller para verla
bailar con sus alumnos, para escuchar el alegre sonido de sus castañuelas tan
increíbles como su taconeo.
Luego de haber vivido un par de años en esa casa, mi
padre falleció…
La desgracia tiñó de oscuridad nuestras vidas, mi
madre y mis hermanas vistieron de luto riguroso y ni siquiera escuchaban música
popular por lo que yo huía hacia la casa de la Chacha con más frecuencia que
nunca, para oírla cantar y disfrutar con esa familia que nunca parecía estar
triste, que siempre estaba gozando de la vida. Pero el tiempo pasó, siendo ya
una adolescente presencié hechos trágicos que alteraron la monotonía de nuestra
existencia…
Un día, la Chacha nos contó que su hijo Pepe se
casaría, que había hallado una buena chica y que la elegida se llamaba
Margarita…
Pronto tuve la oportunidad de conocer a la novia de
Pepe, que era una joven amable y bonita, de grandes ojos oscuros y cabello
enrulado, enmarcando su figura esbelta y menuda. La organización de esta boda,
trajo más alegría a una familia que de por sí ya era muy entusiasta y sociable.
Con bombos y platillos este evento irrumpió en nuestro barrio, para ser
recordado durante muchos meses más. No había pasado ni un año del casorio, cuando
la Chacha anunció al vecindario que su nuera estaba embarazada para la inmensa alegría
de todos los integrantes de esa familia. Tiempo después nació David, un niño de
mirada parda, como su madre y tan apacible como ella.
Para ese entonces, yo ya era una adolescente muy
sociable, que acumulaba docenas de amigos en oposición a mis hermanas, que siempre
han sido tan hurañas. La Chacha fue la primera en tener teléfono, lo cual era
un envidiable privilegio, ya que pocas casas del barrio poseían alguno. En
muchas oportunidades, acudíamos a pedirle que nos permitieran hablar con nuestros
parientes y yo también solía darle ese número telefónico a mis amigos
preferidos. La Chacha con gran amabilidad, se asomaba a su ventana llamándome a
los gritos, para que yo cruzara rauda nuestra calle para atender a mis amigos. Recuerdo
que un sábado por la mañana, un chico me llamó a la casa de la Chacha y fue su
nuera Margarita, la que vino a buscarme. Luego de atender el llamado me quedé
charlando con ella, que parecía estar un poco nostálgica.
Le conté que me había llamado un amigo, para invitarme
a pasear esa tarde.
Ella me miró, con sus grandes ojos oscuros y dijo algo
que jamás he olvidado:
– Es lindo que siempre tengas buenos amigos, pero no
te cases nunca…
Fue tan insólito este comentario, pues yo recién
cursaba el secundario, que me quedé pensando mucho tiempo en sus palabras.
Pero una mañana me desperté y mientras remoloneaba en
mi cama, mi madre entró al dormitorio con ese aire enigmático que tenía cuando
algo la inquietaba. Ese día la Chacha había dejado de sonreír, porque había hallado
a Margarita colgada de una soga en el lavadero; se había suicidado…
La noticia me sacudió tan profundamente que lloré con
total desconsuelo, sin poder comprender este suceso, negándome a aceptar que un
ser humano tan joven y cercano hubiese elegido morir para liberarse de lo que
su corazón no pudo resolver. Fue el hecho más inexplicable y doloroso, de toda mi
juventud.
Pero como la vida continúa, el barrio de mi infancia
quedó atrás…
Ya me casé y ahora peino canas. Vivo junto a mi esposo
y compañero, mis hijos ya adultos han emigrado a otras latitudes.
Yendo a mi clase de pilates, un ejercicio que practico
para lidiar con una artrosis incipiente y casi razonable a mi edad, en un
instituto al que asisto dos veces por semana, pasé frente a la vivienda aledaña.
Observé que la entrada de la casa estaba abierta, aún siendo un día de frío
invernal adecuado a este mes de julio.
Un anciano parado en el marco de la puerta, me miraba
con cierta insistencia…
De pronto retrocedí sobre mis pasos, porque descubrí
en esa figura algo familiar. Nos contemplamos por un momento, hasta que el sujeto
dijo mi nombre y yo finalmente lo reconocí… Pepe, ¡Pepito estaba ahí!
De inmediato me acerqué a saludarlo, mientras una
señora proveniente del interior de la vivienda se nos unió…
¡Tanto tiempo sin vernos! Tanta vida transcurrida y
ahora yo estaba parada con mis canas y achaques a cuestas, frente a este hombre
que había sido testigo de toda mi infancia. La mujer, que indudablemente era la
pareja de Pepe, se detuvo junto a él y me miró como si quisiera rescatar algo de
su memoria, hasta que dijo:
–¿Esta es la chica de la foto, no?
Sorprendida, miré a Pepe y él sonrió…
Ella volvió a insistir y agregó:
–Ud. tenía una relación con mi marido, no?
La escuché realmente sorprendida, porque Pepe que era
bastante mayor que yo, había pasado por mi existencia sin ninguna implicancia
afectiva y casi con total indiferencia. Le contesté que no, que solo habíamos
sido buenos vecinos, a lo que ella respondió con otra pregunta:
–¿Pero, no es la chica de la foto?
–¿Qué foto? –Respondí yo…
Entonces Pepe me miró y casi incómodo, ante mi
curiosidad susurró:
–Es que yo tengo una foto tuya…
–¿Una foto mía? –Inquirí asombrada…
–Sí, yo te saqué una foto, Marta…
Volví a mirar a la mujer, quien intentaba descubrir en
esta señora parada frente a ella a esa chica de la fotografía…Pepe sonrió y en
ese instante descubrí que sin saberlo, yo había despertado interés en este hombre,
mi vecino signado por la desgracia.
Fue casi inevitable traer a mi memoria la imagen de Margarita,
la extraña dama que conocí en ese tramo de mi adolescencia, quien había
decidido morir sacudiendo mi corazón con una angustia que aún me cuesta
describir…
Sin duda, el pasado y sus quimeras habían retornado en
ese anciano parado junto a mí, para que yo pudiera descubrir esos sentimientos ocultos
que sin proponérmelo le había provocado.
Por unos instantes retrocedí en el tiempo, me vi
cruzando la calle como cualquier adolescente, ignorante del mundo con sus
desvaríos, para detenerme en ese instante y volver a ser esa chica que fui, simplemente
yo, la chica de la foto…