viernes, 21 de julio de 2017

La chica de la foto (relato de no ficción)

Autora: (Marta Tomihisa)
Mi casa paterna estaba en el bajo, sobre la calle Escalada, a una cuadra del club San Fernando. Era un barrio de viviendas sencillas y altas, porque el río de vez en cuando nos visitaba y había que sobrevivir a estas inundaciones, que traían deshechos y ensuciaban la casa.
Mi barrio era un espacio dinámico, poblado de inmigrantes con los que socializábamos siendo nosotros hijos de un japonés y una descendiente de italianos. Portando nuestras herencias, cada uno le daba su toque personal, aunque abundaban los “gallegos” como le llamábamos a todos los nacidos en la España de Franco. Y eran los vecinos más amigables.
Justo en frente de nuestra casa, vivía una gran familia procedente de la península ibérica liderados por la “Chacha” dama robusta y canosa, alegre y extrovertida quien nos visitaba sin mediar motivo para ponernos al tanto de las novedades del barrio. Era una alegría para mi madre, una mujer tímida y retraída quien vivía recluida por propia voluntad, dentro de nuestra casa. La Chacha tenía un marido carpintero, que falleció poco tiempo después de mudarnos a esa casa, por lo que en ese galpón en el que estaba la carpintería se instaló su nieta, Iluminada (¡la Lumi!) para dar clases de baile español. También estaban los hijos de la Chacha, Libertad (la madre de la Lumi) con su marido y Pepe, un muchacho que era el menos sociable de toda su familia. Libertad tenía una peluquería en el living de la vivienda, en donde mis hermanas y yo (¡que todavía era una niña!) íbamos para que nos enrularan el cabello, tarea titánica para doblegar las mechas lacias de nuestras melenas asiáticas. Pero no había cosa más divertida para mí, que visitar a la Lumi en su taller para verla bailar con sus alumnos, para escuchar el alegre sonido de sus castañuelas tan increíbles como su taconeo.
Luego de haber vivido un par de años en esa casa, mi padre falleció…
La desgracia tiñó de oscuridad nuestras vidas, mi madre y mis hermanas vistieron de luto riguroso y ni siquiera escuchaban música popular por lo que yo huía hacia la casa de la Chacha con más frecuencia que nunca, para oírla cantar y disfrutar con esa familia que nunca parecía estar triste, que siempre estaba gozando de la vida. Pero el tiempo pasó, siendo ya una adolescente presencié hechos trágicos que alteraron la monotonía de nuestra existencia…

Un día, la Chacha nos contó que su hijo Pepe se casaría, que había hallado una buena chica y que la elegida se llamaba Margarita…
Pronto tuve la oportunidad de conocer a la novia de Pepe, que era una joven amable y bonita, de grandes ojos oscuros y cabello enrulado, enmarcando su figura esbelta y menuda. La organización de esta boda, trajo más alegría a una familia que de por sí ya era muy entusiasta y sociable. Con bombos y platillos este evento irrumpió en nuestro barrio, para ser recordado durante muchos meses más. No había pasado ni un año del casorio, cuando la Chacha anunció al vecindario que su nuera estaba embarazada para la inmensa alegría de todos los integrantes de esa familia. Tiempo después nació David, un niño de mirada parda, como su madre y tan apacible como ella.
Para ese entonces, yo ya era una adolescente muy sociable, que acumulaba docenas de amigos en oposición a mis hermanas, que siempre han sido tan hurañas. La Chacha fue la primera en tener teléfono, lo cual era un envidiable privilegio, ya que pocas casas del barrio poseían alguno. En muchas oportunidades, acudíamos a pedirle que nos permitieran hablar con nuestros parientes y yo también solía darle ese número telefónico a mis amigos preferidos. La Chacha con gran amabilidad, se asomaba a su ventana llamándome a los gritos, para que yo cruzara rauda nuestra calle para atender a mis amigos. Recuerdo que un sábado por la mañana, un chico me llamó a la casa de la Chacha y fue su nuera Margarita, la que vino a buscarme. Luego de atender el llamado me quedé charlando con ella, que parecía estar un poco nostálgica.
Le conté que me había llamado un amigo, para invitarme a pasear esa tarde.
Ella me miró, con sus grandes ojos oscuros y dijo algo que jamás he olvidado:
– Es lindo que siempre tengas buenos amigos, pero no te cases nunca…
Fue tan insólito este comentario, pues yo recién cursaba el secundario, que me quedé pensando mucho tiempo en sus palabras.
Pero una mañana me desperté y mientras remoloneaba en mi cama, mi madre entró al dormitorio con ese aire enigmático que tenía cuando algo la inquietaba. Ese día la Chacha había dejado de sonreír, porque había hallado a Margarita colgada de una soga en el lavadero; se había suicidado…
La noticia me sacudió tan profundamente que lloré con total desconsuelo, sin poder comprender este suceso, negándome a aceptar que un ser humano tan joven y cercano hubiese elegido morir para liberarse de lo que su corazón no pudo resolver. Fue el hecho más inexplicable y doloroso, de toda mi juventud.

Pero como la vida continúa, el barrio de mi infancia quedó atrás…
Ya me casé y ahora peino canas. Vivo junto a mi esposo y compañero, mis hijos ya adultos han emigrado a otras latitudes.
Yendo a mi clase de pilates, un ejercicio que practico para lidiar con una artrosis incipiente y casi razonable a mi edad, en un instituto al que asisto dos veces por semana, pasé frente a la vivienda aledaña. Observé que la entrada de la casa estaba abierta, aún siendo un día de frío invernal adecuado a este mes de julio.
Un anciano parado en el marco de la puerta, me miraba con cierta insistencia…
De pronto retrocedí sobre mis pasos, porque descubrí en esa figura algo familiar. Nos contemplamos por un momento, hasta que el sujeto dijo mi nombre y yo finalmente lo reconocí… Pepe, ¡Pepito estaba ahí!
De inmediato me acerqué a saludarlo, mientras una señora proveniente del interior de la vivienda se nos unió…
¡Tanto tiempo sin vernos! Tanta vida transcurrida y ahora yo estaba parada con mis canas y achaques a cuestas, frente a este hombre que había sido testigo de toda mi infancia. La mujer, que indudablemente era la pareja de Pepe, se detuvo junto a él y me miró como si quisiera rescatar algo de su memoria, hasta que dijo:
–¿Esta es la chica de la foto, no?
Sorprendida, miré a Pepe y él sonrió…
Ella volvió a insistir y agregó:
–Ud. tenía una relación con mi marido, no?
La escuché realmente sorprendida, porque Pepe que era bastante mayor que yo, había pasado por mi existencia sin ninguna implicancia afectiva y casi con total indiferencia. Le contesté que no, que solo habíamos sido buenos vecinos, a lo que ella respondió con otra pregunta:
–¿Pero, no es la chica de la foto?
–¿Qué foto? –Respondí yo…
Entonces Pepe me miró y casi incómodo, ante mi curiosidad susurró:
–Es que yo tengo una foto tuya…
–¿Una foto mía? –Inquirí asombrada…
–Sí, yo te saqué una foto, Marta…
Volví a mirar a la mujer, quien intentaba descubrir en esta señora parada frente a ella a esa chica de la fotografía…Pepe sonrió y en ese instante descubrí que sin saberlo, yo había despertado interés en este hombre, mi vecino signado por la desgracia.

Fue casi inevitable traer a mi memoria la imagen de Margarita, la extraña dama que conocí en ese tramo de mi adolescencia, quien había decidido morir sacudiendo mi corazón con una angustia que aún me cuesta describir…
Sin duda, el pasado y sus quimeras habían retornado en ese anciano parado junto a mí, para que yo pudiera descubrir esos sentimientos ocultos que sin proponérmelo le había provocado.


Por unos instantes retrocedí en el tiempo, me vi cruzando la calle como cualquier adolescente, ignorante del mundo con sus desvaríos, para detenerme en ese instante y volver a ser esa chica que fui, simplemente yo, la chica de la foto…

sábado, 15 de julio de 2017

ORTEGA Y GASSET


José Ortega y Gasset, filósofo español nacido en el siglo XIX y muerto al promediar el XX es, con toda probabilidad, más mentado que conocido. Y ese escaso conocimiento se basa en los trillados y consabidos chistes del tipo: “Yo prefiero a Ortega que a Gasset” o bien “¡Qué par de pensadores que tuvo España!”.
No presumo de conocer a fondo el legado de su pensamiento, tan elevado que, por momentos escapa a mis capacidades. Pero, a pesar de lo poco que he leído de él, puedo citar algunos párrafos estupendos: 

De “La rebelión de las masas”:

EL HOMBRE-MASA: Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga [...] Por esta razón es hostil al liberalismo, con una hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. [...]
Con extraña facilidad todo el mundo se ha puesto, de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¡cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero sí pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y clara de lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo.
 
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La misión del llamado «intelectual» es, en cierto modo, opuesta a la del  político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban.  Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hornbre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. 
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Cuando alguien nos pregunta qué somos en politica, o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.
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La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. 
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… Las revoluciones tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Kóhler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el orangután no se diferencian del hombre por lo que hablando rigorosamente llamamos inteligencia sino porque tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado casi lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. Parejamente el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre; comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos siempre. El verdadero tesoro del hombre es el de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define al hombre superior como «de la más larga memoria».
Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace fuera un francés, Dupont-White, quien hacia 1860 se atreviese a clamar: «La continuité est un droit de l'homme; elle en un hommage á tout ce qui le distingue de la béte»
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No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo –el mundo es siempre éste, este de ahora– consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza… a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse  forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir.
Es, pues, falso decir que en la vida «deciden las circunstancias». Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.
 
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Corresponde, pues, al siglo pasado la gloria y la responsabilidad de haber soltado sobre el haz de la historia las grandes muchedumbres. Por lo mismo ofrece este hecho la perspectiva más adecuada para juzgar con equidad a esa centuria. Algo extraordinario, incomparable, debía haber en ella cuando en su atmósfera se producen tales cosechas de fruto humano. [...] Aparece la historia entera como un gigantesco laboratorio donde se han hecho todos los ensayos imaginables para obtener una fórmula de vida pública que favoreciese la planta «hombre». Y rebosando toda posible sofisticación, nos encontramos con la experiencia de que al someter la simiente humana al tratamiento de estos dos principios, democracia liberal y técnica, en un solo siglo se triplica la especie europea. Hecho tan exuberante nos fuerza, si no preferimos ser dementes, sacar estas consecuencias: primera, que la democracia liberal fundada en la creación técnica es el tipo superior de vida pública hasta ahora conocido; segunda, que este tipo de vida no será el mejor imaginable, pero el que imaginemos mejor tendrá que conservar lo esencial de aquellos principios: tercera, que es suicida todo retorno a normas de vida inferiores a la del siglo XIX. 
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Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es natural», porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es, casi tan perfecta como la natural. Mi tesis, pues, es ésta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que en vastas y sutiles proporciones usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre. 
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De “Mirabeau o el político. Contreras o el aventurero. Vives o el intelectual”:

… también una cosa, una sutil cosa: el hombre no es en absoluto una cosa, sino un drama: su vida. Y es ésta un drama porque de lo que se trata en toda humana existencia es de cómo un ente que llamamos yo, que es nuestra individual persona y que consiste en un haz de proyectos para ser, de aspiraciones, en un programa de vida —acaso siempre imposible— pugna por realizarse en un elemento extraño a él, en lo que llamo la circunstancia. Esta circunstancia es siempre un aquí y un ahora inexorables. Tenemos que salir nadando vitalmente en un lugar determinado del planeta y en un contorno social formado por los otros hombres, el cual es distinto en cada fecha. Y como el estado intelectual, técnico, moral y político de la sociedad en que nacemos y pervivimos reobra sobre el mundo físico, resulta que también nuestro paisaje geográfico tiene siempre una fecha. La Pampa de hoy es bien distinta de la que descubrió don Pedro de Mendoza y de la que nos describen los viajeros ingleses que la recorrieron hace un siglo. Baste recordar que en tiempo de don Pedro de Mendoza el hombre se moría de hambre en la Pampa; y en 1840, es decir, ayer, poco menos. Hoy, en cambio, a la hora en que hablo es uno de los pocos paisajes del mundo donde el hombre no pasa hambre. Advertencia obvia, simplicísima, pero que, como una espada, tiene dos filos: pues nos insinúa que la pampa, paraje telúrico, ha sido ya dos cosas: hambre y abundancia; y que si hoy está en su hora venturosa, puede estar mañana, es seguro que estará mañana en alguna hora acerba. O lo que es igual, nos muestra que todo lo que al hombre se refiere, incluso el planeta donde ha sido injertado, es histórico, y que lo histórico es inexorablemente cambio, vicisitud y alternativa —mudanza de peor a mejor y de mejor a peor, angustia y alborozo, ventura y desgracia. Por tanto, que en todo lugar y en todo tiempo, incluso en la Pampa y hoy, el hombre tiene que vivir alerta y afanoso para realizar en la medida posible ese programa intransferible de existencia que cada uno de nosotros es. 
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Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende a si mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho mas funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el necio, jamás.  
¡Contundente!, ¿verdad?
¡Romper la continuidad con el pasado es plagiar al orangután!
Confundir el aire, que está allí y solo tenemos que tomarlo, con los bienes o riquezas que hay que producir, es otra de las contundencias de estos párrafos.
Pero me impresionó, por lo profético, la referencia a nuestra Pampa...



domingo, 9 de julio de 2017

Chocolate francés (ficción)

Autora: (Marta Tomihisa)

El sonido del cristal quebrándose sobre la pileta de lavar, fue casi imperceptible. Sobre todo para los que trabajaban en la cocina, yendo y viniendo con bandejas colmadas de vajilla y bebidas. Además la potente música de la orquesta, llegaba desde el salón y los ruidos se mezclaban en esa intensa actividad. El ruido del chorro de agua que caía también había atenuado el golpe, pero no pudo evitar que la jarra se rompiera y por si esto fuera poco, al mediodía ya había roto un par de copas. El agua helada le entumecía las manos, sus dedos se volvían demasiado torpes para sujetar los objetos. Pero tenía que evitar que alguien se enterase, sobre todo la encargada de la cocina, que era mandona y antipática. Además inglesa y con poca paciencia para ella, que era joven, irlandesa y pobre. Dejó el agua corriendo y puso algunas tazas ocultando la jarra quebrada, tenía que encontrar la forma de esconderla para llevarla al depósito donde acumulaban la basura. Se alejó unos metros, buscando entre los estantes que había detrás del aparador, casi en la penumbra. Halló un par de bolsas de arpillera vacías, en las que habían transportado el azúcar que ya se había consumido. Aunque apenas habían pasado cuatro días desde que se alejaron del puerto, los desayunos, meriendas y postres que servían habían vaciado su contenido. Tomó una y la guardó en el bolsillo de su delantal, luego volvió al lavadero. Mientras se inclinaba nuevamente en la pileta, sacó con disimulo la jarra chorreando agua y la metió en la bolsa. Después salió apresurada, avanzando por la bodega entre objetos que se acoplaban, rotos o maltrechos. De inmediato arrojó el bulto en unos de los basureros, cuando se dio vuelta vio la figura de un hombre caminando hacia ella.
Era el camarero con quien había conversado brevemente durante el almuerzo, se acercó mirándola sorprendido.
-No me digas que te escondiste aquí, para fumar…!
Debía reconocer que era buen mozo, con un tono muy particular al hablar.
Le sonrió negando con la cabeza, respondió con otra pregunta:
-¿Y vos? ¿Qué hacés por acá?
-Si puedes guardar un secreto, te lo cuento…
Temiendo haber sido indiscreta y sin aguardar respuesta, se encaminó hacia la cocina, pero el joven le sujetó del brazo y le mostró lo que tenía en la mano:
 un chocolate…
-¿Quieres? Es delicioso… 
-¿De dónde lo sacaste?
-Eso no se pregunta, chica curiosa…
Le ofreció un pedazo, ella lo aceptó comprobando que era realmente rico. Al morderlo sintió que tenía hambre, pues había estado muchas horas trabajando sin parar.
-¡Muy bueno!- Respondió satisfecha.
-No, no…exquisito! ¡Francés, por lo tanto sabroso como yo!
-Así que de allí viene, ese acento tan raro que tenés …
-¡Oui mademoiselle!
Juntos devoraron el resto del chocolate, luego al entrar en la cocina se separaron para dedicarse a sus tareas. Ella no tenía acceso al salón comedor, su trabajo se desarrollaba en la cocina que estaba junto al lavadero. Cuando secaba los platos, volvió a ver al mozo llevando los postres a las mesas. Al final de la cena también se reencontraron fugazmente, mientras el francés pasaba sonriendo y sosteniendo la bandeja del café, muy elegante y seguro.
En un breve descanso, él se acercó y le preguntó:
-¿Nos vemos después?
La muchacha asintió, luego se alejó sonrojada apurando el paso.

En esa noche colmada de estrellas, el majestuoso Titanic seguía navegando por el océano Atlántico…  

Marta Tomihisa de Marenco

Los años 70

Los montoneros y otras agrupaciones terroristas nunca tuvieron vocación democrática ni estuvo en sus planes el cuidado de la república. Por ...