Autora: (Marta Tomihisa)
Nos mudamos a esta casa, una tibia mañana de verano…
Nos mudamos a esta casa, una tibia mañana de verano…
Llegamos en un
camión colmado de cosas, mis padres sentados al lado del conductor y mis
hermanas y yo atrás, tratando de acomodarnos en el poco espacio que quedaba. Luego,
cada uno se ocupó de sus pertenencias, además de ayudar a papá, que ordenaba los muebles más pesados.
A cada rato, mis hermanas se detenían frente a las ventanas para espiar la
calle. Como siempre, interesadas en algún personaje que valiera la pena conocer.
Pregunté si alguien sabía quiénes eran
nuestros vecinos, pero nadie me respondió porque no lo sabían, obvio. Al bajar la
escalera vi a una señora, que desde el jardín de la vivienda a la izquierda de
la nuestra, nos saludaba moviendo su mano. Le respondí enseguida, porque soy
educada y lo hago con todas las personas. Pero en la casa que estaba a la
derecha, todas las ventanas estaban cerradas y no se asomó nadie.
Por la noche, muy
agotados nos derrumbamos en nuestras camas, yo me quedé escuchando un ratito la
radio, hasta que una de mis hermanas se quejó y tuve que apagarla. Es el precio
de compartir la habitación; no puedo hacer lo que me gusta. Aunque hay otro
cuarto, mamá lo reservó para la costura, no le importa arrinconarnos a las tres
en uno, es una egoísta.
Papá como
siempre, no dice nada…
Me di cuenta de
que la oscuridad también es diferente en un lugar desconocido, hay reflejos raros en la pared y hasta los olores son distintos.
Desde algún
lado llegaba un cantito lejano, como si alguien estuviera rezando. Pregunté a
mis hermanas si lo oían, pero ya se habían dormido. Presté más atención al ruido,
parecía un coro pero sin música…
Al final yo
también me dormí. La mañana llegó tan rápido que cuando me despertaron pensé
que todavía era de noche. Era un día
espléndido como para hacer un picnic en el jardín, pero toda la familia se puso
a ordenar el lío de cosas que habían ido a parar a cualquier lugar.
A la hora de
la siesta fui a sentarme en el jardín, para curiosear la actividad del barrio.
De la casa que estaba a la izquierda salió una chica rubia, que tendría unos diez
años, casi mi edad. Nos saludamos y enseguida ya estábamos contándonos cosas.
Se llamaba Virginia, cursaba el cuarto grado y tenía un hermano mayor en la
colimba. Lucía una vincha azul sujetando su pelo enrulado, tenía pecas en la nariz que daban a su cara
una expresión graciosa.
Me encantó
tenerla de vecina porque era muy simpática, enseguida le pregunté por los que
vivían a nuestra derecha.
–¡Ah! ¿Los
locos?
–¿Locos?
Se puso seria,
pero luego sonrió y dijo:
–Son buenitos…
Me contó que
eran tres hermanos, un hombre y dos mujeres. Habían sido maestros en otra ciudad, pero que ahora no trabajaban más porque
estaban chiflados. Un pariente venía a traerles los alimentos que consumían,
pero no salían nunca. Ella también había oído sus voces…Apenas me separé de mi
vecina, corrí a compartir estas novedades con mi familia.
Mis hermanas
se interesaron un poco, pero mi madre como siempre, dijo que no le preocupaban
los vecinos y sus locuras porque el mundo ya estaba demasiado lleno de locos. Ante
este comentario, papá sonrió. Pero una noche en que los gritos se oían demasiado,
mamá entró en nuestro dormitorio y dijo muy seria:
–No se
asusten, ya se les va a pasar…
Los ruidos se acabaron
recién a la madrugada, aunque al día siguiente nadie lo comentó, como si a
partir de ese momento todo eso fuera normal. Pero mi curiosidad era cada vez
más grande, trataba de verlos de todas las formas posibles. Porque no es lo
mismo escuchar solo voces lejanas, que imaginar la cara de sus dueños.
Yo necesitaba saber cómo eran esas personas…
–¿Y si está pasando
algo malo?– dije yo, intentando preocupar a mis hermanas.
Pero las muy tontas se rieron, me amenazaron diciendo
que esos dementes me vendrían a buscar si insistía en conocerlos. Una tarde, al
volver de la escuela, antes de entrar a casa vi que el portón de estos vecinos
se hallaba entreabierto y no pude evitar mis ganas de curiosear.
Entre las sombras
del ambiente descubrí a una mujer prolijamente vestida y muy maquillada. Callada
y quieta mirando la calle, distante…
–¡Hola!– exclamé,
aunque mis palabras se frenaban en mi boca…
La persona no respondió
ni se movió, pero de inmediato una mano flaca a la que le faltaba el dedo
índice, me cerró la puerta en la cara. Virginia fue la única a quien le conté
este episodio, ella me dijo que no lo hiciera más porque estos chiflados podían
ser peligrosos si se enojaban. Ella había visto una película, en la que unos
locos asesinaban a la gente que los visitaba y los enterraban en el fondo de su
vivienda. Esas imágenes, me acompañaron durante mucho tiempo. Todas las noches
cuando se apagaba la luz, me veía entrando a esa casa…
Tiempo después
de mudarnos mi padre falleció, mi casa fue invadida por demasiadas sombras que
reflejaban el ánimo que imperó…Mi madre se volvió más taciturna de lo que era,
mis hermanas acallaron su música ligera y hubo inmensos silencios que me
impulsaron a anhelar mis salidas hacia ese otro mundo de la calle en el que se
podía soñar…
Recuerdo que
unos años después, mi madre fue operada de una hernia. Estaba internada en un hospital público, por lo que mis hermanas se
turnaban para atenderla. El día anterior a su regreso a casa, coincidió con la
muerte de un tío a cuyo velorio acudió mi hermana mayor mientras mi otra
hermana cuidaría a mamá en el nosocomio.
Pasar la noche
sola me atemorizaba un poco, pero me gustaba ser tratada como una adulta. Me
acosté y me puse a leer, aunque luego de un rato el sueño me venció y apagué el
velador. Por suerte todo estaba tranquilo, solo los grillos trasnochadores rompían
el silencio y hasta los locos, estaban callados…
De pronto, escuché
claramente unos pasos subiendo la escalera…
Me quedé muy
quieta, no encendí la luz para que no pudieran verme hasta que el intruso se
paró frente a mi cuarto, entonces contuve la respiración…
Temblando, oí crujir
el picaporte…
La puerta se
abrió….
–¡Hola! ¿Ya
estás dormida…? Mamá insistió en que venga a acompañarte…
La voz de mi
hermana irrumpió, para liberarme del terror…
Con mi mano
sobre la boca, fingí un bostezo…
–No…todavía estoy
despierta…Pero ahora sí, me voy a dormir…
Así fue que con
el tiempo, nos acostumbramos a nuestros vecinos…
Una tarde, una
ambulancia se llevó al loco que estaba muy enfermo y falleció antes de llegar
al hospital. Los gritos se acallaron bastante y solo un murmullo monótono, se
oía de vez en cuando, pero como ya los
habíamos incorporado al ambiente nocturno, extrañábamos ese rumor porque solo
el silencio imperaba a nuestro alrededor…
Años después
me puse de novia y la noche de la boda, salí de mi casa rumbo a la iglesia.
Un grupo de
vecinos que deseaba saludarme, me esperaba en la vereda. Para mi sorpresa,
parada entre la gente y sin que nadie lo notara, divisé a una de las locas
prolijamente vestida, pero solo fue un instante porque apenas me distraje ante
los que me saludaban, ella desapareció…
Pero en esa fugaz visión, percibí en ese
rostro sombrío, una inesperada sonrisa…
Y esa fue, la última vez que la vi…
Al año
siguiente mi madre murió y ya no volví jamás a ese barrio, a esa dimensión en
la que pude volar con mi imaginación para ser una espectadora vivaz,
deambulando con avidez por esas circunstancias que solo la vida nos da la
oportunidad de experimentar…
2 comentarios:
Elsa nos dijo: Como siempre muy bueno.
Es posible que todos tengamos recuerdos de nuestros vecinos, pero Marta sabe cómo volcar en papel esas experiencias imborrables.
Laura nos comentó: Precioso Marta.....me asombra la nitidez de tu memoria......Me hace ver tu vida, como si fuera la mía.
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