miércoles, 25 de julio de 2018

Mamá y Dios


Autora: (Marta Tomihisa)

Mi madre se llamaba Esther, nació en la ciudad de San Miguel de Tucumán, en un hogar de clase media.
Nunca trabajó; sus únicas actividades conocidas fueron las tareas domésticas que ocupaban gran parte de su tiempo en una confortable casa propia en pleno centro de la ciudad, a pocas cuadras de la histórica casa de Tucumán. Mi abuelo era un genovés, próspero carpintero, oficio que le brindaba una vida holgada y le permitía mantener a su gran familia que constaba de cinco hijos, cuatro mujeres y un solo varón: mi tío Ángel, quien no siguió los pasos del padre y era un ser meditabundo que tocaba el violín con maestría.
Dejaré para otra oportunidad el mencionar a mi abuela Delfina, porque hay demasiada historia para contar sobre esta dama tan especial…
Don Luigi Cernusco, así se llamaba mi abuelo, ejercía un riguroso control de todas las actividades de la familia, encomendada al Dios supremo de la religión católica a la que rendía absoluto culto honrando sus festividades y siguiendo rigurosamente todos sus mandatos. En ese entorno, mi madre sobrevivía sometida estrictamente a las normas impuestas, hasta que se enamoró de mi padre y tuvo la osadía de fugarse con él…
Por supuesto que antes había intentado, denodadamente, que mi abuelo aprobase a su pretendiente, un humilde peluquero japonés que apenas hablaba el castellano y cuyo único pecado mortal era no ser católico…Pero mi abuelo no podía permitir que semejante personaje se uniera a la familia, lo cual provocó un colapso total en la vida de mi madre.
Me cuesta imaginar, habiendo vivido con ella, tan formal y tímida, cómo fue que en ese momento de su existencia encaró una situación tan extraordinaria y se animó a huir detrás de mi padre, que era un hombre tan dinámico para su época. Pero así fue como mamá renunció a las comodidades de su casa paterna y huyó para vivir la singular odisea que le propuso el amor y que, sin ninguna duda, cambió drásticamente su vida…
Cuando yo nací, aún vivíamos en la ciudad de Tucumán, en una humilde vivienda alquilada y ella ya tenía más de cuarenta años. El trato que me dispensaba era absolutamente pacífico y tierno, aunque nunca declinó de imponerme los ritos de la religión católica, que a su entender, me llevarían por buen camino. Comprendo que al hacerlo quería purgar todos los pecados que se atribuía, por haber apostado al amor…
Aunque mi padre no era católico, permitió con entusiasmo y para satisfacción de mi madre, que mis hermanos y yo fuéramos sometidos a todos los ritos religiosos existentes y llegado el momento de contraer matrimonio obligados a casarnos ante la iglesia, salvo mi hermana mayor (¡que ya estaba embarazada!).
Pero descreí de este Dios indiferente, cuando mi padre falleció repentinamente. Sobre todo, habiendo llevado una vida bastante sobria, activo consumidor de vegetales aunque también un gran fumador, cuando aún se desconocía la terrible secuela que los pulmones padecen por ello…
Y si mi madre era un ser taciturno, luego del deceso de mi padre se aisló absolutamente dentro de la casa; no salía jamás y lo más lejos que la vi de la puerta de entrada fue barriendo la vereda, saludando tímidamente a los vecinos que pasaban…
No le conocimos ninguna amistad, ni siquiera se interesaba por las cosas banales de la vida, ni la moda ni los chismes del barrio despertaban su interés, solo la lectura era una actividad febril en su vida. Debo mencionar que siendo la menor de la casa, viví muy bien atendida por tantos adultos que se esmeraban en facilitarme la existencia, pero por algo que jamás comprendí, yo compartía la cama matrimonial con mi madre aún en vida de mi padre, que ocupaba una habitación pequeña, rodeado de sus libros.
Yo no recuerdo haber pernoctado en otra cama que no fuera la cama matrimonial que compartía con mamá, hasta el día en que me casé…
Por supuesto que cada noche, oí a mi madre rezar el rosario de cuentas negras que había traído de su casa paterna y que guardaba celosamente en su mesa de luz, como un preciado objeto al que acudía para suplicar perdón a pecados imaginables que aún debía purificar. Además, cada vez que yo me dispuse a descansar y aún en mis trasnoches, ella extendía su mano buscando la mía y me pedía que rezara un padrenuestro, cosa que yo hacía para no tener que oír sus quejas durante horas. Además de su total entrega a los designios de Dios, mi madre era una lectora voraz de historias y gran amante de los clásicos. Aún debo agradecerle su infinita insistencia, para animarme a transitar los extenuantes laberintos de los escritores rusos, trágicamente dignos y vulnerables… Ella leía indiscriminadamente todo cuanto llegaba a sus manos, gozando con absoluto entusiasmo de numerosos textos. Solía retirarse a su dormitorio después de la merienda, disfrutando por anticipado de la compañía inseparable de algún libro que le obsequiábamos nosotros, como si fueran alas que le permitirían volar más allá de la dimensiones del hogar…
Cuando mi marido y yo decidimos vivir juntos, me pidió suplicante que me casara por iglesia y accedimos, ya que comprendimos que era demasiado inútil polemizar con ella.
Luego de la ceremonia, cuando estábamos por subir a los autos que nos llevarían a la casa paterna de mi marido en la cual compartiríamos un brindis con ambas familias, mi madre se excusó de asistir a la reunión y pidió que la lleváramos de vuelta a su casa.
Había logrado su objetivo, solo le restaba descansar…

Un mes antes de que se cumpliera un año de mi matrimonio, almorcé con mi madre como lo hacía siempre durante todos los mediodías laborales. Terminado el almuerzo, me acompañó hasta la puerta y mientras caminábamos por el tramo de baldosas que atraviesa el jardín hacia la calle, vi una hilera de tulipanes cuyos pimpollos no se habían abierto todavía. Le pregunté si sabía de qué color eran, a lo que me respondió que no y que lamentablemente no lo iba a saber nunca…
Me sorprendió su respuesta, pero imaginé que el comentario no era nada más que una broma.
A la mañana siguiente, aún dormíamos cuando nos avisaron que mi madre no se había despertado esa mañana y estaba en coma…
Corrí al sanatorio en donde se hallaba internada. Ni bien llegué, el médico me hizo pasar para que pudiera verla, dormía plácidamente. Me acerqué a su mejilla y le pregunté qué le había pasado, al no obtener respuesta estreché su mano y ella entonces respiró aliviada. El médico de inmediato me indicó que me retirara. En ese instante supe que se había ido porque solo estaba aguardando despedirse de mí…
Mamá no logró impregnarme su fe religiosa, no me he sometido a ninguna creencia, ni a ningún designio divino pues solo confío en el poder de la voluntad que conferimos a las acciones que realizamos. Los credos son puntos demasiado oscuros que someten nuestras vidas, que marginan nuestras relaciones…
Mi madre, luego de haber cruzado la puerta de su casa paterna, sintió que solo a través de un dogma podría hallar la misericordia para aliviar su culpa y descansar en paz…
Pero no hay nada que perdonarte Mamá, el amor te dio alas e hiciste muy bien en volar!  



   




2 comentarios:

Charles dijo...

Marcela nos dijo:
Guauuuuu que lindo que escribe Marta, pero esto me dejo helada!!!! me hace pensar que en el inconsciente hay un poco de conciencia oculta a cerca del ultimo dia, los adoro!!!!!

Mandale mi aplauso a esa mujer tan especial que es TU mujer!!!!

Unknown dijo...

Absolutamente hermoso es este relato de Tía Esther. Me encanta leerte, vuelo a mi infancia cuando te iba a visitar a tu casa y tu me recibirás siempre cariñosa y con tu mini tan cortita. Por favor escribe sobre tu abuela Delfina, quiero saber de ella, mi bisabuela. Un abrazo. Te quiero!

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