miércoles, 12 de septiembre de 2018

Las guerras


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Las guerras
No sé si estas líneas tratan de la guerra o de Pérez Galdós, pero allá va:
¿Qué se puede decir de las guerras que no se haya dicho ya? Poco, realmente, pero igual uno no puede dejar de reflexionar ante tanta atrocidad cometida y que el ser humano no sea capaz de ponerle fin. Tal vez haya pocas cosas que nos representen mejor, a los humanos como especie, que la guerra.
Que es una palmaria negación de la ley y del derecho, no cabe duda alguna; no obstante, en el siglo XX se intentó legislar al respecto. ¿Loco, no?
Y de resultas de ello hay armas, como las químicas que están prohibidas… Uno puede preguntarse “¿Prohibidas por quién?” Y, si se desata una guerra, ¿cuál sería y quién designaría al árbitro que la suspendería porque uno de los jugadores no cumple con las reglas?
Dejemos para filósofos, politólogos y otros opinólogos la dilucidación de estas cuestiones.
Me conmovió muchísimo la lectura de una noticia (no es reciente) acerca de soldados británicos y argentinos –enfrentados a muerte en el Atlántico Sur, hace pocas décadas– que entablaron una amistad genuina y desprovista de cualquier interés de rédito político.
Y ese hecho, emotivo e intrigante como pocos, me recordó unos pasajes de esa genial obra que es “Trafalgar” de Benito Pérez Galdós.
Cuando ya la famosa batalla estaba casi definida a favor de los ingleses, y habían tomado el “Santísima Trinidad”, buque insignia de la Armada española, uno de los personajes de la novela hace ciertas reflexiones acerca de los marinos británicos.
Cito textual a Pérez Galdós en este hermoso párrafo:
«Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones, cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos; los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria».
Durante el rescate de los náufragos, dice:
«…en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: "¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?"».
Al llegar los náufragos al puerto de Cádiz, cuenta:
«En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien, equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood consignó en sus memorias  esta generosidad de mis paisanos. Quizá la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos… ¿No es triste considerar que solo la desgracia hace a los hombres hermanos?».
Y, más allá de la guerra, nos cuenta acerca de sus causas:
«Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: "Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro – añadí– de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia".
Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día».
Y una reflexión final (para este comentario) de este inmenso escritor y pensador que es Pérez Galdós:
«Por lo que oí, pude comprender que a bordo de cada navío había ocurrido una tragedia tan espantosa como la que yo mismo había presenciado [...]. Y aunque yo era entonces un chiquillo, recuerdo que pensé lo siguiente: “Un hombre tonto no es capaz de hacer en ningún momento de su vida los disparates que hacen a veces las naciones, dirigidas por centenares de hombres de talento”».

1 comentario:

Charles dijo...

Norberto nos dijo:

Que te puedo agregar yo a esa inmensidad de sabiduría?. Gracias por acordarte de enviarme tanta sabiduría . Abrazo para toda tu familia.-

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