martes, 26 de marzo de 2019

San Rafael


Autora: Marta Tomihisa

En los años ’70 Charlie y yo, vivíamos en un confortable departamento que alquilábamos en el bajo de San Isidro. Recién casados, nuestras vidas eran un compendio de bienestar y logros.
Un amigo de mi familia que imprevistamente tuvo que viajar a otro país, acababa de adquirir un dúplex en una localidad vecina y como no quería dejar su vivienda vacía nos propuso habitarla sin pagar ningún alquiler, solo debíamos hacernos cargo de los impuestos y gastos fijos que ocasionara nuestra estadía en ella. La oferta era muy generosa, nos habíamos propuesto ahorrar para comprarnos nuestro propio departamento y esta era una excelente oportunidad. No lo pensamos más y un mes después ya estábamos instalados en el barrio San Rafael, a tres cuadras de la avenida Sobremonte, en San Fernando. El dúplex de tres ambientes espaciosos, había sido construido con un buen diseño arquitectónico en una franja amplia, aledaña a terrenos fiscales en los cuales estaba ubicada la villa miseria más populosa y extensa de todo el municipio.
En aquella época, los asentamientos podían albergar delincuentes, pero aún existían códigos de honor que imponían una convivencia bastante razonable para sus habitantes. Todavía no había droga, ni tanta agresión entre sus pobladores (salvo las familiares) y cada cual respetaba el espacio común de calles y pasillos. Uno podía andar tranquilo, siempre y cuando fuera reconocido como un habitante del barrio.
Nuestra actitud afable nos permitió socializar con nuestros singulares vecinos, adultos, jóvenes y niños con los que nos cruzábamos en la vereda rumbo a nuestras actividades cotidianas. Es difícil no plantearse dilemas al compartir la existencia con tan postergado grupo humano, pero quizás por llevar en mi sangre la esperanzada herencia inmigrante, disfruté plenamente esta convivencia con seres humanos dispuestos a derribar barreras para acceder a la amistad. Mi marido también aceptó entusiasmado esta excepcional experiencia, fue admirable de su parte poner su corazón para convivir con este prójimo marginado, luego de haber residido toda su vida en una exclusiva zona de Martínez y a la que no pareció extrañar jamás…
Poco tiempo después de habernos mudado, ya teníamos muchos amigos en el barrio, nuestros propios vecinos quienes también habían sido villeros y ahora ocupaban viviendas como la nuestra, aprovechando la fabulosa oportunidad de tener un techo del cual  estaban muy orgullosos. Por las tardes, yo solía asomarme al balcón con mi gata y desde allí miraba los techos de chapa y cartón, percibía el aroma de los guisos abundantes hirviendo en las ollas abolladas, las sogas colmadas de ropa lavada y expuesta a la intemperie, mientras los chicos con sus perros chumbando corrían explorando todos los rincones de ese laberinto, en el cual nunca se perdían y disfrutaban compartiendo sus alegrías con esa insolente inocencia, tan desprovista de ambición…
De la mano de ellos accedimos a empaparnos en carnaval, aplaudimos con euforia a la murga del barrio  y ateos como somos, recibimos a la virgen itinerante para que colmara de “dicha” nuestro hogar. Y hasta festejamos con gran algarabía la navidad, con estampidas propias de la tercera guerra mundial…
Como hemos sido siempre entusiastas lectores, ya habíamos acumulado toneladas de libros que fueron detectados por los chicos del barrio que luego los pedían prestados. Era un placer enorme para nosotros, ver esos rostros infantiles tan tímidos y encantadores, recelosos pero también curiosos, que llegaban con cautela hasta la puerta de nuestro hogar y se animaban a tocar el timbre para contemplar subyugados, nuestra fabulosa biblioteca y hasta llevarse algún libro para leer.
Nunca dejaron de devolverlos, los cuidaron y cuando los traían de vuelta un vaho de cenizas nos invadía pues muchas familias cocinaban con braseros y sobre todo en invierno, los chicos solían leer junto al fuego. No olvido sus rostros atentos, su buena onda para  escuchar nuestros comentarios del tema que elegían, porque siempre les contábamos algo referente a lo que les interesaba para sumarles datos al expresar sus propias opiniones.
Recuerdo a una niña, de grandes ojos oscuros y pelo mota sostenido por una vincha azul, que vino un día a devolvernos un libro sobre dinosaurios que le habíamos prestado para hacer una tarea escolar. Estaba tan callada que comprendimos que algo le había ocurrido, aunque esperamos su comentario respecto a lo que había leído, ella no se animaba a abrir el libro pues nos confesó que por “accidente” se había manchado. Se sentía responsable del percance. Con mucha seriedad depositó sobre nuestra mesa, unas cuantas monedas tibias que traía en su mano, para que “compremos otro nuevo” nos dijo preocupada…
Volvimos a ponerlas en su bolsillo, le respondimos que los dinosaurios estarían muy felices de saber que ella había intentado protegerlos a costa de sus ahorros, que esa mancha siempre sería un buen recuerdo para nosotros.
-->
Tiempo después nos mudamos de allí, pero no hubo despedidas para tan entrañables amigos porque ya vendrían otras personas a acompañar su existencia, nosotros solo habíamos sido pasajeros insignificantes, en ese espacio tan exclusivo en el que nos otorgaron el increíble privilegio de compartir la vida, de igual a igual…

viernes, 22 de marzo de 2019

¿Hasta cuándo nos seguiremos jodiendo?


-->
¿Cuándo se jodió el Perú? Es la pregunta sobre la que gira la novela de Mario Vargas Llosa “Conversación en La Catedral”.
¡Cuántas veces nos hemos preguntado lo mismo acerca de la Argentina, que, hasta hace 100 años, supo estar en la misma “línea de largada” de países que, hoy, son potencias económicas! ¡Y nuestro presente es tan pobre y decepcionante!
Esta pregunta tiene respuestas para todos los gustos. Los habrá que afirmen que fue en 1930 con el golpe contra Yrigoyen; otros estarán convencidos que fue responsabilidad del régimen surgido en 1943 y su sucesor hasta 1955; y es precisamente este año el que otros tomarán como inequívoca e infausta fecha de profundización de la decadencia, al parecer perpetua, que padecemos. Y habrá quien crea que la cosa comenzó con la Ley Sáenz Peña o con el “Proceso” iniciado en 1976, año por demás aciago. Como diría la notable filósofa Karina Jelinek: “Lo dejo a tu criterio”.
Tal vez nunca estaremos de acuerdo en cuál es la respuesta más certera. Habría que analizar sin apasionamientos datos irrebatibles de la economía y las ciencias médicas y sociales para establecer los puntos de inflexión que demuestren tendencias, pero ya sabemos que los números y estadísticas son sometidos invariablemente a un escrutinio cuyos resultados dependerán de quién los analice.
Por todo ello es que desisto de encontrar la respuesta a esa pregunta y analizo otra que es la que, hoy, me come el seso.
¿Por qué nos seguimos jodiendo en forma tan persistente?
Cierta vez he leído que los políticos, en general, suelen decir y hacer, lo que mayoritariamente la gente cree y quiere oír. Y la gente quiere creer en soluciones que dependen del “buenismo”, y que las sanas intenciones de repartir bienes y otorgar derechos es suficiente para lograr el tan ansiado paraíso en la Tierra.
En una reciente charla de sobremesa, oí a un amigo decir que estamos como estamos porque “los yanquis nos tienen agarrados del cuello”.  Al ser una creencia bastante difundida, creo que explica en gran medida el porqué del persistente fracaso: si la responsabilidad de nuestros males está afuera, no es debido nuestra culpa; no es que hacemos todo mal, sino que los malvados y poderosos vecinos del Norte no nos dejan salir a flote; no es que gastamos más de lo que producimos, sino que el imperialismo nos desangra; no es que hemos destruido la educación a niveles de vergüenza, sino que la oligarquía nos exprime; no es que hemos mantenido empresas ineficientes y empresarios prebendarios, sino que la competencia de productos importados nos arruina; no es que nuestras leyes laborales sirven para proteger a sindicalistas y empleados corruptos, sino que el capitalismo es la madre de todos los males, y así hasta el infinito.
Y no importa que la realidad nos muestre que el odiado imperio le permitió a Japón (luego de rendirlo incondicionalmente en 1945), tener hoy una industria automotriz (entre otras) que le compite en su propia casa, en cambio a nosotros no nos permite tal cosa; no importa que la realidad nos muestre que es precisamente en los países donde el capitalismo funciona con menos impedimentos donde mayor desarrollo se alcanzó y donde las diferencias sociales son menos enervantes; aquí nos va mal por culpa del capitalismo (¡Si hasta el infalible papa lo dice!).
Y esto ha sido una constante de todos los gobiernos de los últimos años; todos sin excepción. Algunos, además, han robado más que otros, pero el verdadero mal –y no es que minimice el daño o la inmoralidad de la corrupción– está, a mi entender, en el concepto de la realidad que tenemos mayoritariamente los argentinos. ¿Por qué cambiar si la culpa no es nuestra? Entonces, seguimos persistiendo en esas prácticas y así nos va.
Si escarbamos un poco en esa curiosa teoría, tal vez encontremos una cuota de inmodestia notable al creer que somos tan especiales para nuestros vecinos del Norte que solo a nosotros no nos dejan surgir como dejaron que lo hagan Japón o Corea del Norte. O países como Australia o Nueva Zelanda que tienen recursos naturales parecidos a los nuestros. Ni hablar de ejemplos más cercanos como Chile o el propio Perú, que algunas décadas después de la novela de Mario Vargas Llosa ha cambiado su rumbo con resultados palpables.

Los años 70

Los montoneros y otras agrupaciones terroristas nunca tuvieron vocación democrática ni estuvo en sus planes el cuidado de la república. Por ...