domingo, 8 de marzo de 2020

Dos obras de Carlos Alberto Montaner


1) Las raíces torcidas de América Latina.
Difícil comentario cuando se lee un libro tan pletórico de conceptos tan bien fundamentados que cuesta decidir por dónde comenzar. Pero no me extraña; otras obras del autor que he leído, también me dejaron parecida impresión. 
El autor analiza y pretende explicar las causas del atraso de nuestra región en comparación con otros países de Occidente y, más recientemente, algunos países asiáticos.
El militarismo, tan común en nuestros países, afirma que es solo un síntoma, por cuanto la verdadera causa es el poco apego de nuestros pueblos por la institucionalidad. Y ello se remonta a las épocas de la conquista, en las que las instituciones traídas de España a las Indias, estaban orientadas no a administrar la cosa pública de sus súbditos (que en la letra de su legislación, tenían igualdad de derechos que los otros súbditos de su vasto imperio) sino a defender los intereses pecuniarios de la Corona. Por ello, siempre se vio a esas autoridades como algo ajeno, y a lo que no se sentían moralmente obligados a obedecer.
Analiza con acierto diversas causas: el racismo, el sexismo (que no era privativo de los españoles sino que era más crudo y cruel aún entre los nativos), la economía «que nació torcida» y como consecuencia de todo ello, el surgimiento de caudillos, más apegados a las costumbres pastoriles y primitivas y desconfiados absolutamente de todo lo que fuera cultura, progreso e instituciones. Todo ello analizado con una erudición y claridad de conceptos admirables.
Y la frutilla del postre es el último capítulo que se titula «La salida del laberinto». Dentro de este capítulo, hay apartados que nos explican, a su acertado criterio, algunas de las cuestiones a resolver o mejorar para salir de este estado de atraso imperdonable en un continente que parece haber sido bendecido por la cantidad y diversidad de sus recursos naturales.

Bajo el párrafo «La arrogancia revolucionaria» dice Montaner:
¿Quiénes son estos patéticos personajes consagrados a hacer el bien y lograr el mal? [...] son quienes padecen lo que el economista y jurista austríaco [Hayek] llamaba la «fatal arrogancia». Son esas personas que creen saber lo que a la sociedad le conviene producir y lo que le conviene consumir mucho mejor que el mercado. Son esas personas convencidas de que están dotadas por los dioses o por los conocimientos infusos obtenidos de sus ideologías para guiar a sus conciudadanos hacia la tierra prometida, aunque tengan que hacerlo a latigazos y con el auxilio de perros  guardianes, porque parece que no hay otra forma de mover a los rebaños en busca de destinos no solicitados.
Esas personas, poseídas de su fatal arrogancia, invariablemente acaban convirtiéndose en los verdugos de sus prójimos, pues son incapaces de entender lo que con toda claridad hoy comprenden las personas instaladas dentro de una cosmovisión realmente moderna: que no se conoce un orden social más justo que el 'que espontáneamente emerge de las decisiones de millones de personas poseedoras cada una de ellas de una particular información que nadie puede abarcar totalmente, y que les sirve para alcanzar sus objetivos particulares. Estos arrogantes revolucionarios, o los caudillos iluminados, no entienden que es una insensatez intentar sustituir ese prodigioso proceso de cambio y creación de un orden espontáneo con la escuálida propuesta surgida desde la buena voluntad de los tiranos benévolos o de los grupos misteriosamente ungidos por una ideología salvadora.

En «Sin instituciones no hay desarrollo sostenido» nos dice:
¿Cómo asombrarnos de que las personas razonables que viven en Estados en los que el derecho significa muy poco envíen sus ahorros a Suiza, a Londres o a Miami, en busca de protección para sus capitales, privando a nuestros países de esos indispensables recursos? Esos capitales van a la busca de Estados de Derecho. Van a guarecerse de los gestos abruptos de los revolucionarios o de los gobernantes que se colocan por encima de las instituciones, actos generalmente dictados a nombre de la justicia social –qué duda cabe–, esa justicia redistributiva preconizada por los revolucionarios, y que invariablemente acaba redistribuyendo la pobreza entre un número creciente de personas desesperadas.

En «El peligro de las ideologías»:
Las ideologías –y ahí está Popper para hacernos llegar sus esclarecedoras conclusiones– nunca podían acertar, porque se originaban en un error intelectual primigenio: suponer que la historia era una especie de flecha lanzada en una dirección previsible a una velocidad calculable. El historicismo era eso: entender la aventura del bicho humano como un relato lineal con su comienzo, su nudo y su desenlace. Y suponer, además, que los ideólogos, especialmente los que provenían de la cantera marxista, conocían de antemano el argumento del relato y su final necesariamente feliz.
Pero ¿no hay, acaso, el pensamiento de Hayek, de Popper, de Buchanan, también una «ideología»? ¿No conforman algunas de las ideas hasta ahora apuntadas esa suerte de «pensamiento único» que denuncian los enemigos de la «sociedad abierta»? Por supuesto que no. Si observamos con detenimiento las ideas centrales del pensamiento moderno, enseguida se comprueba que no proponen un punto de llegada ni un modelo final de sociedad, no sólo porque no los conocen, sino porque deliberadamente se niegan a tratar de proponerlos. Todo lo que los pensadores más acreditados proponen y prometen es abrir cauces de participación para que las sociedades, libre y espontáneamente, vayan con sus actos definiendo el presente y señalando el futuro que deseen explorar. Puede haber marchas y contramarchas. Puede haber avances laterales o retrocesos, si de lo que se trata es de medir niveles de prosperidad o paz.
La historia es un campo abierto, y lo que tiene de venturoso es, precisamente, su carácter impredecible.
Podría seguir transcribiendo párrafos geniales hasta llenar varias páginas, pero lo mejor es leer la obra completa. Escrita a principios del siglo XXI, solo habría que hacer pequeñas correcciones a su bien estructurado contenido.

2) Libertad: la clave de la prosperidad (en dos tomos)
Otra vez Montaner nos sorprende con su erudición, elocuencia y claridad conceptual. Se trata de una serie de conferencias que fueron recopiladas en dos volúmenes. Con conceptos teóricos y ejemplos empíricos, nos va demostrando cómo es imprescindible un ámbito de libertad y estabilidad en las reglas del juego para lograr la prosperidad. También hace notar claramente lo frágil que resulta mantener un estado de derecho con libertades reales (políticas y económicas) sobre todo en nuestros vapuleados países de América latina.
Como siempre hago, cito algunos de los párrafos que más me conmovieron:

Respecto de la ética:
«… la ética contiene una regla de oro que nos sirve como método constante para poder tomar decisiones menos arbitrarias, y ese método está basado en dos premisas clave: entre dos males hay que elegir el menor; entre proteger de daños reales a ideas o personas, debe prevalecer la protección de las personas.

Respecto de la libertad de expresión:
[...] ¿es permisible dejar que los enemigos de la democracia intenten destruir sus fundamentos, diseminando ideas perniciosas? Sí, porque prohibir el ataque verbal contra la democracia, o contra las religiones establecidas, o contra ciertos grupos étnicos, es más peligroso que el mal que se quiere evitar. [...] la prohibición, en cambio, puede abrir las puertas a cualquier género de persecuciones, y ya sabemos cuán fecunda puede ser la imaginación de los perseguidores. [...] ante el furor inquisitorial lo más seguro, lo menos riesgoso es impedir las prohibiciones de índole moral y aprender a vivir en sociedades tolerantes».
«…quienes tiene el poder político no pueden ponerle fronteras al pensamiento humano. [...] es a los jueces, a posteriori y no a los legisladores, a priori, a quienes le tocará luego la difícil encomienda de decidir si determinada idea, o determinada información, ha provocado un daño concreto o es solo una forma estrafalaria de verter una información».
Cuando no consiguen los resultados dentro de la democracia:
«Los ciudadanos pedirán, mayoritariamente, la abolición del sistema, aunque con esta actitud empeoren los problemas en lugar de solucionarlos».
Hace una comparación muy acertada entre la democracia en USA y en nuestros países de América latina. Allá, se construyó de abajo hacia arriba; aún antes del desembarco del “Mayflower”, esos primitivos colonos ya tenían la convicción de un autogobierno.

La hazaña heroica:
«La hazaña heroica no es necesaria para forjar una gran nación. Y quien lo dude debe visitar Canadá o Noruega.
Acaso el heroísmo real y profundo de los pueblos no esté en las gestas revolucionarias, en los himnos y en las barricadas, sino en el trabajo callado pero fructífero de millones de seres anónimos, en el responsable acatamiento de las leyes, en la prudencia y en la decisión de respetar el bien común, tanto como el propio».
Hace una interesante reflexión acerca de la estabilidad en la democracia de USA, donde la gente respeta las instituciones porque estas le brindan un bienestar más que aceptable.

Acerca de la estrecha relación entre bienestar y liberalismo:
«A fin de cuentas parece haber una adecuación casi milimétrica entre desarrollo y democracia liberal, pues, como es indiscutible, las veinte naciones más prósperas y felices del planeta, acosadas por decenas de millones de aspirantes a inmigrar a ellas desde todos los rincones de la tierra, son veinte democracias liberales en las que se conjugan con razonable armonía el Estado de derecho y la economía de mercado».

Claves de la prosperidad
«Ya se sabe, por ejemplo, que no es la riqueza natural lo que explica el éxito de un país montañoso, pequeño y sin acceso al mar, como Suiza; como también puede afirmarse que no es la rapiña imperial lo que ha enriquecido a los países escandinavos o a la remota Nueva Zelanda. Por otra parte, el desarrollo fulminante de los famosos cuatro dragones de Asia (Hong Kong, Corea del Sur, Taiwán Y Singapur), precedido por el fenómeno asombroso de Japón, ha demostrado que el acceso a la prosperidad no constituye un privilegio reservado a los pueblos de origen europeo o de raza blanca».
«…las sociedades en las que prevalece la superstición de que el éxito de alguno de sus miembros es siempre el resultado de la ruina de sus semejantes, no son, generalmente, el mejor terreno para abonar la expansión de la riqueza».

Al igual que en el comentario de la primera obra, prefiero no seguir reproduciendo párrafos para no extenuar a los lectores, que, seguramente, disfrutarán más leyendo el libro completo.

1 comentario:

Charles dijo...

Mirta nos dijo: Muy bueno.

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