martes, 22 de diciembre de 2020

Trafalgar de Benito. Pérez Galdós (y otras guerras).

 

El autor retrata la famosa batalla desde la óptica de un chico de 15 años, bisoño en estas lides, que, como paje de un viejo marino, se embarca en tamaña aventura. Pero no es solo eso el contenido de la obra. Ese muchacho, ya devenido anciano, es el narrador que el autor elige para contar la historia. En muchas ocasiones, ese narrador, reflexiona acerca de las dudas, temores, amores e ideales de aquella lejana juventud, con una fina sensibilidad y nostalgia que envuelven al lector en una atmósfera tan intimista, que no puede uno dejar de retrotraerse a similares momentos de su adolescencia. Desde luego que pocos han transitado situaciones tan críticas y dramáticas como el narrador de la historia. 

La obra se lee con la facilidad y encanto que solo un gran autor nos puede obsequiar. Tiene un lenguaje sencillo, cargado de términos náuticos que, a pesar de no conocerlos, uno entiende en todo momento el mensaje de Pérez Galdós. De todos modos, para quien se interese en conocerlos, hay al final (al menos en la edición que manejo) un glosario explicativo. También hay numeras citas, en la citada edición, que nos ubican en el contexto histórico en que se desarrollan los hechos. 

La novela no solo abarca la Batalla de Trafalgar, sino que el narrador nos cuenta su triste historia desde la infancia. Siendo huérfano a temprana edad, entra al servicio, como paje de una familia noble, donde el padre es el marino retirado que antes mencioné. La descripción de la familia, compuesta por el marino de marras, su mujer y una hija de la misma edad del muchacho (su amor imposible), es absolutamente convincente, con las quejas permanentes de la mujer hacia la guerra, ese monstruo que mutila, mata y enloquece a maridos, prometidos, hijos y criados al que, sin embargo, se rinden apasionadamente a su embrujo, con la pasión de las grandes causas del país y el rey. 

La novela intercala personajes ficticios con reales, y a estos los retrata de una manera tal que los tratados de historia difícilmente puedan describir con mayor poder de convicción. 

Lo anterior lo escribí hace muchos años, pero lo que ahora quiero rescatar es la aguda reflexión que hace Pérez Galdós acerca de los sentimientos de los participantes de la guerra. 

Dice el narrador: 

Entonces vi a algunos ingleses ocupados en poner el pabellón británico en la popa del Santísima Trinidad. Como cuento con que el lector benévolo me ha de perdonar que apunte aquí mis impresiones, diré que aquello me hizo pensar un poco. Siempre se me habían representado los ingleses como verdaderos piratas o salteadores de los mares, gentezuela aventurera que no constituía nación y que vivía del merodeo. Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones, cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos; los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria. 

Y, en otro brillante párrafo, hace esta reflexión narrando lo que acontece a los náufragos, de ambos bandos, rescatados en un bote:

No acabó aquella travesía sin hacer, conforme a mi costumbre, algunas reflexiones, que bien puedo aventurarme a llamar filosóficas. Alguien se reirá de un filósofo de catorce años; pero yo no me turbaré ante las burlas, y tendré el atrevimiento de escribir aquí mis reflexiones de entonces. Los niños también suelen pensar grandes cosas; y en aquella ocasión, ante aquel espectáculo, ¿qué cerebro, como no fuera el de un idiota, podría permanecer en calma? Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: "¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?" Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: "Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro –añadí– de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia". Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años y no he visto llegar ese día.

No hay mucho para agregar a tan atinadas palabras. Solo recordar que he leído que, hace unos pocos años, aviadores argentinos y británicos, excombatinetes de la guerra de 1982, se reunieron –creo que en nuestro país– para confraternizar y compartir experiencias y recuerdos. Creo que en esto caben, una vez más las atinadas palabras de PG.

Y ya que hablamos de guerras, veamos estas sabias e irónicas palabras de Jonathan Swift en Gulliver's travels cuando explica las causas de las guerras:

A veces la ambición de los príncipes que piensan que nunca tienen tierras o pueblos suficientes que gobernar, a veces la corrupción de los ministros que comprometen a sus señores en la guerra a fin de ahogar o distraer el clamor de los súbditos contra su mala administración. Las diferencias de opinión han costado muchos millones de vidas; por ejemplo; si la carne es pan o el pan es carne; si el jugo de cierta baya es sangre o vino; si el silbar es un vicio o una virtud; si es mejor besar un madero o arrojarlo al fuego; [...] y otras muchas más. Ninguna guerra es más furiosa y sangrienta, o de más larga duración, que las ocasionadas en diferencias de opinión, en especial si tiene por objeto cuestiones sin importancia. A veces la disputa entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos desposeerá a un tercero de sus dominios, sobre los cuales ninguno de ellos tiene el menor derecho. A veces un príncipe se pelea con otro por miedo a que el otro se pelee con él. A veces se entra en guerra porque el enemigo es demasiado fuerte y otras porque es demasiado débil. A veces nuestros vecinos desean las cosas que nosotros tenemos o tienen las que nosotros deseamos y combatimos hasta que ellos se quedan con las nuestras o nos dan las suyas. Una causa de guerra muy justificable es invadir un país después de que su pueblo ha sido asolado por el hambre, destruido por la peste o desgarrado por la lucha intestina de las facciones. Es justificable entrar en guerra contra nuestro aliado más próximo cuando nos resulta conveniente una de sus ciudades o una porción de sus tierras pueden redondear nuestros dominios o volverlos compactos. Si un príncipe envía fuerzas a una nación donde el pueblo es pobre e ignorante, puede legalmente dar muerte a la mitad de ellos y esclavizar al resto con el fin de civilizarlos y sacarlos del estado de barbarie en que viven. Una práctica muy honorable, frecuente y propia de los reyes cuando un príncipe desea la ayuda de otro contra una invasión es que el príncipe que vino en su ayuda, cuando el invasor ha sido expulsado, se apodere él mismo de los dominios y mate, encarcele o destierre al príncipe a quien vino a socorrer. La alianza por sangre o matrimonio es causa suficiente de guerra entre los príncipes, y cuanto más próximo es el parentesco, mayor su disposición a la lucha; las naciones pobres tienen hambre y las naciones ricas son orgullosas, y el hambre y el orgullo estarán siempre en desavenencia. 

 

¡Qué buena es la buena literatura! 



3 comentarios:

Charles dijo...

Mirta nos dijo: Muy bueno. Trafalgar siempre es un tema interesante desde cualquier punto de vista.

Charles dijo...

ELsa nos dijo: Muy buenas reflexiones y un libro más para mi lista.
Últimamente he estado un poco alejada de la lectura.

PATO dijo...

Charly ,seguimos esperando el gran abrazo de los que habitamos el planeta ,yo ya soy mayor de 50 y vos? Abrazo a TODOS .

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