No voy a comentar libros esta vez, sino que me limitaré a transcribir algunos párrafos de algunos de ellos.
Sables y utopías es un libro publicado en 2009 en el que, Carlos Granés hizo una recopilación de artículos, ensayos y cartas escritos por Mario Vargas Llosa a lo largo de su carrera. En el prólogo, el mismo Granés dice:
Revel, filósofo de formación pero periodista por vocación, fue junto con Raymond Aron una de las pocas voces que en Francia se enfrentó al marxismo y a la estela prosoviética sembrada por Sartre. Más que las teorías, a Revel le importaban los hechos, y por eso no dudó en criticar a los intelectuales que, con tal de defender la ideología, justificaban los desmanes del totalitarismo estalinista. Aquella ceguera ideológica impedía ver que no eran los países socialistas los que habían encabezado las grandes revoluciones sociales, sino las democracias capitalistas, donde la mujer, los jóvenes y las minorías sexuales y culturales se rebelaban para cuestionar la ortodoxia de las instituciones, exigir derechos e imprimir cambios en la vida de las sociedades. Las reformas democráticas demostraban ser el camino más corto y eficaz para mejorar las condiciones de vida, no las revoluciones totales que pretendían reinstaurar piedra por piedra la sociedad. La gran paradoja del siglo XX fue demostrar que, mientras las dictaduras socialistas se anquilosaban, el mecanismo interno del capitalismo demandaba la revolución constante de modas, costumbres, gustos, tendencias, deseos, modos de vida, etcétera, para sobrevivir. El pensamiento de Isaiah Berlin [permite entender] por qué, mientras en el arte y la literatura la ambición absoluta y el sueño de la perfección humana eran loables, en la realidad solían conducir a hecatombes colectivas. La desgarradora lección de Berlin es que los mundos perfectos no existen. [...] Ni la ciencia ni la razón ofrecen respuestas únicas y definitivas a las preguntas fundamentales del ser humano. [...] Aquel que se alza por encima de sus pares y asegura tener un conocimiento superior, haber descubierto la naturaleza humana y por ende la verdadera forma de vivir y solucionar todos los problemas, acaba, por lo general, sometiendo a sus congéneres a la tiranía de su razón. [...] Las metas a la luz de las cuales los individuos y las culturas organizan sus existencias no son reducibles a un solo proyecto. La vida se nutre de diversos ideales y valores, y, lamentablemente, es imposible que todos ellos armonicen sin fricciones.
Ni la revolución de izquierdas ni el cuartelazo de derechas; ni la utopía ni la sociedad perfecta: [...] Solo el sistema democrático tolera las verdades contradictorias [...]. Desde este nuevo ángulo, la revolución ya no se observa como remedio para los problemas sino como síntoma de los mismos. Hay un mal más profundo, enquistado en las entrañas de América Latina, que nada tiene que ver con la injusticia o la desigualdad. Revolucionarios de izquierda, militares de derecha, visionarios religiosos, nacionalistas fogosos y racistas de todo pelaje tienen cierta base común: el desprecio por las reglas de juego democráticas, el particularismo y el sectarismo. Las ideas de cada grupo se han plegado sobre sí mismas hasta degenerar en fanatismos fratricidas. Esa también es la historia del continente. Todas las ideologías colectivistas, desde la fe católica al socialismo, pasando por las distintas formas de indigenismo, populismo y nacionalismo, han echado raíces robustas y se han defendido con un arma en la mano y una venda en los ojos.
En la misma obra, Mario Vargas Llosa, en un capítulo denominado Defensa de la democracia y el liberalismo, nos dice:
Sucede que las ideas juegan malas pasadas a los hombres y que la inteligencia y el saber se cruzan más a menudo que coinciden con la moral. [...] ¿No ha declarado otro gran escritor latinoamericano, Julio Cortázar, que había que distinguir entre dos injusticias, la que se comete en país socialista, que es, según él, un mero “accidente de ruta” –incident de parcours– que no compromete la naturaleza básicamente positiva del sistema, y la de un país capitalista o imperialista, ella sí, ¿manifiesta una inhumanidad esencial? Pavorosa distinción que, si la aceptamos, nos lleva a protestar con vehemencia cuando Lyndon B. Johnson manda marines a la República Dominicana y a callar cuando Brezhnev destruye con tanques la primavera de Praga ya que, en el primer caso, el progreso humano está amenazado y en el segundo se trata de un episodio sin importancia desde la eternidad de la historia en que, inevitablemente, se impondrá la justicia socialista. Y, desde esta resplandeciente eternidad, tan parecida a la de los creyentes convencidos de que, a la larga, Dios vence siempre a Belcebú, ¿qué importan, en efecto, el Gulag, las purgas, los hospitales psiquiátricos para el inconforme, y demás accidentes parecidos? [...]
Buena parte de culpa la tienen esas formulaciones abstractas llamadas ideologías, esquemas a los cuales los ideólogos se empeñan reducir la sociedad, aunque, para que quepa en ellos, sea preciso triturarla. Ya lo dijo Camus: la única moral capaz de hacer el mundo vivible es aquella que esté dispuesta a sacrificar las ideas todas las veces ellas entren en colisión con la vida, aunque sea la de una sola persona humana, porque esta será siempre infinitamente más valiosa que las ideas, en cuyo nombre, ya lo sabemos, se puede justificar siempre los crímenes —lo hizo el marqués de Sade, en impecables teorías– como crímenes del amor.
El caso más paradójico de nuestra era es el del socialismo, la doctrina que a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX hizo concebir las más grandiosas esperanzas a los desheredados y espíritus nobles este mundo, como panacea capaz de abolir las desigualdades, suprimir la explotación del hombre por el hombre, hacer desaparecer los personalismos y los racismos y de reemplazar, por fin, en esta tierra el reino de la necesidad por el de la libertad. Pues bien, en nombre de esa doctrina libertaria e igualitaria, millones de hombres fueron encerrados en campos de concentración o simplemente exterminados; en su nombre se han implantado regímenes autoritarios implacables; en su nombre naciones poderosas han invadido y neocolonizado naciones pequeñas y débiles; en su nombre se ha perfeccionado la censura y la regimentación de la conciencia como ni siquiera los inquisidores medievales más imaginativos hubieran sospechado y se ha convertido a la psiquiatría en una rama de la Policía. En nombre del socialismo se ha permitido a los trabajadores el derecho de huelga y se ha establecido trabajo forzado (apodándolo, con sarcasmo, trabajo voluntario), se ha suprimido la libertad de viajar, de cambiar de oficio, de emigrar, y en nombre de la ideología del bienestar y del progreso se ha mantenido en la escasez y el sacrificio (salvo a una privilegiada clase burocrática) a la población a fin de fabricar armamentos que podrían hacer desaparecer varias veces el planeta. Ver que, detrás de las ideas más generosas de nuestro tiempo, en los países y regímenes que aparentemente encarnan, sobreviven, echando espumarajos por el belfo, casi todos los viejos demonios de la historia humana contra los que aquellas insurgieron —la tiranía, la brutalidad, la explotación de los más por los menos, el espíritu de dominación y de conquista— es algo que debería hacernos desconfiar profundamente de las ideas, sobre todo cuando, agrupadas en un cuerpo de doctrina, pretenden explicarlo todo en la historia y en el hombre y ofrecer remedios definitivos para sus males. Esas utopías absolutas —el cristianismo en el pasado, el socialismo el presente— han derramado tanta sangre como la que querían lavar. Lo ocurrido con el socialismo es, sin duda, un desengaño, que tiene parangón en la historia.
1 comentario:
Mirta nos dijo:
Gracias por compartir. Y si te refirieras a la totalidad sería imposible por interminable.
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