jueves, 12 de octubre de 2023

El 12 de octubre

 Y finalmente llegó la primavera y con ella también el 12 de octubre, fecha que no pasa desapercibida, tanto para sus cultores como para sus detractores. Fecha esta que es una bisagra de la historia como pocas. Fecha en la que medio mundo se anotició de la existencia de otro medio mundo.

Fecha en que culminó una de las epopeyas mayores de la Humanidad. Fácil es hoy cruzar el Atlántico, ya sea en barco o en avión. Aún no sería lo mismo si alguien se dispusiera a efectuar la travesía en una cáscara de nuez como eran las naves del almirante genovés. Y esto es porque no se trata, hoy, de un viaje a lo desconocido y con una tripulación altamente supersticiosa que imaginaba que pronto caerían al abismo. Pero, además, hoy seguramente podrían contar esos hipotéticos aventureros con GPS que los orientarían con una precisión que no podían prestar las brújulas o los sextantes.

Desde luego que ese descubrimiento notable trajo como secuela conquistas, despojos y atrocidades que eran, por otra parte, las reglas de uso de la época en que las guerras eran de conquista y otorgaban derechos de saqueo, violación, muerte y esclavización. 

Las «leyes» de la guerra –vaya oxímoron– son una conquista muy reciente de la Humanidad.

Me permito a reproducir un texto que escribí hace algunos años:


Historias de saqueos e invasiones (y del respeto a la diversidad)

Con mucha frecuencia veo la dignísima preocupación de mucha gente por la reivindicación de las culturas amerindias precolombinas. Con toda seguridad los animan nobles sentimientos, pero creo que sus reclamos suelen tener poco espíritu crítico.

Negar que hubo un descubrimiento y enfatizar que sí hubo saqueo e invasión es mirar solo una parte de la historia. El descubrimiento que sí hubo fue, para la cultura europea, nada menos que un continente entero, con su flora, su fauna y sus civilizaciones. Y lo hecho por Colón fue un hito innegable para la humanidad que era inevitable que se produjera, más tarde o más temprano.

No menos tremendas deben haber sido las caídas de Roma a manos de los bárbaros, o la de Constantinopla por los turcos (ambas con los saqueos y la ocupación correspondiente) para mencionar solo dos muy sonadas. A su turno, los romanos habían invadido y dominado casi todo el mundo conocido entonces y, si seguimos, no acabaremos nunca de ver el rastro de guerras y desolación con que el ser humano fue regando su derrotero. La historia de la humanidad, pues, no es otra cosa que la invasión y dominación de los más débiles por los más fuertes. Atrocidades se cometieron siempre –también en nuestro continente, donde ya las había y en cantidades antes de la llegada de Colón– por codicia, por dogmas religiosos o por pura barbarie. Baste recordar el incendio de la biblioteca de Alejandría, «cuando el califa Omar hacía referencia a la biblioteca de Alejandría, manifestaba: Si no contiene más que lo que hay en el Corán, es inútil, y es preciso quemarla; si algo más contiene, es mala, y también es preciso quemarla» (Cita tomada de Wikipedia).

Si los indígenas americanos hubiesen dominado la navegación a vela, conocido la rueda, la escritura, la pólvora, la metalurgia del hierro y contasen, además con caballos sobre los que montar, todo eso antes que los europeos ¿quién hubiese invadido y saqueado a quién?

Analizando situaciones de la historia, vemos que, si bien los romanos fueron derrotados y saqueados, poniendo punto final a su imperio, sin embargo, los bárbaros no pudieron arrasar su cultura, por ser claramente superior; por el contrario, adoptaron sus instituciones, su arte, y sus costumbres y aún su alfabeto y mucho de su idioma, adaptándolos a sus modos y usos regionales. Y aún antes, los romanos que dominaron Grecia, ¿pudieron barrer su cultura o, más bien, la asimilaron?

En América no ocurrió esto o bien ocurrió en menor grado, porque el desarrollo de las culturas indígenas, era inferior a la cultura de los invasores. Creo que lo anterior merece una disquisición de mi parte, aunque tal explicación, probablemente no me salve de que me condenen a arder en el más abyecto de los avernos imaginados por la Santa Inquisición del INADI. Cuando hablo de la cultura de los conquistadores, no me estoy refiriendo particularmente a Pizarro, Alvarado o Cortés en forma específica, sino a España, a Europa y a occidente en general.

A poco que se estudie la evolución de cualquier sociedad primitiva, se verá que su desarrollo cultural pasa inexorablemente por diversas etapas, que se dan casi como regla matemática, pasando por las culturas de la piedra a la de los metales, con la secuencia: cobre, bronce, y hierro, para la construcción de herramientas. La escritura llega luego de estos avances o en sus postrimerías.

En la América precolombina, no se había llegado a la edad de los metales, solo había (y en eso habían alcanzado a un grado de sofisticación notable) un desarrollo de la artesanía de materiales preciosos –oro, plata y también pedrería– solo con fines ornamentales.

Es por ese menor desarrollo que las civilizaciones precolombinas no corrieron la misma suerte que la cultura romana, ya que, si bien no murieron, sí quedaron muy reducidas. Nadie niega todos los valores artísticos, sociales y tecnológicos que pudieron haber conseguido tanto Aztecas como Mayas (cuya cultura desapareció y no por culpa de Colón) o los Incas, pero ninguna de ellas brilló por su respeto a las libertades y los derechos individuales de las personas. No sabemos cómo hubiesen evolucionado estas civilizaciones sin la irrupción europea. Lo que sí sabemos es que no hay indicios de una concepción ética que los indujera a respetar a otras culturas o a otros individuos que, simplemente, perteneciesen a otras tribus, sino, más bien, todo lo contrario. Su historia cuenta con tantas guerras de conquista como cualquier otra. Del respeto a otras razas, nada podemos decir, habida cuenta de la homogeneidad que, en ese aspecto, había en América. Por ello, no podemos cuestionar el derecho de los españoles a la conquista de América sin hacerlo también con el derecho de Incas y Aztecas al sojuzgamiento de sus vecinos. Sobre todo, no podemos juzgar éticamente las conductas de hace cuatrocientos años con la moral de hoy.

Me animo a decir que todas las civilizaciones recelaron de sus vecinos y los esclavizaron o sometieron si pudieron, aún las precolombinas. Todas practicaron algún grado de discriminación para con los débiles, o minoritarios o simplemente no pertenecientes a lo que se entendía como “normal”, llámense homosexuales, dementes, epilépticos o retardados.

Esa fobia a lo distinto, es probablemente un carácter atávico que arrastramos desde épocas prehistóricas, que tuvieron su razón de ser y su utilidad para la conservación y defensa de la tribu. Una cierta uniformidad y cohesión, semejante a la de numerosos mamíferos sociales, da seguridad al grupo. Luego, la tolerancia a lo distinto no es genética sino cultural y, me animo a afirmar, bastante reciente en la historia de las civilizaciones, muy posterior al 12 de octubre de 1492. También me animo a decir que dicha tolerancia, también es producto de la civilización de occidente. Allí fue donde se habló por vez primera en la historia de los derechos humanos inalienables. De la declaración al hecho, hay, desde luego, un grande y sinuoso trecho que, probablemente, nunca se terminará de recorrer.

Hoy, aún los que defienden las culturas indígenas, no rechazan las instituciones del occidente europeo, tanto los que proclaman el socialismo como el liberalismo o los derechos humanos que todos hoy reconocen.

Algo positivo dejó, después de todo, la cultura europea en América.


lunes, 9 de octubre de 2023

La guerra

 

Antiguamente el resultado de las guerras solía favorecer a los ejércitos más numerosos y disciplinados, siendo protagonista de las batallas la lucha cuerpo a cuerpo. Con el advenimiento del uso de las armas de fuego, igualmente siguieron jugando un papel muy importante los combates sobre el terreno. Hoy, buena parte del conflicto se resuelve en oficinas, pulsando botones. Ello no hace más humana la guerra, por la enorme capacidad de daño que se produce sobre poblaciones civiles. 

Es evidente que, si quienes deciden y programan las guerras tuvieran que ir a los frentes de batalla, tendríamos muchísimos menos conflictos.

Presenciamos en estos días una guerra entre dos pueblos que no pueden ser más parecidos y hermanados por historia raza y religión. Absurda guerra, como suelen serlo todas, que no parece tener fin. 

Como tampoco parece tener fin el conflicto, agudizado en estos días, entre Israel y sus vecinos.

Yo me pregunto entonces cuales son las verdaderas motivaciones de los conflictos e inmediatamente me vienen a la memoria estupendas reflexiones de consagrados autores.

Por ejemplo, Jonathan Swift en «Los viajes de Gulliver»:

Me preguntó cuáles eran las causas o razones usuales por las que un país le hacía la guerra a otro. Contesté [...] A veces la ambición de los príncipes que piensan que nunca tienen tierras o pueblos suficientes que gobernar; a veces la corrupción de los ministros que comprometen a sus señores en la guerra a fin de ahogar o distraer el clamor de los súbditos contra su mala administración. Las diferencias de opinión han costado muchos millones de vidas; por ejemplo; si la carne es pan o si el pan es carne; si el jugo de cierta baya es sangre o vino; si el silbar es un vicio o una virtud; [...] Ninguna guerra es mas furiosa y sangrienta, o de más larga duración, que las ocasionadas en diferencias de opinión, es especial si se tienen por objeto cuestiones sin importancia.

A veces la disputa entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos desposeerá a un tercero de sus dominios, sobre los cuales ninguno de ellos tiene el menor derecho.

Una causa de guerra muy justificada es invadir a un vecino después de que su pueblo ha sido asolado por el hambre, destruido por la peste o desgarrado por luchas intestinas. [...] Si un príncipe envía fuerzas a una nación donde el pueblo es pobre o ignorante, puede legalmente dar muerte a la mitad de ellos y esclavizar al resto con el fin de civilizarlos y sacarlos del estado de barbarie en que viven. Una práctica honorable, frecuente y propia de los reyes cuando un príncipe desea la ayuda de otro contra una invasión es que el príncipe que vino en su ayuda, cuando el invasor ha sido expulsado, se apodere él mismo y mate, encarcele o destierre al príncipe al que ha venido a socorrer.

Otro autor que hace profundas y muy sentidas reflexiones acerca de este punto es Benito Pérez Galdós, en su admirable «Trafalgar». Los párrafos que transcribo son las reflexiones de un muchacho, grumete en una nave española que naufragó en la célebre batalla. El muchacho en cuestión se encuentra en un bote salvavidas, compartiendo su suerte con otros marineros, tanto españoles como ingleses:

La lancha se dirigió . . . ¿adónde? [...] La oscuridad era tan fuerte que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces del navío Prince se desvanecieron tras la niebla, como si un soplo las hubiera extinguido. Las olas eran tan gruesas y el vendaval tan recio, que la débil embarcación avanzaba muy poco, y gracias a una hábil dirección no zozobró más de una vez. Todos callábamos, y los más fijaban una triste mirada en el sitio donde se suponía que nuestros compañeros abandonados luchaban en aquel instante con la muerte en espantosa agonía. No acabó aquella travesía sin hacer, conforme a mi costumbre, algunas reflexiones, que bien puedo aventurarme a llamar filosóficas. Alguien se reirá de un filósofo de catorce años; pero yo no me turbaré ante las burlas, y tendré el atrevimiento de escribir aquí mis reflexiones de entonces. Los niños también suelen pensar grandes cosas; y en aquella ocasión, ante aquel espectáculo, ¿qué cerebro, como no fuera el de un idiota, podría permanecer en calma? Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles, e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: "¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?" Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: "Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro — añadí— de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia". Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día.

¿Veremos alguna vez llegar ese ansiado día? Yo estimo que no y no porque me queda poco en este mundo, sino porque las motivaciones que lleva a desencadenar las guerras, forman parte del acervo humano.




Los años 70

Los montoneros y otras agrupaciones terroristas nunca tuvieron vocación democrática ni estuvo en sus planes el cuidado de la república. Por ...