lunes, 19 de noviembre de 2018

Reflexiones 2018


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¿Cuáles son los mayores problemas que enfrenta la sociedad argentina hoy?
No creo equivocarme mucho si enuncio los siguientes (no necesariamente en orden de importancia).
1) Inseguridad
2) Narcotráfico
3) Inflación y carestía
4) Degradación inaudita de la educación pública (incluyendo paros docentes todos los años)
5) Degradación de la infraestructura pública (caminos, redes de alumbrado, gas y cloacales, obras hidráulicas para prevenir inundaciones, etc.)
6) Violencia social (piquetes, aprietes, marchas, tomas de colegios, huelgas sorpresivas en medios de transporte, etc.)
7) Pérdida del autoabastecimiento energético
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Está claro que ninguna de estas lacras se generaron durante este gobierno que solo lleva tres años de gestión contra los más de 12 de la gestión anterior y no sé ya cuántos de gestiones de su mismo partido.
Uno puede no estar conforme ni de acuerdo con la forma como se están tratando estos problemas. Uno puede estar incluso enojado por el esfuerzo que le toca sufrir, pero de allí a pretender que saldremos del pozo sin una cuota de sacrificio, es cuando menos, pecar de ingenuidad.
Está claro que todos tendremos que aportar inevitablemente nuestra prorrata de sacrificio; pero jamás debemos olvidar que el sacrificio mayor, siempre será de los que menos tienen, ya que, por más que su aporte fuera proporcional, a ellos les costará más.
Por supuesto que a cada uno le duele o le pesa más el sacrificio propio que el ajeno, pero, quienes tienen mayor capacidad económica o nivel de educación, deberían ser los que más comprendan el problema y a quienes menos razones le asisten para quejarse.
Todo ello no quiere decir que se deba estar de acuerdo con las políticas en curso ni que se tenga que dejar de criticarlas. Pero, la crítica desde el enojo, no suele ser del todo sensata o justa. 
Todos sabemos que el sacrificio es inevitable; el problema está en saber si esta vez se capitalizará o si, como tantas veces nos ha ocurrido, será una nueva frustración.
Esa ansiedad por ver la tan postergada salida de nuestra septuagenaria crisis, lleva con frecuencia a la gente a pretender que no aumenten los precios y que no se impriman billetes; que se mejoren las jubilaciones y que se paguen todos los juicios atrasados de ajuste de haberes; que se le pague a los docentes sueldos acorde a la importancia de sus funciones; que no aumenten las tarifas de los servicios domiciliarios, pero que sean de calidad; pero eso sí, que no se pida dinero prestado (especialmente al FMI) y, sobre todo que no nos aumenten los impuestos.
¿Será que quieren a Mandrake al frente del gobierno?
A veces pienso que, tal vez –solo tal vez y en el terreno de las elucubraciones teóricas–, sería preferible haber continuado en ese rumbo y llegar a tocar fondo definitivamente. En ese “tal vez”, pudiera ocurrir que nos curásemos de una vez por todas de la tentación de la salida mágica, sin esfuerzo, sin trabajo y sin una inevitable cuota de sacrificio. No hay ejemplos en el mundo de pueblos que hayan dejado atrás situaciones tremendas sin ese esfuerzo. La dádiva y el subsidio, no son sustentables en el tiempo.
-o-o-o-o-o-o-o-o- 




martes, 16 de octubre de 2018

Huésped inesperado



Autora: (Marta Tomihisa)

Mamá dice que llegó con la última inundación, la grande del ’58. Esa en la que nos quedamos en la planta alta por tres días completos, yo recién empezaba la secundaria y lo recuerdo bien. Después hubo que ponerse a limpiar, la casa era una mugre llena de basura pegada a las paredes y ramas por todos lados. Lo encontré casi una semana después en el patio, entre la huerta y el cantero de las azaleas. Escondido y asustadizo, daba pena mirarlo al pobre, mientras el perro ladraba hasta que se acostumbró y se hicieron amigos. Tan feo y gordo, nunca me gustaron estos bichos, pero tengo que reconocer que no me animé a echarlo al jardín del vecino porque tiene un doberman y no sé qué le hubiera hecho. Era divertido verlo saltar, tratando de esconderse de mí y de Colita que lo corría por todos lados, contento de tener un compañero de aventuras. Al principio no sabía si contarle sobre este descubrimiento a Irma, mi hermana; es tan tarambana que seguro le iba a tener miedo. Así que me callé la boca y lo dejé estar en ese rinconcito, escondido entre unas piedras que casi tenían su mismo color. Pero una tarde, cuando volví de la escuela, Irma estaba cosiendo sentada en una reposera y me increpó con ese aire de mandona que tiene:
–¿Vos sabías que en el patio hay un sapo?
La miré como si estuviera hablando en latín y me di vuelta para ir a la cocina a prepararme la merienda, pero entonces ella se acercó amenazante…
–¿Un sapo?
–No te hagas la tonta…
Desde allí fuimos a contarle a mamá, que pareció no interesarse demasiado y solo dijo:
–Bueno, esos animales se comen los mosquitos, está bien que esté aquí… Al menos no se le ocurrió sacarlo de casa, aunque luego no habló más del asunto.
Mamá se había vuelto taciturna desde que había enviudado, hablaba poco y no era muy demostrativa con sus sentimientos. De todas formas el bicho permanecía escondido la mayor parte del tiempo. Yo lo buscaba por todos los rincones hasta que veía sus ojitos atentos y el perro ladraba sin que él se inmutara. Convivimos tan pacíficamente, que un día cuando me asomé al patio para sacudir las migas del mantel lo vi parado al borde de las baldosas, como si supiera que ahí estaba su límite en nuestra convivencia. Nunca intentó entrar en la casa, pero todas sabíamos que estaba afuera, cazando insectos tan pacífico y relajado como siempre.
En mi segundo año, en la clase de zoología nos dieron como tarea la disección de un batracio.  La profesora, una mujer fea y vieja, nos enseñó el procedimiento, con esa voz apagada de las personas que han repetido tantas veces la misma cosa que se les vuelve tediosa. Me negué a realizar ese trabajo sangriento, pero mi compañero de banco que vivía en un departamento me preguntó si quería compartirlo. Por supuesto, yo aportaría el sapo y él haría la disección, la idea no era mala pues yo necesitaba la nota. Le di mi dirección para que viniera a buscarlo ese sábado, durante la noche anduve entre las sombras del patio tratando de verlo. Lo hallé debajo de unas ramas secas, tranquilo e indefenso, entonces le conté que tenía que sacrificarlo, que seguramente no iba a sentir nada porque se dormiría enseguida y listo. Se quedó mirándome con sus ojos acuosos, como si estuviera esperando una disculpa. Ya en la cama, la cuestión me desveló a pesar de que me justificaba pensando en el motivo. Al día siguiente llegó mi compañero, pero aunque hicimos lo imposible por hallarlo no lo encontramos por ningún lado y tengo que reconocer que sentí un gran alivio. Como si hubiera comprendido mis palabras, en el momento justo, había desaparecido de nuestro patio salvando su vida. Nunca más volvimos a verlo…
Años después, luego del deceso de mi madre, mi hermana y yo nos mudamos de la casa a un departamento más pequeño. Una sola vez volví al barrio a visitar a los amigos, iba caminando por la vereda en la que se hallaba mi exdomicilio cuando me crucé con quien ahora ocupaba nuestra casa. Era un hombre muy simpatico y me saludó con efusividad invitándome a entrar, pero me excusé diciendo que tenía apuro. Noté que habían modificado la entrada, instalando un portón para guardar el auto. El nuevo dueño me dijo que se sentían muy cómodos, que les gustaba mucho este barrio.
Me despedí sintiendo un nudo en la garganta, ya que allí había transcurrido toda mi infancia. Mientras me alejaba intentando no volver la vista atrás, el hombre aún parado en la puerta de lo que había sido mi hogar, me gritó:
–¡Y macanudo el sapo; un campeón…!  

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Las guerras


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Las guerras
No sé si estas líneas tratan de la guerra o de Pérez Galdós, pero allá va:
¿Qué se puede decir de las guerras que no se haya dicho ya? Poco, realmente, pero igual uno no puede dejar de reflexionar ante tanta atrocidad cometida y que el ser humano no sea capaz de ponerle fin. Tal vez haya pocas cosas que nos representen mejor, a los humanos como especie, que la guerra.
Que es una palmaria negación de la ley y del derecho, no cabe duda alguna; no obstante, en el siglo XX se intentó legislar al respecto. ¿Loco, no?
Y de resultas de ello hay armas, como las químicas que están prohibidas… Uno puede preguntarse “¿Prohibidas por quién?” Y, si se desata una guerra, ¿cuál sería y quién designaría al árbitro que la suspendería porque uno de los jugadores no cumple con las reglas?
Dejemos para filósofos, politólogos y otros opinólogos la dilucidación de estas cuestiones.
Me conmovió muchísimo la lectura de una noticia (no es reciente) acerca de soldados británicos y argentinos –enfrentados a muerte en el Atlántico Sur, hace pocas décadas– que entablaron una amistad genuina y desprovista de cualquier interés de rédito político.
Y ese hecho, emotivo e intrigante como pocos, me recordó unos pasajes de esa genial obra que es “Trafalgar” de Benito Pérez Galdós.
Cuando ya la famosa batalla estaba casi definida a favor de los ingleses, y habían tomado el “Santísima Trinidad”, buque insignia de la Armada española, uno de los personajes de la novela hace ciertas reflexiones acerca de los marinos británicos.
Cito textual a Pérez Galdós en este hermoso párrafo:
«Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones, cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos; los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria».
Durante el rescate de los náufragos, dice:
«…en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: "¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?"».
Al llegar los náufragos al puerto de Cádiz, cuenta:
«En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien, equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood consignó en sus memorias  esta generosidad de mis paisanos. Quizá la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos… ¿No es triste considerar que solo la desgracia hace a los hombres hermanos?».
Y, más allá de la guerra, nos cuenta acerca de sus causas:
«Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: "Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro – añadí– de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia".
Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día».
Y una reflexión final (para este comentario) de este inmenso escritor y pensador que es Pérez Galdós:
«Por lo que oí, pude comprender que a bordo de cada navío había ocurrido una tragedia tan espantosa como la que yo mismo había presenciado [...]. Y aunque yo era entonces un chiquillo, recuerdo que pensé lo siguiente: “Un hombre tonto no es capaz de hacer en ningún momento de su vida los disparates que hacen a veces las naciones, dirigidas por centenares de hombres de talento”».

sábado, 1 de septiembre de 2018

El forastero


Autora: (Marta Tomihisa)

La chica estaba a punto de cruzar la calle cuando sintió su presencia, lo miró de reojo para no parecer atrevida.
Continuó su camino, tratando de oír si sus pasos seguían acompañándola. No era la primera vez que lo veía, siempre tan serio y silencioso, con esos ojos claroscuros que trasmitían a su mirada una expresión extraña, perdida en algún espacio irreal, inalcanzable… ¿Andaría de visita por la ciudad?
Lo había encontrado por primera vez hace un par de semanas, en esta misma esquina cercana a su casa. Quedó impactada por esa figura tan especial, alta y delgada, pero él ni siquiera la había mirado. Pero no era un habitante de este pueblo, de eso estaba segura, ella había nacido aquí y con sus catorce años ya conocía a casi todos los lugareños y a él no lo había visto nunca. Siempre vestido con su saco oscuro, corbata al tono y ese andar taciturno, tan enigmático e indiferente al entorno. Este forastero, no parecía ser un turista.
¿A quién se le ocurriría venir a conocer San Carlos de Bolívar, un lugar tan aburrido y monótono? El verano había prolongado su clima caluroso y espléndido, hasta final de febrero. En marzo se reiniciarían las clases, el tedio de volver al colegio lo invadiría todo. Se dio vuelta, comprobó que ya no estaba…
Tenía muchas incógnitas sobre este desconocido, indiferente a su presencia.
Ella sabía que era una chica atractiva que jamás pasaba desapercibida, sin embargo él no la miraba nunca, ni siquiera ese día en que soltó su cabello y se puso la blusa azul, que tan bien le quedaba. Le intrigaba mucho este sujeto, por lo que decidió investigar y se lo comentó a su mejor amiga, Marisa, quien estaba al tanto de todas las novedades del barrio pero sin embargo no sabía nada de este personaje.
–¿Y qué edad tiene el “misterioso”?– Le preguntó ella.
¿Cómo podía saberlo, si nunca había hablado con él? Tenía que averiguar algo pronto, después las tareas escolares no le permitirían hacerlo. Entró apurada a su casa y de inmediato oyó la radio, su madre estaba en la cocina planchando:
–Hola Elenita, casi llegás para la merienda…
–Bueno, fui a visitar a Marisa y el tiempo voló…
Observó que la madre estaba planchando su camisa, que era parte del uniforme de la escuela. Faltaba más de una semana para el inicio de las clases y  ella ya estaba preparando todo, para no olvidar ningún detalle. Se sintió abrumada, su madre era muy exigente con respecto a la escuela. Su padre había muerto hacía ya cuatro años y su hermano mayor, apenas obtuvo el título de contador público, se había casado y mudado a Buenos Aires.
Ellas vivían solas en esta casa modesta, pero demasiado grande para dos personas. Se mantenían con la pensión que había dejado el padre, además la madre cosía, lo que aportaba un ingreso extra a la casa. Ambas eran austeras y a decir verdad, no había en un pueblo tan pequeño, carente de tentaciones, posibilidad alguna de malgastar el dinero. A lo sumo iban dos veces por mes a la matinée del cine del barrio, esa era una salida impostergable que compartían con mucho placer. Se sirvió un poco de arroz con leche, luego fue a su cuarto para meditar sobre el encuentro con el forastero. Recostada en la cama, abrió una revista que tenía sobre la mesa de luz.
Leyó su horóscopo, Escorpio: “Tendrás un encuentro interesante…”
Su corazón palpitó entusiasmado. ¿Era un vaticinio de lo que acontecería, o quizás una advertencia?
Los días transcurrieron sin que lo volviese a ver, hasta que una mañana alcanzó a divisar su singular figura, doblando en sentido contrario a donde ella iba.
Por supuesto se dispuso a seguirlo, aceleró el paso, pues él con sus largas piernas le llevaba una considerable ventaja. Repentinamente, el hombre se detuvo e ingresó en el único hotel del pueblo. Desde la vereda del frente, pudo observar el edificio austero de dos plantas. De pronto, por el balcón del primer piso él se asomó y abrió su ventana de par en par, estaba fumando. En ese fugaz instante, ella sintió que él la miraba, pero después desapareció…
No lo volvió a ver, pero era evidente que él residía allí.
¿Se habría percatado ahora, de su presencia? ¿La había mirado realmente?
Volvió sobre sus pasos, fue a comprar lo que su madre le había encargado. Estaba eufórica, finalmente había descubierto donde se hospedaba, aunque le preocupó pensar que si se trataba de un hotel, ese alojamiento era temporario…
Por el momento disfrutó del descubrimiento, entró a su casa cantando.
Estaba tan entusiasmada con el encuentro, que hasta colaboró en la preparación del almuerzo.
–Parece que algo te cambió el ánimo, puedo saber qué es…?– Preguntó su madre.
Como única respuesta, ella se acercó y le dio un beso en la mejilla. Después de ese suceso, pasaba con frecuencia por la vereda del frente del hotel, mirando su ventana, la cual siempre permanecía abierta. Pero no lo volvió a ver, lo que la sumergió en un estado de absoluta ansiedad.
Finalmente las clases comenzaron. Las puertas del Colegio Nacional se abrieron para dar paso a docenas de alumnos que fueron amontonándose en el patio, hasta ubicarse frente al aula. Allí se reencontró con sus compañeros del año pasado y su amiga Marisa, a quien veía con frecuencia pues vivían cerca.
En el acto de bienvenida, la directora no perdió la oportunidad de leerles un discurso que aunque fue breve, resultó como siempre aburrido. La preceptora los hizo entrar al aula, ellas se acomodaron en el último banco de la primera hilera, que estaba junto a la puerta. Todos hablaban, el murmullo era tal que daba la sensación de un zumbido de abejas, sostenido y apacible. La preceptora abrió una carpeta y pidió silencio golpeando las manos, lentamente las voces se acallaron y ella fue leyendo los horarios de las distintas materias. Mientras lo hacía una mujer de mediana estatura, que tendría unos cincuenta años de edad, de cabello enrulado y entrecano, entró en el aula. Se presentó como la profesora de Lengua, por lo que la preceptora se retiró dejándola a cargo de la clase.
Así  transcurrieron las horas, conociendo a los profesores de cada materia.
Algunos le parecieron más interesantes que otros, que siendo tan poco comunicativos eran incapaces de trasponer, la intrincada distancia que separa al alumno del docente. Al ingresar al aula en la última hora, Marisa que siempre estaba al tanto de las novedades, le contó que la profesora de Geografía se había jubilado y que no sabían quién iba a sustituirla. La preceptora entró y nadie le prestó demasiada atención, siguieron charlando hasta que la puerta se abrió totalmente, para dar paso a una figura masculina, longilínea, absolutamente familiar para ella…
¡Era él! El profesor, con actitud solemne pero entusiasta, saludó a la preceptora estrechando su mano, luego mirando hacia la clase dijo con un tono de voz enérgico y claro:
-Buenos días, alumnos…
El hombre de sus desvelos, el nuevo profesor de Geografía estaba allí, a pocos pasos de su banco…Se quedó inmóvil, muda ante su presencia.
Sin embargo, oyó perfectamente cuando decía:
-La geografía es una materia importante porque nos ubica, nos abre un panorama de nuestro lugar en el mundo…
Sus palabras eran de una sonoridad admirable, no podían ser ignoradas.
Por supuesto, le pareció que la hora de geografía había sido la más breve de todas. Ya en la calle, miró nuevamente el horario que les había dictado la preceptora, dos veces por semana tendría geografía, los lunes y jueves.
Estaba eufórica, no necesitaba seguirlo, lo encontraría esos días en el aula a escasos metros de su persona. Pensó en contárselo a Marisa, pero luego prefirió guardar su preciado secreto. Averiguando un poco, supo que él había venido de Buenos Aires, del Colegio Normal con otros compañeros que también se integraron al plantel del profesorado.
Por supuesto los lunes y jueves, ella se peinaba diferente, levantaba prolijamente sus medias y estaba tan atenta a la clase de geografía, como no lo estaba en las demás. El profesor dictaba su materia con mucho entusiasmo, su estilo era tan personal y entusiasta, que no había alumno que pudiera ignorarlo.
Obtuvo su mejor nota en geografía, en especial en los exámenes escritos, pues cuando el profesor la llamaba a pasar al frente, su desempeño no era muy lucido, sus piernas temblaban y le costaba hablar de la emoción que sentía.
Se quedaba mirándolo, esperando que él la descubriera e hiciera alusión a las veces que ella lo había seguido, pero eso jamás ocurrió. Solo en sueños se atrevía a preguntarle, si recordaba aquella oportunidad en la que se asomó al balcón de su cuarto y ella estaba allí, parada en la vereda esperando que él la mirase…
Este año su rendimiento escolar fue excelente, hasta tuvo una asistencia perfecta. Su madre estaba feliz, planeando una linda fiesta, para agasajarla al cumplir sus quince años. Su hermano vendría para esta oportunidad, además había prometido hacerse cargo de los gastos del festejo, pues le estaba yendo muy bien en su profesión. Sin embargo, a ella no le entusiasmaba la organización de la fiesta, no podía dejar de pensar que las clases terminarían un mes después, en noviembre. Ya no podría ver con la misma frecuencia al profesor, ni compartir esas inigualables horas.
El 24 de octubre día de su cumpleaños, jueves para más datos, ya estaba sentada aguardando la llegada del profesor, cuando Marisa en representación de los demás compañeros le hizo entrega de una tarjeta de felicitaciones.
Estaba firmada por todos, incluyendo la preceptora, con mensajes alusivos.
Mientras leía algunos entró al aula el profesor, quien fue informado del festejo. Luego los alumnos se ubicaron en sus respectivos lugares y por primera vez él la miró con una actitud más personal, incluso extendió su mano pidiéndole la tarjeta. Se la entregó de inmediato y observó emocionada, como él también se aprestaba a escribir algo.
Luego, el profesor se acercó a su banco y sonriendo le devolvió la tarjeta, mientras posaba la mano sobre su cabeza con incomparable ternura…
Emocionada, ella leyó el mensaje que él le había escrito:
“Que este Ángel Guardián elija siempre el buen camino, afectuosamente”:
Julio Florencio Cortázar

Reflexiones preelectorales

Esto lo dije hace unos años, pero, con algunas modificaciones, viene bien a cuento ahora. Ya sé que copiar es plagio, pero no creo que yo mi...