domingo, 13 de octubre de 2019

Cámara de fotos


Autora: Marta Tomihisa.



Miró con curiosidad el ridículo pañuelo que su madre lucía sobre la cabeza, sujetando el cabello hacia atrás. Tenía unos arabescos circulares azules y marrones, parecía nuevo y ni siquiera era apropiado para este momento.
La mujer apretaba la mano de su hija menor, silenciosa y asustada junto al pozo en el cual enterrarían a su padre. Se acomodó la bufanda y pensó que la ceremonia del entierro era un absurdo total, estaba ansioso porque terminase de una vez por todas…
Oliver Collins no sentía pena, solo fastidio ante esta situación tenebrosa que debía afrontar.
Odiaba al fallecido, un borracho violento y manipulador que había hecho del hogar un campo de batalla. Golpeaba a quien tuviera al alcance, ebrio durante casi todo el día. Cuando estaba sobrio dormía hasta que la garganta seca lo despertaba y le marcaba el camino hasta el bar, luego regresaba dispuesto a pelearse con cualquiera. Desde chico oía a su madre defenderse de las agresiones, pero a medida que ambos envejecieron, la mujer optó por el silencio y solo se oían los insultos de él denigrándola hasta el hartazgo.
Se había cansado de preguntarle a ella por qué soportaba todo esto, nunca había obtenido respuesta. Ahora sentía alivio, una sensación de agotamiento inundaba su pecho como si hubiera corrido por un largo tramo y finalmente hubiera llegado al sitio indicado. Pero él no quería quedarse allí, en Foxford, en el pueblo en el que había vivido sus veintitrés años de existencia.
Anhelaba otros horizontes quizás para dejar atrás tantos años oscuros, inútiles para sus anhelos. No quería terminar como su padre, que ni siquiera había cumplido los cincuenta años y ya estaba muerto, deseaba algo más para su vida. Durante los últimos cinco años había trabajado en la fábrica de lana, al igual que su madre que aún lo hacía. Había ahorrado pacientemente todo el dinero que podía, para comprarse un pasaje e irse lejos.
En Irlanda las cosas estaban bastante tranquilas, en su pueblo no tenía otras perspectivas laborales y ni siquiera sociales. Sus amigos se habían ido a vivir con alguna chica, algunos ya eran padres y eso era todo lo que le esperaba.
Oliver quería ir a algún lugar de Latinoamérica, como lo había hecho su célebre compatriota el almirante William Brown, reconocido fundador de la armada argentina. Héroe nacional de ese país, alabado y homenajeado por sus habitantes. Muchas veces venían turistas desde allí para visitar su museo, para contemplar las fotos de sus flotas y el pueblo en donde el prócer había nacido. Él notaba la admiración en sus rostros, envidiaba una vida tan plena y arriesgada como la de Brown que sin embargo había prolongado su existencia hasta los ochenta años. Sólo de esa manera se podía envejecer con dignidad. Había mucha historia que lo unía a Argentina, hasta el Che Guevara tenía antepasados irlandeses y él lo admiraba. Sentía que solo un valiente podía haber llevado a cabo semejante revolución, eran las agallas irlandesas, sin duda…Sabía entre otras cosas que los argentinos también habían librado una batalla contra sus enemigos de siempre, los ingleses. Se disputaban la pertenencia de unas islas ubicadas en el océano Atlántico, aunque habían perdido esa disputa, esto le demostraba que ellos también compartían sus odios.
Ya estaba decidido, solo faltaba comprar el pasaje y recién entonces contárselo a la familia. No quería hacerlo antes para evitar que su madre le pidiese que se quedara, aunque hacia mucho tiempo que ella no requería nada.

Oliver no quería terminar su vida refugiándose en la taberna, repitiendo la amarga historia de su padre. Salvo a su hermanita a quien iba a extrañar mucho, no había otro pariente a quien rendirle cuentas. También estaba su tío Oscar, el hermano de su madre, a quien apreciaba considerablemente pero ya era un anciano y apenas se comunicaba con los demás. El viejo solía sentarse en un banco frente al río Moy, en donde permanecía horas intentando pescar aunque jamás lo lograba.
Ese lunes compró el ticket, en diez días estaría volando hacia Sudamérica y cumpliendo su sueño. Estaban cenando cuando se lo dijo a su madre, quien pareció no prestarle atención al asunto y siguió hablando de otras cosas sin importancia. Durante el fin de semana visitó al tío en la pensión en donde vivía, cuando le habló de su viaje el anciano demostró más interés del que se imaginaba. Sacó una caja de madera que guardaba debajo de la cama y le obsequió una vieja cámara fotográfica Leica, impecable, que había guardado durante mucho tiempo como su único tesoro.
 –Precisión alemana!– decía su tío.
Oliver no quería aceptarla pues ni siquiera sabía si funcionaba, pero el hombre le explicó cómo usarla e incluso le hizo una demostración para que comprobase lo bien que estaba.
El tío Oscar lo miró con sus apagados ojos azules, tan parecidos a los de él y dijo:
–Quiero que saques buenas fotos, para que las veamos cuando vuelvas…
Oliver se despidió apretando su mano huesuda, comprendió que era muy posible que nunca más se volvieran a ver…
Al llegar al aeropuerto internacional de Belfast, al que había visitado una sola vez en su vida, sintió una sensación de emoción y tristeza que lo incomodaron, pues detestaba las escenas sentimentales. Su madre y hermana habían venido a despedirlo, se embarcó de inmediato y ni siquiera dio vuelta la cabeza para saludarlas mientras se iba. No pudo ver que las dos lloraban agitando sus pañuelos, hasta que su figura desapareció definitivamente detrás de una puerta…
El viaje fue apacible, había volado una sola vez anteriormente para hacer un trámite en Londres. Pero ahora el trayecto era más largo, tenía mucho tiempo para pensar.
No quería quedarse en Buenos Aires, no deseaba vivir en una ciudad superpoblada. Pasaría allí un par de días y luego se iría hacia el norte a conocer la Quiaca, en Jujuy. Ese paisaje lo había subyugado, desde una revista de turismo de la cual había extraído toda la información que tenía de ese país. Además pensaba buscarse un trabajo en esa provincia y gozar del increíble entorno. Ya encontraría algo para hacer, siempre se podía ganar la vida trabajando de mozo, para eso había estado practicando el español. Leyendo en la biblioteca de su pueblo, directamente de un diccionario aprendió algunas palabras sueltas que le vendrían muy bien. No tenía mucho dinero, así que debía tomar decisiones y encontrar un lugar barato para quedarse en la capital de Argentina.
Al llegar al aeropuerto de Ezeiza estaba un poco mareado, luego de tanto viajar. Ni siquiera sabía qué momento del día era en Bs As, tomó un taxi rumbo a la ciudad, hacia un lugar llamado Retiro. Él tenía la información de que desde ese punto podría trasladarse al norte, a su lugar soñado.
El taxista lo dejó en una plaza, había mucha gente deambulando pues aún era de día. Así que anduvo mirando por todos lados, complacido de estar en ese fascinante país.


Había una torre y un gran reloj en ella, se fijó en la placa y leyó con sorpresa: “Torre de los ingleses”
–¿¡Por qué mierda los argentinos tienen esto, en el centro de su ciudad!?
Sacó su primera foto, luego se la mandaría al tío Oscar para que se riera un poco de este insólito homenaje al enemigo inglés.
Cruzó la calle mirando atentamente a las personas que pasaban apuradas, un relámpago en el cielo le advirtió que se venía una tormenta. Debía hallar de inmediato un lugar en donde pasar la noche, se dirigió a una calle un poco más solitaria. El aspecto del lugar era desprolijo, había bolsas de basura y papeles tirados por todas partes. La ciudad se veía bastante sucia, suponía que todavía no habían venido a limpiarla como correspondía.
Luego de caminar unas cuantas cuadras encontró un alojamiento, con un cartel iluminado que decía “Hospedaje”. No tenía buen aspecto así que supuso que sería barato, entró de inmediato pues la lluvia había comenzado a caer. Un hombre de bigote y cara redonda lo recibió en la recepción, comprendió de inmediato que Oliver pretendía pasar la noche allí. El precio de la habitación era conveniente, por lo tanto lo guió hasta ella indicándole además, en dónde se hallaba el baño. El lugar era precario, pero a simple vista estaba limpio y ordenado, igual no pretendía nada más. Se tiró en la cama y estiró las piernas, estaba cansado y contento pero además hambriento. Tendría que buscar un sitio donde comer algo, luego de ir al baño salió a la calle nuevamente. La lluvia había cesado, había menos gente en la calle y las primeras sombras del atardecer caían sobre las veredas. Caminó con cierto apuro y finalmente halló una cafetería en la que comió un sándwich y bebió una cerveza.
Enseguida regresó al hospedaje.
¡Buenos Aires! Ya estaba aquí, sus sueños se cumplían…
Durmió profundamente, a la mañana siguiente se dirigió hacia Retiro a comprarse un boleto para viajar al norte.
Un tráfico intenso de transeúntes y vehículos lo hizo detenerse varias veces, finalmente llegó a la estación del ferrocarril. El hombre de la boletería le explicó que allí no había ningún tren que fuese a Jujuy, que debía viajar en ómnibus, indicándole dónde estaba la terminal de ese transporte.
Finalmente allí, logró comprar un pasaje para su destino. Viajaría al día siguiente por la noche, ahorrándose el hotel, pues el trayecto duraba casi dieciséis horas. En esa zona vio docenas de vendedores ambulantes y sacó fotos por doquier, pues todo era muy colorido y alegre. Además había un desorden que jamás había visto en su pueblo en donde hasta los puestos de venta en el mercado, estaban prolijamente ordenados y limpios. Sin duda era un lugar extraño, la gente que atendía los puestos era morena, distinta a los transeúntes y en algunos casos hablaban un idioma diferente al español.
Oliver estaba muy contento de estar en una ciudad tan especial, con tantas etnias compartiendo la vida. En su pueblo no se veían extranjeros, los turistas llegaban en contingentes programados con circuitos acotados para visitar lugares tradicionales. Le gustó la diversidad de razas, el desorden, la desprolijidad imperante, pues todo era nuevo para él.
Esa noche luego de comer pizza siguió recorriendo calles y rincones, tratando de incursionar por toda la ciudad. Luego se sentó en el banco de una plaza, se dispuso a descansar un rato de su larga caminata. Allí estaba, cuando vio a los dos chicos que se le acercaban. El más alto, flaco, caminaba un tanto desgarbado, tenía varios piercing en la boca y las orejas. Un gran tatuaje cubría su hombro derecho, mostraba un gesto de marcado enojo.


El otro era petiso y casi un niño, tenía el pelo teñido de rubio y lo miraba fijo mientras sostenía un pequeño cuchillo en su mano…
El más alto le gritó:
–Dame un pucho, loco!
Oliver trató de entender:
–¿Pucho? Yo no hablo…!
El más bajo le arrebató la cámara y empezó a correr, entonces él intentó sujetar al otro y en el forcejeo sintió un dolor intenso en el cuello.
Los chicos huyeron llevándose la cámara y su mochila, mientras él tirado en el piso con un cuchillo clavado en el cuello, sentía la sangre inundar su garganta. Miró a su alrededor, se desvaneció…
Durante un breve lapso de tiempo, emitió un quejido que fue apagándose hasta desaparecer por completo.
Oliver murió allí en medio de esa plaza, bajo un cielo colmado de estrellas…
En la morgue le pusieron una etiqueta en la que decía NN, pues carecía de documentación.

En este local de San Telmo se puede hallar de todo, cosas que nadie imaginaba encontrar. Samuel no se podía quejar, su negocio era el más visitado de la cuadra. Esa mañana el sitio estaba colmado de gente, él ya había vendido bastante. Los que estaban entrando ahora eran turistas ingleses alojados en el Four Seasons, con excelente poder adquisitivo.
Miraron por todos lados buscando cosas interesantes, uno de ellos de edad avanzada, se acercó a una vitrina en la que había algunos objetos raros.
Le pidió a don Samuel que le mostrase una vieja cámara de fotos Leica, luego de revisarla un poco para saber en qué estado estaba, la compró.
Ya en el hotel el hombre abrió la máquina y vio que había un rollo puesto, lo guardó y al día siguiente lo envió a revelar. Eran unas lindas fotos de Buenos Aires, de lugares atestados de gente, de vendedores ambulantes sonriendo, sentados en las veredas, comiendo y hablando entre sí. La que más le gustó era una de la Torre de los Ingleses, un merecido homenaje a sus compatriotas.
Bueno, realmente estaban muy bien tomadas y le ahorraban aventurarse por lugares peligrosos, no recomendados para turistas.
Mirando la cámara, pensó en voz alta:
–Precisión alemana…

miércoles, 2 de octubre de 2019

Las pavadas


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¡Qué sarta de estupideces!
Más allá de si Cristina robó o no, de si Macri gobierna para los ricos o todo lo contrario –aseveraciones que serán firmemente creídas o refutadas, según de qué lado de la famosa “grieta” se encuentre el opinante– hay una serie de ideas descabelladas que campean alegremente en el imaginario del argentino promedio y que hacen que, previsiblemente, seguiremos tropezando siempre con las mismas piedras o, dicho de otro modo, dando vueltas a esta noria que, más a la corta que a la larga, mata.
«Hay que redistribuir la riqueza»
Está muy generalizado el concepto de que esa famosa redistribución es la gran deuda pendiente para ser un país de gente feliz, otorgando poca o nula importancia a la generación de dicha riqueza. No deberíamos olvidar jamás que el proceso de creación de los bienes y servicios que constituyen “la riqueza”, es necesariamente previo a cualquier tipo de redistribución, justa o injusta, que se quiera impulsar o sostener.
Y.claramente, no será por el voluntarismo de algún decreto emanado de una mente brillante y altruista que se logrará aquella “distribución justa” con que sueñan y se babean algunos.
Si no alentamos fervientemente la cración de riquezas y, en cambio, alentamos una distribución “justa” de escasos bienes, solo lograremos igualdad en la pobreza.
La creación de un bien que es útil y, por tanto, demandado, beneficia a quien lo produce y comercializa tanto como a quien, voluntariamente, lo consume. No habría que desalentar, por tanto, a los creadores de riqueza.
«Hay que lograr la igualdad»
Esto es otra forma de expresar la pavada anterior. Da la sensación de que muchos prefieren seguir siendo pobres con tal de que no haya más ricos. Tamaña estupidez se ve claramente en discusiones de políticos y opinólogos de todas las latitudes, pero me intersa focalizarme en el caso de Chile, donde también se da este debate con cierta virulencia. A pesar de haber reducido notablemente la pobreza y casi desterrado la pobreza extrema con las políticas económicas aplicadas por unos 30 años, nuestro vecino país sigue teniendo elevados índices de desigualdad. Esto lleva a ciertos sectores a reclamar el dinamitado de este exitoso sistema económico («Pasar la retroexcavadora», dijo la expresidente), para terminar con esa desigualdad. ¿Tan poco criterio analítico tienen para reconocer que el sistema ha sido exitoso? ¿Es necesario cambiarlo aunque haya mostrado enormes ventajas sobre lo anterior porque se instaló durante la dictadura de Pinochet?
«Hay que defender las conquistas sociales»
Las conquistas sociales que no vienen de la mano de mejoras en la productividad, necesariamente las paga algún otro sector de la comunidad. Una empresa, para dar un ejemplo, con 100 empleados, puede darse el lujo de pagar a uno o varios de ellos que no trabajen o al menos que nada de valor produzcan. Y no caben dudas de que esos sueldos saldrán del  trabajo productivo de los restantes empleados.
Pero, ¿podría darse el lujo de manter a los 100 con un buen sueldo y no trabajado? Omito por obvia la respuesta.
De igual modo, un gremio con “poder de fuego” (camioneros o bancarios, por ejemplo) que si hacen huelga paralizan el país, probablemente estará en mejores condiciones de obtener esas famosas “conquistas sociales”, pero, con toda seguridad, será a expensas de otros sectores que la pagarán con carestía y empobrecimiento o con inflación; en definitiva, toda “conquista social” no generada por mayor productividad, sale del trabajo productivo de otro sector de la economía.
«No hay que criminalizar la protesta»
Otra sandez mayúscula. Bajo el paraguas de esta sesgada teoría, se permitió durante largos años –y se permite aún– la comisión de todo tipo de tropelías y delitos en ocasión de una protesta. Si a un ciudadano común se le ocurriese apedrear y romper una vidriera, aprovisionándose previamente de pedazos de baldosas, asfalto o aún trozos de estatuas, con toda seguridad sería inmediatamente detenido y caerían sobre él una serie de artículos del Código Penal. Pero si esos delitos se cometen por una horda desaforada cuyos reclamos pueden o no ser justos –detalle de poca importancia– entonces están amparados por la siniestra teoría.
No se trata de criminalizar la protesta, sino de reprimir (sí, dije reprimir) los delitos que se comenten en tal ocasión.
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«El derecho de huelga está garantizado en nuestra Constitución»
No soy experto en temas legales, pero entiendo que este derecho, como cualquier otro, debe tener ciertas limitaciones que deberían estar establecidas en leyes.
Por ejemplo, el derecho a parar, no puede incluir el de impedir que trabajen quienes no están de acuerdo con la medida, como tan a menudo ocurre.
Entiendo que los servicios públicos, como el transporte, deberían estar sujetos a regímenes legales diferentes; por ejemplo, no debería estar permitido el “paro sorpresivo”. Y esto debería ser así por cuanto la medida de fuerza debe estar dirigida a ejercer una coerción al empleador, al producirle un perjuicio económico. Pero en el caso del paro sorpresivo, el gran perjudicado es el usuario, habitual convidado de piedra en el conflicto.
Pero hay todavía algo más preocupante, por no decir descabellado en numerosas “medidas de fuerza” de nuestros sindicalistas Nac&pop.
Hace un tiempo oí decir por radio a uno de los popes sindicales (no recuerdo el nombre ni el gremio al que pertenece), que tomarían medidas de fuerza en contra del rumbo de la política económica del gobierno.
Entiendo que un reclamo sindical se haga por aumentos de sueldo o mejoras en las condiciones de trabajo. Entiendo que los sindicalistas quieran y puedan opinar acerca de política, pero no que invoquen sus discrepancias con el gobierno como causal de la huelga.
No es razonable que los sindicatos docentes pretendan imponer la política educativa, ni los ferroviarios lo relativo a ese servicio, etc.
Tienen todo el derecho del mundo a opinar, a pedir que su opinión sea oída antes de tomar decisiones, pero jamás fundar una huelga o paro por discrepancias con las políticas tomadas por un gobierno en ejercicio de sus misiones y funciones.
No está, en cambio, entre las misiones y funciones de los sindicatos, el dictar las políticas gubernamentales para el sector, ni es esa la razón de su exisencia.
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«La Ley de alquileres»
En su afán de proteger a los más débiles, se ha dictado en la recordada década peronista y alguna otra vez, si mal no recuerdo, una ley que congelaba los alquileres. Esto, con el disfraz de proteger a los débiles inquilinos, solo consiguió “proteger” a quienes ya habían alquilado en desmedro de los propietarios y de quienes no habían alquilado aún. Además, desalentó la construcción de viviendas para alquilar. Un despojo absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que la inflación era elevada, que todos los demás precios aumentaban, a pesar de las campañas contra “el agio y la especulación”, como si la culpas del alza de los precios fuese de los almaceneros de barrio.
Algo parecido ocurre con toda la maraña de legislación de protección del trabajo que, por lo costosa, desanima al probable empleador a crear nuevos puestos de trabajo, sin mencionar lo azaroso de la contratación de un nuevo trabajador. Nuevamente, esta legislación protege a quienes ya consiguieron su colocación (y también a los sindicalistas) y deja en el desamparo más absoluto a quienes buscan trabajo.
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«¡No al ajuste!»
Harto hemos oído proclamar el visceral rechazo al ajuste. A tal punto que ningún politico en campaña admitirá que está en sus planes hacerlo. O bien no está en sus planes, pero al acceder al gobierno, lo implemente de todos modos.
Veamos: la resaca es consecuencia inevitable de la borrachera. Nadie se queja de la fiesta, pero sí del momento de enfrentar la factura.
Por ello, no deberíamos criticar los ajustes sino los desajustes previos que lo provocaron.
Ningún gobierno, por perversas que fuesen sus intenciones, aplica un ajuste porque sí o por el placer de perjudicar a la mayoría; después de todo, la mayoría vota, y suele hacerlo a quienes organizan la fiesta y no a quienes se deciden a pagarla.
Pero es bueno recordar: siempre es preferible el ajuste a las consecuencias de no hacerlo.
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«A propósito de la enfermedad de Florencia Kirchner» y del angustioso mensaje de su madre pidiendo respeto, se han producido una serie de comentarios, como siempre, a favor y en contra. No es el caso de analizar a los que insultan sin argumentar. Y sería bueno que recordásemos que este tipo de mensajes abundan tanto de un lado como del otro. Tembién sería bueno que los rechazáramos siempre, sin importar en qué dirección fueron lanzados.
Pero, con frecuencia vemos que se crea un estereotipo de alquien que se mofa o alegra con la enfermedad o la muerte para extender ese desvío emocional a todos aquellos que sostienen ideas contrarias a las propias. No todo el arco opositor se alegró y festejó la muerte de Eva Perón, ni la de Kirchner, ni todos los oficialstas de entonces se alegraron de la de Nisman, al menos, eso creo.
Nadie, con algo de salud mental, puede alegrarse de la enfermedad de la joven Florencia. Asmimismo, nadie con algo de mente crítica, puede pensar que, por ser hija de quien es y por no haber seguido los pasos de sus padres en política no deba ser citada por la justicia cuando hay certeza de su participación en puestos y decisiones de relevancia en empresas de sus padres que son, hoy, investigadas. Y no es, como su madre afirma, que se pueda invocar la inevitabilidad de la posesión por herencia como situación exculpatoria. Se la investiga por decisiones tomadas en función de los cargos que desempeñó.
Y no se trata de canallas de los medios quienes ven en este proceso de viaje a Cuba una maniobra para eludir a la justicia. Es altamente sospechoso que esa enfermedad no pueda tratarse aquí y sí en un país donde, casualmente o no, hay un gobierno amigable con el que encabezó la expresidente y no hay tratado de extradición.


domingo, 22 de septiembre de 2019

Adi


-Autora: Marta Tomihisa

El padre ya había sido notificado, “suspendido por dos días” decía la nota que él mismo depositó sobre la mesa, al volver de la escuela.
El motivo: “Poco interés y participación en clase”.
Apenas había comenzado la secundaria y este era el resultado…
Sin embargo, aunque era un alumno mediocre, siempre prestaba atención a la sabia dialéctica del profesor Leopoldo que alentaba con verdadero fervor, la importancia del sentimiento patriota.
Bueno, ya no había nada que hacer pues su padre lo castigaría como de costumbre, azotándolo hasta que le brotaran lágrimas y suplicara clemencia…
Debía resignarse a soportar este castigo, después vendría la madre a consolarlo sin atreverse a impedirlo, permaneciendo silenciosa detrás de la puerta de su habitación oyéndolo llorar... Su hermana se escondería en algún rincón de la casa, aterrada como tantas otras veces y temiendo correr la misma suerte. Cuando el padre lo agredía, siempre tenía esa expresión enajenada y satisfecha de quien hace algo por placer, no como método de corrección de una grave falta. Por eso sentía tanto odio hacia su progenitor, quien la mayoría de las veces volvía a la casa luego de haber pasado por la taberna, con unas cuantas copas demás. Ebrio y alterado también solía presionarlo a seguir sus pasos en la actividad que él ejercía como funcionario estatal, de la cual estaba sumamente orgulloso.
Pero a Adi no le interesaban estas cuestiones, solo le atraía el arte pues le encantaba pintar…
Los pasos de su padre subiendo las escaleras lo ubicaron en su oscura realidad, se propuso entonces evadirse de su cuerpo y no suplicar clemencia para no permitirle gozar con su dolor. La puerta se abrió, el hombre avanzó sin decir palabra alguna, en su mano derecha sujetaba una vara. Había en su mirada un destello maligno, una mueca de fastidio y placer mantenía su mandíbula apretada. Pero al ausentarse mentalmente, Adi comprobó que podía desplazarse hacia un espacio lejano en el que estaba plácidamente solo… Entonces, no profirió ni un solo grito de dolor y aunque cayó de rodillas ante el primer golpe, después ya no sintió nada… A partir de ese momento puso en práctica este método de abstracción, para no sucumbir en el sufrimiento físico. Aunque jamás pudo liberarse de la humillante sensación interior, del intenso odio hacia quien lo maltrataba sin considerar que solo era un chico indefenso…
Tiempo después, para su alivio, el padre murió y él abandonó enseguida la escuela secundaria. De inmediato intentó ingresar a la academia de arte, aunque no pudo lograrlo. Luego su madre enfermó de cáncer y siendo apenas un adolescente, tuvo que aprender alguna actividad laboral para sobrevivir, por lo que trabajó de albañil, apaleó nieve, en los ratos libres iba a las estaciones y se ofrecía como maletero aunque solo fuera por una mísera propina. En los pocos momentos que le quedaban y con escasos elementos para hacerlo, pintaba algún paisaje que después intentaba vender. No resultaba fácil, sus cuadros eran vulgares, la situación del país tampoco era pujante como para que la gente se interesase por el arte. Solía ofrecerlos a algún profesional médico o abogado, suponiendo que ellos tenían un bienestar económico que todavía les permitía adquirir algún objeto decorativo, solo por placer. Insistiendo mucho, finalmente había logrado que le compraran algunos, pero a un precio miserable.
Consumida por la enfermedad, su madre falleció en el hospital, la hermana consiguió trabajo organizando la correspondencia en una compañía de seguros, por un ingreso mínimo.

A medida que el tiempo transcurría su situación personal era cada vez más acuciante, terminó viviendo en un refugio para indigentes donde también obtenía un plato de comida. Estaba delgado y tenso, pasando penurias día tras día, aguardando un golpe de suerte o algo que cambiara este destino tan sombrío. Llevaba a cuestas una bolsa raída con sus únicas pertenencias, un par de prendas gastadas y algunos elementos de pintura, acuarelas y pinceles, sus más preciados tesoros.
Una noche invernal, mientras dormía en un refugio cerca de un viejo linyera, oyó unos pasos que se detenían a su lado. El indigente lo alertó con un chiflido, pues él se había acomodado mirando hacia la pared, de espaldas al ambiente en el que otras personas dormían. Se dio vuelta y halló a una anciana temblorosa, tratando de llevarse su bolsa. La recuperó de un manotazo, empujando a la mujer con mucha violencia. Ella cayó al suelo y se puso a llorar…
Adi permaneció toda la noche en vela, angustiado por la precariedad de su existencia y temeroso de perder lo poco que le quedaba…
Abandonó el refugio y los días siguientes durmió en la calle o en algún galpón, con admirable paciencia esperaba que los habitantes de las viviendas apagaran las luces para refugiarse en el establo, sobre el heno.
Mientras, soñaba con un destino mejor, anhelando con fervor que su suerte cambiara…
Finalmente el verano llegó, una mañana luminosa y espléndida leyó los titulares de los diarios anunciando en primera plana que la guerra, había comenzado. Lejos de preocuparlo presintió que algo trascendental le iba a suceder, entusiasmado corrió hasta el cuartel más cercano.
Muchos jóvenes acudían a prestar servicio, por lo que estuvo varias horas esperando para alistarse, mientras contemplaba con ansiedad y esperanza la larga fila de hombres que como él, buscaban un motivo para encauzar sus vidas sombrías.
Cuando su turno llegó, su corazón latió con intensidad y pronunció en voz alta su nombre y apellido:

¡Adolf Hitler! Para servir a la patria…!




Reflexiones preelectorales

Esto lo dije hace unos años, pero, con algunas modificaciones, viene bien a cuento ahora. Ya sé que copiar es plagio, pero no creo que yo mi...