martes, 7 de abril de 2020

La señal

                                   
Relato por Marta Tomihisa

Eran los primeros días de marzo, ya se despedía el verano…
Esa mañana, yo estaba sentada en el quincho, contemplando el jardín por el gran ventanal…
Afuera había tibieza en el aire, mis plantas exultantes de flores y hasta el césped cubierto de ellas, rosadas y frágiles, como suelen ser los pétalos que surgen de la grama con absoluta espontaneidad…
Dejé reposar la mirada en ese espectáculo fabuloso de la naturaleza, soberbia y desordenada, con mi gata durmiendo en la casita que perteneció a otra mascota de la que solo me quedan recuerdos…
Todo era calma y relax…
Hasta que de pronto las vi, dos pequeñas manchas oscuras sobre la exultante alfombra de césped…
Suele ocurrir que la luz del sol delinea sombras, pequeños tintes irregulares debido a algunas hojas secas del jazmín que trepa hacia arriba y caen de forma espontánea, desordenadas sobre el pasto…
Pero había cierto extraño movimiento, casi imperceptible en esas pequeñas figuras, porque mientras yo seguía contemplando el paisaje, una de ellas se irguió y un par de minúsculos ojos me miraron…
Entonces las descubrí, eran dos…
Dos lauchas diminutas y graciosas, con sus ojitos brillantes e inquisidores que me observaban como si yo fuera la intrusa que había interrumpido, el gozo del recreo floral de esa mañana de quietud…
Quedé tan impactada, que puedo asegurar que me costó creer en lo que mis ojos habían descubierto. Me di vuelta buscando a mi marido, quien también había presenciado este descubrimiento con tanta sorpresa como yo…
No me moví, atenta a los movimientos de mis inesperadas visitantes, mientras ellas seguían buscando algo para engullir, inclinando sus cabezas sobre el pasto que las ocultaba perfectamente, para luego erguirse observándonos siempre con notable minuciosidad a nosotros, seres humanos que las contemplaban con absoluta incredulidad…
Una de ellas, ignorando a mi mascota, caminó sobre el piso de cerámica cerca de donde se hallaba durmiendo el felino. Lo hizo con total indiferencia, como si comprendiera que mi gata, cargada de años, no iba a prestarle ninguna atención…
Puedo decir con total sinceridad, que en los años que llevo viviendo en esta casa, jamás había visto a estos diminutos roedores transitando por mi jardín con tanta libertad…
Durante varios minutos, casi ocultas en la grama continuaron buscando algo para devorar, pero luego se erguían y paradas sobre sus patas traseras observaban atentamente nuestros rostros sorprendidos, que aún no podían salir del asombro…
Todo esto solo duró unos pocos minutos, porque de pronto, sin mediar ningún cambio en el entorno y como si se hubieran puesto de acuerdo, las dos se encaminaron hacia la enredadera…
Treparon por ella con una admirable destreza, para desaparecer sigilosamente deambulando sobre las tejas del techo…
Y no las vi, nunca más…
Todos los días posteriores a este suceso he vuelto a sentarme en mi reposera para volver a encontrarlas, pero las diminutas intrusas que transitaban por mi jardín, no volvieron jamás a visitarnos…
Aunque la vida ya no sería igual, pues ellas habían llegado para anunciar lo indeseable, alertándonos con su presencia sobre la amenaza mortal que se cernía sobre nosotros…
Una semana después, la peste se extendía sobre la tierra y el ser humano vulnerable, se enfrentaba a una pandemia mundial…
El corona-virus, inevitable, se esparcía tenebrosamente sobre todo el planeta…


jueves, 2 de abril de 2020

El engaño (ficción)


—Esto es gonorrea, viejo. No hay dudas —dijo Pablo, tomando actitud profesional.
–¿Dónde estuviste metiendo el bicho? —agregó.
Al ver la cara de su amigo se apresuró a aclarar.
—No es tan grave, se cura con antibióticos, pero mientras tanto tenés que hacerte un nudo en el pito. Mirá que es muy contagioso y se lo vas a pasar a Dolly.
—¿Qué le digo? —atinó a preguntar Ramiro.
—No sé, viejo. Yo podría ampararme en el secreto profesional, pero habiendo amistad de por medio, si Dolly me apura...
—Pero, no entiendo... solo fue una vez, con una mina que hacía una pasantía en la oficina, y no tenía pinta de sucia ni atorranta.
—Vos tampoco parecés sucio ni atorrante, y sin embargo…
Se quedaron en silencio unos instantes.
—Decime, junto con esto, ¿no puede haber otra cosa?— preguntó Ramiro.
—Si te referís al SIDA, por el momento quedate tranquilo, el análisis fue completo y no aparece nada.
La visita a Pablo lo había demorado bastante y luego, intentando poner orden en sus ideas, había caminado sin rumbo un buen rato antes de tomar el subte. La idea del SIDA descartado le produjo cierto alivio. Pero igualmente debía enfrentarse a situaciones que no sabía cómo encarar. Llegó a casa bastante más tarde que de costumbre.
— ¿Mucho trabajo?—preguntó Dolly al tiempo que lo besaba. A Ramiro se le ocurrió que no era un beso como el de todos los días.
—Sí— contestó —tenemos que preparar el informe de fin de año.
—Aquí llamó Valverde, preguntando por vos. Hace como una hora y media.
Por un momento pensó que la llamada de su jefe lo habría descubierto; pero el tono no era de reproche ni inquisidor.
—Lo que pasa es que me demoré en la oficina de Juan—, mintió —y es probable que Valverde no se haya enterado y por eso creyó que me había ido. Mañana veré que quería.
Se sentó a tomar una gaseosa, mientras observaba a Dolly que preparaba la comida con desgano.
 —Hoy no tengo ganas de cocinar.
—Prepará cualquier cosa que no tengo mucha hambre— respondió.
Se quedaron en silencio. Él la contemplaba y admiró una vez más su figura. La ropa de entrecasa que llevaba puesta no alcanzaba a ocultar sus espléndidas caderas, y sus pechos jóvenes y provocativos que tanto seguía deseando. Su pelo sin arreglar, aumentaba su aspecto “salvaje”. Una incipiente oleada de deseo se apoderó de él, apagándose  de inmediato  y aumentando su angustia “...te tenés que hacer un nudo...”, le había dicho Pablo. ¿Cómo se las iba a ingeniar para rehuirla? ¿Cuántos días había dicho Pablo de abstinencia? No podía recordarlo, pero en todo caso siempre sería mucho. Repasó mentalmente su desempeño en los pocos años en pareja que llevaban, y aunque solo fuese una semana de ayuno, sería muy difícil lograrlo sin dar explicaciones. Y creo que dijo dos o tres semanas, pensó.
—Estoy indispuesta— dijo ella.
La noticia le produjo un inmediato alivio. Era tirar la pelota afuera. Más adelante ya vería. La cena transcurrió casi en silencio, “¿Qué calor hoy ¿no?”. “Pasame la sal”. “¿Compraste fruta?”. Esto no lo sorprendió mucho, ya que su indisposición a veces la apagaba un poco. Sin embargo, Ramiro extrañó su chispeante diálogo habitual, en el que ella siempre lo sorprendía por la pasión con que hablaba de sus pinturas, y de su empleo: «Aunque a veces me aburre, es desafiante y me mantiene siempre alerta», solía decir. Hasta comentarios rutinarios acerca de temas del trabajo, ella se las ingeniaba para abonarlos con leña para el fuego de la hora del amor: «El tarado de Gutiérrez me explicaba, alardeando de su ingenio, cómo había convencido a un cliente para que no cambiara de proveedor, mientras me hacía babosas insinuaciones, mirándome el escote; y yo, todo el tiempo pensando qué iba a hacer esta noche el dueño de ese escote con su contenido». Y terminaba con esa risita entre ingenua y pícara que le hacía dar vuelta la cabeza.
Ramiro analizaba estos recuerdos como algo perdido para siempre. ¿Sería posible que por un instante de calentura, estupidez, o como se llame, que al fin de cuentas ni siquiera le proporcionó algo que valiese la pena, fuese ahora a perder todo aquello? ¿Cómo había sido? ¿cómo se llamaba la mina? Carmen. Ni el nombre le era atractivo. Recordó que lo único que realmente lo provocó fue el desparpajo de su encare: «¿Y siempre te vas de aquí derechito a casa?»  al tiempo que lo miraba a los ojos con descaro. Había remarcado el siempre. Esto lo había provocado mucho más que sus cruces de piernas o bamboleo de caderas, o por lo menos había despertado su orgullo machista: “Si una mina se te regala así, no podés pasar por gil”. Luego todo era olvidable, ni siquiera hubo “química” en la cama, y a la hora del clímax, los gemidos de ella le sonaron como la risa de un imbécil. Si hubiese tenido que calificarla, le habría puesto un cuatro de lástima. En cambio Dolly… ¡Ah! Dolly era otra cosa… sus peores desempeños eran para nueve puntos.
En el momento de dejar a Carmen en su casa, sintió repugnancia, luego frustración y vacío. A pesar de haberse bañado, se sintió sucio y contaminado. ¡Vaya si lo estaba!
Ahora se sentía en un callejón sin salida. No podía contarle a Dolly sin arruinar todo, por otro lado, si decidía callar, tendría que reanudar su actividad amorosa, y la contagiaría. ¡No podía contagiarla! La canallada sería mayor.
Un repentino pánico lo embargó. ¿Y si ya la hubiese contagiado? No podía soportar la idea. Las cosas se ponían mucho peor de lo que había pensado. ¡Ah! si el tiempo volviera para atrás, o si lo mandaran de improviso a un viaje al extranjero... Contaba de todos modos con tres o cuatro días para pensarlo, y no podía apartar la idea de su cabeza.
Esa noche, cuando fue a la cama, Dolly ya parecía dormir, volviéndole la espalda. Con suavidad le tocó el hombro, a lo que ella respondió con un leve gruñido. Sin embargo, Ramiro no oía su respiración acompasada, tan característica del sueño. A él también le costó dormirse...
Al día siguiente, despertó sobresaltado, algo tarde, de modo que intercambiaron saludos “¿Volvés tarde?”  “No sé, cualquier cosa te llamo”. Y salió a las corridas, aliviado de haber eludido una charla más comprometedora.
No bien llegó, le informaron la razón por la que el Sr. Valverde en persona lo había llamado: nueva legislación obligaba a revisar todos los planes trazados para el año siguiente, y el jefe quería que se ocupase personalmente del asunto. Asistió a una tediosa reunión de trabajo, que lo mantuvo ocupado toda la mañana, y de la que salió con gran cantidad de tareas para realizar. No tenía ni idea de cómo iba a hacer funcionar su cabeza para esa tarea si no podía dejar de pensar en Dolly. No obstante cumplió como pudo con sus deberes y salió a la hora de costumbre.
Al llegar a casa, lo sorprendió que Dolly no estuviera en su atelier pintando, sino acostada mirando el techo. Lo saludó con una sonrisa tristona, que él interpretó debida a malestares propios de esos días, “no me siento bien”, le había dicho.
Mientras tomaba unos mates, cuyo convite ella no aceptó, analizó las oportunidades de decírselo. Estaba claro que no tenía otra salida. Pero el tema era cómo y, sobre todo, cuándo. Podía tomarse como respiro esos dos o tres días que aún le quedaban, pero lo concreto es que se sentía miserable y ruin. Prolongando la cosa tal vez nada mejoraría, pero mientras no se supiera, todavía tenía la ilusión de que un milagro lo salvara de la pérdida de ese verdadero paraíso que era la vida con Dolly.
Súbitamente, lo asaltó un pensamiento. ¿No sabría ella algo? Esa actitud distante que mantenía desde ayer, ¿no sería porque ya sabía algo, o tal vez todo? El llamado de Valverde, ¿no la habría inducido a telefonear a alguno de los compañeros? Pero, con toda seguridad, ninguno le habría contado nada. Su cabeza parecía hervir. Contarle todo era firmar la sentencia de infelicidad, no hacerlo ya se veía que era imposible.
El teléfono interrumpió su calvario.
— ¿Se encuentra la Sra. Dolores Silvani?— preguntó una mujer de voz afectadamente meliflua.
—Sí... ¿de parte de quién?— respondió y preguntó Ramiro.
—A, C & asociados.
“¿Quiénes serán estos?” se preguntó Ramiro, yendo hacia el dormitorio a avisar a Dolly y se le ocurrió que podía ser alguna de esas agencias de detectives que lo estarían controlando. Mientras ella hablaba, alcanzó a oír varios “Ahá”, “claro”, “¿está segura?” y algunos monosílabos, pero, turbado como estaba, no se animó a quedarse con ella y preguntar acerca de aquella llamada. Estaba aterrado. En ese momento se percató de que si no tuviese nada que ocultar, su actitud lógica sería quedarse junto a ella, interesarse en el tema, interrogarla, pero su terror era tal que no tuvo el coraje suficiente siquiera para disimular con inteligencia.
Pasó un largo rato, luego de que cortara la comunicación, hasta que por fin, ella apareció a la entrada de la cocina. Se quedó estática, apoyada en el marco, con ojos de haber llorado, y la cara descompuesta.    
—Dolly, por favor, creo que tenemos que hablar— dijo Ramiro.
—Sí, creo que nos debemos ciertas explicaciones— respondió Dolly con expresión grave. Le temblaban ligeramente los labios, en un rictus que Ramiro conocía muy bien.
—Yo creo...— intentó Ramiro, pero fue interrumpido por ella.
—Perdoname, Ramiro. Estás diferente, distante, y me llena de angustia y rabia la situación...— interrumpió un momento, como buscando las palabras —tengo una enfermedad venérea.
La noticia cayó como una bomba en los oídos de Ramiro, lo peor de sus temores ya había ocurrido. Se sentía a las puertas del infierno. El piso se le abría, y las paredes del hoyo eran totalmente resbaladizas.  
—Dolly, mi amor, daría cualquier cosa por que no sufras, por volver el tiempo atrás y que nada hubiera pasado...
Quedaron un instante en silencio.
—Es increíble que una cuestión de momento... —comenzó a explicar Ramiro— que nada tiene que ver con los sentimientos pueda arruinar para siempre lo más hermoso que hemos construido.
— ¡Por lo que más quieras, Ra! No sigas... me hacés daño.
—Dolly, yo lo único...
— ¡Basta! — interrumpió ella— Creo que te habrás dado cuenta de todo. No creo que me puedas perdonar nunca... y ni siquiera lo pretendo. No puedo seguir callando. Te fui infiel...—la cara de incredulidad de Ramiro la obligó a repetir — ¡Sí, te fui infiel...! y estoy viviendo un infierno, pagando mi culpa... —un sollozo entrecortado interrumpió sus palabras— no merezco ni tu perdón... nada, nada...  No solo te fui infiel; me enfermé y ¡tengo miedo de haberte contagiado!— corrió a refugiarse en el dormitorio.
Ramiro quedó estático, con la cara descompuesta, mirando a la nada…


Para todos los machistas que andamos por el mundo.

martes, 31 de marzo de 2020

Día de la primavera

A pedido de los amables lectores, publicamos este cuento de Marta Tomihisa. 

Día de la primavera

El 21 de septiembre, inevitable día de la primavera para el almanaque, amaneció nublado y lluvioso como ocurre en esta fecha en la que la gente, y sobre todo los chicos, se aprestan a concurrir al habitual picnic al aire libre para gozar de un atisbo de la tibieza del verano. No se puede, porque siempre llueve y hay que buscar reparo, todos terminan refugiándose en un McDonalds  y listo…
Pero bueno, Ricardo estaba tomando una merienda tardía en una cafetería del Puerto de Frutos, ubicada al final de una calle que desemboca en el río.
Debido al mal tiempo, el lugar no estaba tan colmado de gente como era frecuente y el entorno humedecido por la llovizna persistente, tenía una luminosidad y colorido increíbles.
Además lo acompañaba Elsa, una dama (aunque debía decir que era toda una señora!) con la que había entablado una relación hacían pocos meses.
Para ser exactos: dos meses, porque la había conocido en el cumpleaños de un compañero de oficina que casualmente cumplía años en su mismo día. Por lo que, cuando brindaron, también lo saludaron a él y hasta tuvo que soplar las velas que en realidad eran del dueño de casa. Hacía mucho tiempo que no festejaba nada, además nunca lo hacía en su departamento porque era tan chiquito que apenas cabían dos personas. Pero ahora estaba aquí, sonriente y contemplándola con cariño porque se había cansado de estar solo, no quería seguir meditando con la mirada fija sobre un mueble, olvidándose de cómo entablar una conversación. Aunque siendo separado y con un hijo adulto que se había ido a vivir al sur, ya no le quedaban afectos tan cercanos y casi se había acostumbrado a tanta soledad.
Hasta que tuvo la oportunidad de relacionarse con ella, que era viuda y no tenía otra familia más que una tía que vivía lejos y a la que no visitaba nunca.
Jugando con una servilleta que había doblado infructuosamente, tratando de convertirla en una flor, ya que el arte de transformar algo insípido en un objeto lindo no era tarea fácil para él, tan rutinario y apático con sus costumbres.
Buscó su mano y preguntó:
–¿Y vos, cuándo cumplís años…?
Ella lo miró y sin sonreír dijo:
–Hoy…
–Pero…¿cómo…? No lo sabía…¿Por qué no me lo dijiste?
–Vos no me lo preguntaste…
La mirada de la mujer, se volvió distante…
Era cierto, él había sido tan indiferente al indagar sus datos, que ni siquiera había averiguado algo tan elemental…
–¡Entonces…lo tenemos que festejar…!-Dijo avergonzado.
–Bueno, éste podría ser el festejo…
Ricardo sintió que había un poco de fastidio en esa frase, apenas pagó la cuenta se levantó y juntos recorrieron la calle colmada de puestos de regalos, en los cuales ya quedaban pocas personas. Mucha gente había huido del mal tiempo, pero algunos locales aún permanecían abiertos esperando a esos últimos visitantes que pasaban apurados eludiendo la llovizna. Ricardo la invitó a entrar en uno de ellos; tenía que enmendar su error y comprarle un presente. En cuanto ella mostrase interés por algo él aprovecharía el momento para obsequiárselo y quedar como un caballero. Elsa caminaba entre las repisas colmadas de cosas, observando todo sin interesarse por nada en particular. Él la seguía mirando los objetos diversos, pensando en corregir su falta.
En un estante vio un par de velas encendidas sobre un hornito de cerámica decorado, extendió la mano y tomó una de las velas… 
La llevaría hasta donde estaba Elsa, le pediría que la sople y en ese preciso momento le daría un beso…
Todo un galán, esta idea no le podía fallar…
Avanzó con la vela encendida esquivando adornos, agachándose para no llevarse por delante las figuras coloridas de cartón que caían desde las vigas del techo decorando el lugar. Siguió abriéndose paso con su habitual torpeza, para buscarla a ella que había desaparecido entre los canastos de mimbre, pero en un descuido arrastró la vela muy cerca de una inquieta cinta roja que se prendió fuego de inmediato…
Ante la mirada aterrada de Ricardo, la llama fue elevándose veloz por las guirnaldas, los faroles de papel y el resto de los colgantes…
El incendio se propagó con tal rapidez, devorando con sus lengüetazos voraces todo lo que estaba en su camino, invadiendo enseguida el puesto vecino y el siguiente y el siguiente…Los dueños de los locales desesperados, corrían al baño llenando tachos hasta que alguien se avivó de usar un recipiente, jarrón o lo que hubiese a mano para recoger agua del río y arrojarla sobre las llamas.
Por supuesto ya habían llamado a los bomberos, pero se demoraban más de la cuenta y el siniestro seguía avanzando con ferocidad arremetiendo contra todo a su paso…Había gente sofocada, algunos permanecían dentro de los comercios tratando de salvar la recaudación de las cajas registradoras, intentando recuperar algo de lo que habían ganado en el día. También acudían los comedidos y los oportunistas, que robaban cosas en medio del tumulto.
Elsa tuvo que ser asistida y terminó sentada en un banco tosiendo, mientras él trastornado, solo atinaba a mirar el desastre sin animarse siquiera ayudar a los que todavía insistían en rescatar aquellos objetos de valor, que ardían presurosos en las llamas.
Todo un caos…
Ricardo se alejó, subiendo unas escalinatas que lo llevaban a un muelle.
Desde allí apabullado, contempló el fuego implacable destruyendo por completo las instalaciones del Puerto de Frutos, iluminando con chispas danzarinas el cielo gris. Todo el predio se había convertido en una gran masa oscura, humeante…
Llegaban ambulancias para asistir a los maltrechos y se oía cada vez más cerca el sonido de las sirenas de los bomberos, que se aproximaban al lugar aunque ya no quedaba nada por hacer…
Un rato después sacó un pañuelo de su bolsillo, con mucha bronca se limpió la cara humedecida por la lluvia y cubierta de cenizas, secó sus ojos lacrimosos…
Luego se fue caminando cabizbajo, inevitablemente solo, otra vez…

sábado, 21 de marzo de 2020

El Sr. Virus

La reflexión en los tiempos del coronavirus.

Por haber llegado más tarde que a otros países, en virtud de lo lejano de aquellos lugares que fueron atacados al principio, esta pandemia nos está dando ciertas ventajas: al haber mirado a la distancia la gravedad de la situación cuando todavía la epidemia era muy joven y poco conocido su agente, tuvimos tiempo de prepararnos y para recibir y adquirir los conocimientos necesarios para mejor defendernos. Podríamos decir: «Cuando veas a tu vecino afeitar, pon tus barbas a remojar».
Si se aprovecharon adecuadamente esas ventajas y si tomamos a tiempo las medidas necesarias y eficientes para ello (¿remojamos las barbas lo suficiente?), no lo sé y por tanto no opino. Sí estoy de acuerdo en que cada uno asuma su cuota de responsabilidad y se mantenga tan quieto como sus necesidades se lo permitan. Siempre habrá seres antisociales, desaprensivos o simplemente displicentes que no cumplirán; para ellos se deberán tomar las medidas del caso y no somos los ciudadanos de a pie quienes debemos intervenir.
Ya sabemos que nuestro invisible enemigo se encarnizará con mayor virulencia en aquellos que sean más susceptibles, como ancianos o enfermos de otras patologías que disminuyan la capacidad de su organismo de defenderse. Y las pérdidas humanas son, sin dudas, el más alto precio que deberemos pagar.
No obstante, la cuestión económica no es para nada despreciable. La cantidad de bienes y servicios que dejarán de producirse y prestarse, producirá pérdidas incalculables. Quienes viven de un sueldo o jubilación, aparentemente no llevarán la peor parte por cuanto, se supone, seguirán percibiendo sus haberes. Pero no podemos dejar de pensar en todos aquellos cuentapropistas que tienen que salir a trabajar todos los días porque de ello depende su sustento. También debemos pensar en los pequeños empleadores, sin anchas espaldas para aguantar salarios que deberán seguir abonando sin contraprestación o en aquellos, tanto patrones como empleados, que viven del movimiento y esparcimiento de las personas, ya sean hoteles, restaurantes, operadores turísticos, taxistas, etc.
Así como los individuos más susceptibles llevarán la peor parte si resultan infectados, los países con economías más débiles o frágiles, también tendrán que sufrir más que aquellos cuya situación económica sea más próspera.
Y nosotros estamos claramente entre los primeros, por lo que pienso (y ojalá que esté totalmente equivocado) que nos esperan épocas muy difíciles, más aún de lo que sensatamente sabíamos que nos tocarían.
Y ello me lleva a preguntarme: ¿qué nos pasa que, habiendo sido bendecidos con un país exuberante en recursos naturales; que habiendo sido cultos y prósperos, en las últimas décadas no paramos de retroceder en cualquier parámetro que mida la prosperidad, educación, salud y convivencia?
Sin hacer partidismo de ninguna clase, debemos admitir que TODOS los gobiernos han fracasado, por más que algunos nos gusten un poco más que otros; TODOS han seguido recetas parecidas, aunque las hayan disfrazado de distintas; NINGUNO ha hecho una reforma en la política que se ha convertido en una oligarquía más explotadora que ninguna otra y que se ha dedicado al hedonismo más descarado a expensas de los ciudadanos, asociándose a verdaderas mafias empresarias, judiciales y sindicales.
¿Servirá esta pandemia para que nos sacudamos de semejantes sanguijuelas?


miércoles, 18 de marzo de 2020

Eventos

Ficción por Marta Tomihisa

Era mi primer trabajo importante, desde que había obtenido el título: Planificadora de eventos.
¡Pensar que estas carreras no existían antes! La gente se las arreglaba como podía, contratando varios servicios para gozar de sus fiestas inolvidables.
También nosotros festejaríamos pronto cinco años de matrimonio, sin hijos…
Debido al despliegue de nuestras actividades, todavía no podíamos incluirlos en nuestros planes.
Totalmente de acuerdo con Juan: “Por ahora, no”.
A punto de irme, estaba sentada en la compu haciendo una búsqueda, cuando él llegó cargando su mochila, se acercó a saludarme y percibí un agradable olor a menta en su aliento…
¿Masticaba  chicle?
La noche culminó con todo su esplendor y la satisfacción de los involucrados en la fiesta, me  dio la pauta del éxito rotundo de mi organización.
Cuando me acosté Juan no estaba, pero no me detuve a pensar y caí en un sueño profundo para aliviar mi cansancio físico. Soñé con una fiesta fabulosa, en la que mi marido era el maestro de ceremonias y anunciaba un gran evento con un micrófono.
Al día siguiente desperté al mediodía, estaba sola, así que preparé mi desayuno como para abreviar el almuerzo.
Como me había tomado el día, decidí visitar a Juan en su oficina de diseñador gráfico. Sentado en su escritorio me vio llegar, me saludó con la mano en alto y sonriendo me invitó a entrar. Había otras personas en ese espacio desordenado pero tranquilo, de los que se refugian en esa intangible realidad para recrear ilusiones…
–¿Querés un café? –me preguntó con una mirada inquisidora, como si no me reconociera después de tanto trajín y ausencia…Levantó su mano y le pidió a alguien que nos sirviera, me senté frente a él y charlamos contándonos cosas referentes al laburo.
Un instante después, una chica muy elegante y alta se acercó con una bandejita de plástico, en la que transportaba dos pocillos.
Me saludó y pasó frente a mí, mientras mi marido me decía:
–Cuando lleguemos a casa, quiero contarte algo…
Ella tenía cierto aroma mentolado…

domingo, 8 de marzo de 2020

Dos obras de Carlos Alberto Montaner


1) Las raíces torcidas de América Latina.
Difícil comentario cuando se lee un libro tan pletórico de conceptos tan bien fundamentados que cuesta decidir por dónde comenzar. Pero no me extraña; otras obras del autor que he leído, también me dejaron parecida impresión. 
El autor analiza y pretende explicar las causas del atraso de nuestra región en comparación con otros países de Occidente y, más recientemente, algunos países asiáticos.
El militarismo, tan común en nuestros países, afirma que es solo un síntoma, por cuanto la verdadera causa es el poco apego de nuestros pueblos por la institucionalidad. Y ello se remonta a las épocas de la conquista, en las que las instituciones traídas de España a las Indias, estaban orientadas no a administrar la cosa pública de sus súbditos (que en la letra de su legislación, tenían igualdad de derechos que los otros súbditos de su vasto imperio) sino a defender los intereses pecuniarios de la Corona. Por ello, siempre se vio a esas autoridades como algo ajeno, y a lo que no se sentían moralmente obligados a obedecer.
Analiza con acierto diversas causas: el racismo, el sexismo (que no era privativo de los españoles sino que era más crudo y cruel aún entre los nativos), la economía «que nació torcida» y como consecuencia de todo ello, el surgimiento de caudillos, más apegados a las costumbres pastoriles y primitivas y desconfiados absolutamente de todo lo que fuera cultura, progreso e instituciones. Todo ello analizado con una erudición y claridad de conceptos admirables.
Y la frutilla del postre es el último capítulo que se titula «La salida del laberinto». Dentro de este capítulo, hay apartados que nos explican, a su acertado criterio, algunas de las cuestiones a resolver o mejorar para salir de este estado de atraso imperdonable en un continente que parece haber sido bendecido por la cantidad y diversidad de sus recursos naturales.

Bajo el párrafo «La arrogancia revolucionaria» dice Montaner:
¿Quiénes son estos patéticos personajes consagrados a hacer el bien y lograr el mal? [...] son quienes padecen lo que el economista y jurista austríaco [Hayek] llamaba la «fatal arrogancia». Son esas personas que creen saber lo que a la sociedad le conviene producir y lo que le conviene consumir mucho mejor que el mercado. Son esas personas convencidas de que están dotadas por los dioses o por los conocimientos infusos obtenidos de sus ideologías para guiar a sus conciudadanos hacia la tierra prometida, aunque tengan que hacerlo a latigazos y con el auxilio de perros  guardianes, porque parece que no hay otra forma de mover a los rebaños en busca de destinos no solicitados.
Esas personas, poseídas de su fatal arrogancia, invariablemente acaban convirtiéndose en los verdugos de sus prójimos, pues son incapaces de entender lo que con toda claridad hoy comprenden las personas instaladas dentro de una cosmovisión realmente moderna: que no se conoce un orden social más justo que el 'que espontáneamente emerge de las decisiones de millones de personas poseedoras cada una de ellas de una particular información que nadie puede abarcar totalmente, y que les sirve para alcanzar sus objetivos particulares. Estos arrogantes revolucionarios, o los caudillos iluminados, no entienden que es una insensatez intentar sustituir ese prodigioso proceso de cambio y creación de un orden espontáneo con la escuálida propuesta surgida desde la buena voluntad de los tiranos benévolos o de los grupos misteriosamente ungidos por una ideología salvadora.

En «Sin instituciones no hay desarrollo sostenido» nos dice:
¿Cómo asombrarnos de que las personas razonables que viven en Estados en los que el derecho significa muy poco envíen sus ahorros a Suiza, a Londres o a Miami, en busca de protección para sus capitales, privando a nuestros países de esos indispensables recursos? Esos capitales van a la busca de Estados de Derecho. Van a guarecerse de los gestos abruptos de los revolucionarios o de los gobernantes que se colocan por encima de las instituciones, actos generalmente dictados a nombre de la justicia social –qué duda cabe–, esa justicia redistributiva preconizada por los revolucionarios, y que invariablemente acaba redistribuyendo la pobreza entre un número creciente de personas desesperadas.

En «El peligro de las ideologías»:
Las ideologías –y ahí está Popper para hacernos llegar sus esclarecedoras conclusiones– nunca podían acertar, porque se originaban en un error intelectual primigenio: suponer que la historia era una especie de flecha lanzada en una dirección previsible a una velocidad calculable. El historicismo era eso: entender la aventura del bicho humano como un relato lineal con su comienzo, su nudo y su desenlace. Y suponer, además, que los ideólogos, especialmente los que provenían de la cantera marxista, conocían de antemano el argumento del relato y su final necesariamente feliz.
Pero ¿no hay, acaso, el pensamiento de Hayek, de Popper, de Buchanan, también una «ideología»? ¿No conforman algunas de las ideas hasta ahora apuntadas esa suerte de «pensamiento único» que denuncian los enemigos de la «sociedad abierta»? Por supuesto que no. Si observamos con detenimiento las ideas centrales del pensamiento moderno, enseguida se comprueba que no proponen un punto de llegada ni un modelo final de sociedad, no sólo porque no los conocen, sino porque deliberadamente se niegan a tratar de proponerlos. Todo lo que los pensadores más acreditados proponen y prometen es abrir cauces de participación para que las sociedades, libre y espontáneamente, vayan con sus actos definiendo el presente y señalando el futuro que deseen explorar. Puede haber marchas y contramarchas. Puede haber avances laterales o retrocesos, si de lo que se trata es de medir niveles de prosperidad o paz.
La historia es un campo abierto, y lo que tiene de venturoso es, precisamente, su carácter impredecible.
Podría seguir transcribiendo párrafos geniales hasta llenar varias páginas, pero lo mejor es leer la obra completa. Escrita a principios del siglo XXI, solo habría que hacer pequeñas correcciones a su bien estructurado contenido.

2) Libertad: la clave de la prosperidad (en dos tomos)
Otra vez Montaner nos sorprende con su erudición, elocuencia y claridad conceptual. Se trata de una serie de conferencias que fueron recopiladas en dos volúmenes. Con conceptos teóricos y ejemplos empíricos, nos va demostrando cómo es imprescindible un ámbito de libertad y estabilidad en las reglas del juego para lograr la prosperidad. También hace notar claramente lo frágil que resulta mantener un estado de derecho con libertades reales (políticas y económicas) sobre todo en nuestros vapuleados países de América latina.
Como siempre hago, cito algunos de los párrafos que más me conmovieron:

Respecto de la ética:
«… la ética contiene una regla de oro que nos sirve como método constante para poder tomar decisiones menos arbitrarias, y ese método está basado en dos premisas clave: entre dos males hay que elegir el menor; entre proteger de daños reales a ideas o personas, debe prevalecer la protección de las personas.

Respecto de la libertad de expresión:
[...] ¿es permisible dejar que los enemigos de la democracia intenten destruir sus fundamentos, diseminando ideas perniciosas? Sí, porque prohibir el ataque verbal contra la democracia, o contra las religiones establecidas, o contra ciertos grupos étnicos, es más peligroso que el mal que se quiere evitar. [...] la prohibición, en cambio, puede abrir las puertas a cualquier género de persecuciones, y ya sabemos cuán fecunda puede ser la imaginación de los perseguidores. [...] ante el furor inquisitorial lo más seguro, lo menos riesgoso es impedir las prohibiciones de índole moral y aprender a vivir en sociedades tolerantes».
«…quienes tiene el poder político no pueden ponerle fronteras al pensamiento humano. [...] es a los jueces, a posteriori y no a los legisladores, a priori, a quienes le tocará luego la difícil encomienda de decidir si determinada idea, o determinada información, ha provocado un daño concreto o es solo una forma estrafalaria de verter una información».
Cuando no consiguen los resultados dentro de la democracia:
«Los ciudadanos pedirán, mayoritariamente, la abolición del sistema, aunque con esta actitud empeoren los problemas en lugar de solucionarlos».
Hace una comparación muy acertada entre la democracia en USA y en nuestros países de América latina. Allá, se construyó de abajo hacia arriba; aún antes del desembarco del “Mayflower”, esos primitivos colonos ya tenían la convicción de un autogobierno.

La hazaña heroica:
«La hazaña heroica no es necesaria para forjar una gran nación. Y quien lo dude debe visitar Canadá o Noruega.
Acaso el heroísmo real y profundo de los pueblos no esté en las gestas revolucionarias, en los himnos y en las barricadas, sino en el trabajo callado pero fructífero de millones de seres anónimos, en el responsable acatamiento de las leyes, en la prudencia y en la decisión de respetar el bien común, tanto como el propio».
Hace una interesante reflexión acerca de la estabilidad en la democracia de USA, donde la gente respeta las instituciones porque estas le brindan un bienestar más que aceptable.

Acerca de la estrecha relación entre bienestar y liberalismo:
«A fin de cuentas parece haber una adecuación casi milimétrica entre desarrollo y democracia liberal, pues, como es indiscutible, las veinte naciones más prósperas y felices del planeta, acosadas por decenas de millones de aspirantes a inmigrar a ellas desde todos los rincones de la tierra, son veinte democracias liberales en las que se conjugan con razonable armonía el Estado de derecho y la economía de mercado».

Claves de la prosperidad
«Ya se sabe, por ejemplo, que no es la riqueza natural lo que explica el éxito de un país montañoso, pequeño y sin acceso al mar, como Suiza; como también puede afirmarse que no es la rapiña imperial lo que ha enriquecido a los países escandinavos o a la remota Nueva Zelanda. Por otra parte, el desarrollo fulminante de los famosos cuatro dragones de Asia (Hong Kong, Corea del Sur, Taiwán Y Singapur), precedido por el fenómeno asombroso de Japón, ha demostrado que el acceso a la prosperidad no constituye un privilegio reservado a los pueblos de origen europeo o de raza blanca».
«…las sociedades en las que prevalece la superstición de que el éxito de alguno de sus miembros es siempre el resultado de la ruina de sus semejantes, no son, generalmente, el mejor terreno para abonar la expansión de la riqueza».

Al igual que en el comentario de la primera obra, prefiero no seguir reproduciendo párrafos para no extenuar a los lectores, que, seguramente, disfrutarán más leyendo el libro completo.

martes, 3 de marzo de 2020

La carta

Ficción por Marta Tomihisa

Abrí la puerta y levanté la carta tirada en el piso, sobre unas facturas impagas. La dejé sobre la mesita de la entrada, al lado del velador que está junto a una foto de mamá.
Presentía que esta noticia llegaría tarde o temprano, ni siquiera sabía cuáles serían mis sentimientos ante la inminente muerte de mi padre.
Hacía quince años que me había alejado de mi hogar, huyendo de los conflictos matrimoniales que habían colmado mi infancia de miedos y silencios, de preguntas sin respuestas… Como testigo inocente de esa amarga experiencia matrimonial, siempre tomé partido por mi madre que asumió con entereza su papel de víctima. En los últimos años de su vida la situación empeoró, ella dejó de defenderse aceptando con insoportable paciencia la relación tan conflictiva que mantenía con mi padre. Me cansé de preguntarle por qué soportaba esa situación, por qué no se divorciaba y se liberaba de tanto sometimiento y angustia. Jamás logré que me respondiera, una semana después de su muerte decidí irme de allí para siempre; ya no había nada que me detuviera.
Sin embargo, aguardé hasta último momento una palabra conciliadora de mi padre, que permaneció con el ceño fruncido y un rencor incomprensible en el corazón. Le di la espalda a su silencio y no volví a verlo nunca más…
Me mudé a Buenos Aires, conseguí un trabajo que además me permitió seguir estudiando. A pesar de todo no me fue tan mal, finalmente obtuve mi título de diseñadora gráfica. Desempeño mi actividad laboral en una revista, comparto la oficina con un columnista con el que estuve de novia, hasta que ambos comprendimos que no nos comprendíamos.
Así terminó la cosa: cada uno por su lado, todo bien…
Es evidente que no va a resultar fácil para mí mantener una relación sin sentirme acosada por miedos y frustraciones, perseguida por los recuerdos de aquella tortuosa situación familiar.
Abrí el sobre y, tal cual lo presentí el fallecimiento de mi padre había acontecido. No sentí dolor, una sensación de vacío y sosiego me invadió…

El viernes por la tarde volví a mi pueblo, hacía calor y la terminal de ómnibus estaba colmada de gente llegando y partiendo con bolsos y paquetes. Apenas bajé del ómnibus divisé a mi tío Julián en la explanada, avanzando hacia mí sin apuro. Era el hermano menor de mi padre, ahora cura de la parroquia del lugar, quien me había enviado la carta informándome de la muerte de mi progenitor. No lo veía desde que me había ido. Se acercó sonriendo, aunque percibí un gesto de tristeza en su mirada. Ahora usaba lentes, sus grandes ojos verdes tan parecidos a los de papá y a los míos, me contemplaron con ternura. Siempre poseía una expresión tan serena y luminosa, que lo hubiera reconocido en cualquier lugar.
–¡Bienvenida!
Nos abrazamos, sintiendo nuestros corazones latir acelerados por la emoción. Entonces aferrada contra su pecho lloré, tenía tantas sensaciones amargas invadiendo mi espíritu… Me abandoné en su apacible dulzura, en la protección infalible de sus brazos. Recordé de inmediato las veces que me había refugiado a su lado, huyendo de la tensión frecuente de mi hogar.
Mientras nos dirigíamos en su auto hacia la casa, nos hicimos las preguntas de rigor respecto a nuestras vidas. Por supuesto, mi tío residía en la parroquia y había donado la propiedad de sus padres a la iglesia, en donde dictaban la catequesis. La única familiar que le quedaba era yo.

Al llegar a la entrada de mi casa paterna, puso en mi mano las llaves de la puerta y luego de preguntarme otra vez si necesitaba algo, se fue.
 Aunque en un par de horas estaría de vuelta, para llevarme al domicilio en donde pasaría la noche. Ya le había manifestado los pocos deseos que tenía de pernoctar sola, en mi casa paterna. Al día siguiente un escribano amigo de la familia, me entregaría la documentación y otros papeles que debía firmar por ser la única heredera. Al cruzar el umbral sentí nuevamente esa sensación de angustia que me acompañaba, cada vez que abría la puerta de calle… Pero ya no había discusiones, solo silencios y recuerdos en esos ambientes tan familiares para mis sentidos. Cada cosa estaba en su lugar, era evidente que mi tío había andado por allí ocupándose del orden. Sobre la mesa del comedor había un florerito con fresias, las flores que le encantaban a mamá. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si los dueños de casa estuviesen a punto de entrar y seguir adelante con sus vidas. Arriba del aparador hallé un diario, me fijé la fecha y era de una semana atrás, del día en que mi padre murió.
En la heladera de la cocina busqué algo para tomar, encontré una impecable jarra con agua fresca. Entré a mi cuarto, la cama estaba tendida y mi escritorio prolijo. Pero algo me llamó la atención, junto al velador había un sobre con mi nombre. Esa era la inconfundible letra de mi madre, la reconocí enseguida. La carta ajada, parecía haber permanecido en ese lugar durante un largo tiempo. Emocionada y sorprendida ante lo inesperado, intenté abrirla y se despegó sin el mínimo esfuerzo; el pegamento se había secado. Sobre el papel amarillento, contemplé esa caligrafía tan lograda y prolija que mamá se esforzaba por mantener en sus escritos:

“Querida hija:
Solo deseo que cuando papá y yo ya no estemos en este mundo, puedas leer estas líneas. Debemos disculparnos, por tantos momentos tristes que te hicimos pasar. Comprendo lo doloroso que debe haber sido para tus jóvenes años, ese conflicto permanente de nuestra existencia. Asumo mi culpa.
Solo te pido que no me juzgues con demasiado rencor, ya que me arrepentí de mis actos, cada minuto de mi vida. He querido a tu padre, pero no lo suficiente para respetarlo como se merecía. Semanas antes de casarme tuve una relación amorosa con otro hombre, de quien estaba perdidamente enamorada…
Meses después de mi casamiento, me enteré de que estaba embarazada.
Mi marido no podía tener hijos, pero a pesar de eso asumió su papel de padre respetando mi secreto. Te crió con cariño y consideración.
Pero nunca me perdonó, me acosó con sus celos y resentimiento durante todo nuestro matrimonio. Tu verdadero padre es alguien de la familia, que ignora esta situación:
Estoy segura de que va a estar a tu lado, al final del camino…
Deseo con todo mi corazón que puedas ser feliz! Por favor: ¡Perdóname!

Mamá”

Salí al patio, me senté en la misma reposera en la que mi madre leía sus novelas románticas huyendo de la angustia…
Recién entonces, respiré aliviada…Una brisa tibia despeinó mis cabellos y trajo a mi corazón, un inesperado regocijo.
Cuando el timbre sonó, supe ya que el “tío” Julián estaba allí, detrás de la puerta, rescatándome para siempre de todas las sombras…  

Reflexiones preelectorales

Esto lo dije hace unos años, pero, con algunas modificaciones, viene bien a cuento ahora. Ya sé que copiar es plagio, pero no creo que yo mi...