martes, 16 de octubre de 2018

Huésped inesperado



Autora: (Marta Tomihisa)

Mamá dice que llegó con la última inundación, la grande del ’58. Esa en la que nos quedamos en la planta alta por tres días completos, yo recién empezaba la secundaria y lo recuerdo bien. Después hubo que ponerse a limpiar, la casa era una mugre llena de basura pegada a las paredes y ramas por todos lados. Lo encontré casi una semana después en el patio, entre la huerta y el cantero de las azaleas. Escondido y asustadizo, daba pena mirarlo al pobre, mientras el perro ladraba hasta que se acostumbró y se hicieron amigos. Tan feo y gordo, nunca me gustaron estos bichos, pero tengo que reconocer que no me animé a echarlo al jardín del vecino porque tiene un doberman y no sé qué le hubiera hecho. Era divertido verlo saltar, tratando de esconderse de mí y de Colita que lo corría por todos lados, contento de tener un compañero de aventuras. Al principio no sabía si contarle sobre este descubrimiento a Irma, mi hermana; es tan tarambana que seguro le iba a tener miedo. Así que me callé la boca y lo dejé estar en ese rinconcito, escondido entre unas piedras que casi tenían su mismo color. Pero una tarde, cuando volví de la escuela, Irma estaba cosiendo sentada en una reposera y me increpó con ese aire de mandona que tiene:
–¿Vos sabías que en el patio hay un sapo?
La miré como si estuviera hablando en latín y me di vuelta para ir a la cocina a prepararme la merienda, pero entonces ella se acercó amenazante…
–¿Un sapo?
–No te hagas la tonta…
Desde allí fuimos a contarle a mamá, que pareció no interesarse demasiado y solo dijo:
–Bueno, esos animales se comen los mosquitos, está bien que esté aquí… Al menos no se le ocurrió sacarlo de casa, aunque luego no habló más del asunto.
Mamá se había vuelto taciturna desde que había enviudado, hablaba poco y no era muy demostrativa con sus sentimientos. De todas formas el bicho permanecía escondido la mayor parte del tiempo. Yo lo buscaba por todos los rincones hasta que veía sus ojitos atentos y el perro ladraba sin que él se inmutara. Convivimos tan pacíficamente, que un día cuando me asomé al patio para sacudir las migas del mantel lo vi parado al borde de las baldosas, como si supiera que ahí estaba su límite en nuestra convivencia. Nunca intentó entrar en la casa, pero todas sabíamos que estaba afuera, cazando insectos tan pacífico y relajado como siempre.
En mi segundo año, en la clase de zoología nos dieron como tarea la disección de un batracio.  La profesora, una mujer fea y vieja, nos enseñó el procedimiento, con esa voz apagada de las personas que han repetido tantas veces la misma cosa que se les vuelve tediosa. Me negué a realizar ese trabajo sangriento, pero mi compañero de banco que vivía en un departamento me preguntó si quería compartirlo. Por supuesto, yo aportaría el sapo y él haría la disección, la idea no era mala pues yo necesitaba la nota. Le di mi dirección para que viniera a buscarlo ese sábado, durante la noche anduve entre las sombras del patio tratando de verlo. Lo hallé debajo de unas ramas secas, tranquilo e indefenso, entonces le conté que tenía que sacrificarlo, que seguramente no iba a sentir nada porque se dormiría enseguida y listo. Se quedó mirándome con sus ojos acuosos, como si estuviera esperando una disculpa. Ya en la cama, la cuestión me desveló a pesar de que me justificaba pensando en el motivo. Al día siguiente llegó mi compañero, pero aunque hicimos lo imposible por hallarlo no lo encontramos por ningún lado y tengo que reconocer que sentí un gran alivio. Como si hubiera comprendido mis palabras, en el momento justo, había desaparecido de nuestro patio salvando su vida. Nunca más volvimos a verlo…
Años después, luego del deceso de mi madre, mi hermana y yo nos mudamos de la casa a un departamento más pequeño. Una sola vez volví al barrio a visitar a los amigos, iba caminando por la vereda en la que se hallaba mi exdomicilio cuando me crucé con quien ahora ocupaba nuestra casa. Era un hombre muy simpatico y me saludó con efusividad invitándome a entrar, pero me excusé diciendo que tenía apuro. Noté que habían modificado la entrada, instalando un portón para guardar el auto. El nuevo dueño me dijo que se sentían muy cómodos, que les gustaba mucho este barrio.
Me despedí sintiendo un nudo en la garganta, ya que allí había transcurrido toda mi infancia. Mientras me alejaba intentando no volver la vista atrás, el hombre aún parado en la puerta de lo que había sido mi hogar, me gritó:
–¡Y macanudo el sapo; un campeón…!  

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Las guerras


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Las guerras
No sé si estas líneas tratan de la guerra o de Pérez Galdós, pero allá va:
¿Qué se puede decir de las guerras que no se haya dicho ya? Poco, realmente, pero igual uno no puede dejar de reflexionar ante tanta atrocidad cometida y que el ser humano no sea capaz de ponerle fin. Tal vez haya pocas cosas que nos representen mejor, a los humanos como especie, que la guerra.
Que es una palmaria negación de la ley y del derecho, no cabe duda alguna; no obstante, en el siglo XX se intentó legislar al respecto. ¿Loco, no?
Y de resultas de ello hay armas, como las químicas que están prohibidas… Uno puede preguntarse “¿Prohibidas por quién?” Y, si se desata una guerra, ¿cuál sería y quién designaría al árbitro que la suspendería porque uno de los jugadores no cumple con las reglas?
Dejemos para filósofos, politólogos y otros opinólogos la dilucidación de estas cuestiones.
Me conmovió muchísimo la lectura de una noticia (no es reciente) acerca de soldados británicos y argentinos –enfrentados a muerte en el Atlántico Sur, hace pocas décadas– que entablaron una amistad genuina y desprovista de cualquier interés de rédito político.
Y ese hecho, emotivo e intrigante como pocos, me recordó unos pasajes de esa genial obra que es “Trafalgar” de Benito Pérez Galdós.
Cuando ya la famosa batalla estaba casi definida a favor de los ingleses, y habían tomado el “Santísima Trinidad”, buque insignia de la Armada española, uno de los personajes de la novela hace ciertas reflexiones acerca de los marinos británicos.
Cito textual a Pérez Galdós en este hermoso párrafo:
«Cuando vi el orgullo con que enarbolaron su pabellón, saludándole con vivas aclamaciones, cuando advertí el gozo y la satisfacción que les causaba haber apresado el más grande y glorioso barco que hasta entonces surcó los mares, pensé que también ellos tendrían su patria querida, que ésta les habría confiado la defensa de su honor; me pareció que en aquella tierra, para mí misteriosa, que se llamaba Inglaterra, habían de existir, como en España, muchas gentes honradas, un rey paternal, y las madres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan valientes marinos; los cuales, esperando con ansiedad su vuelta, rogarían a Dios que les concediera la victoria».
Durante el rescate de los náufragos, dice:
«…en nuestras lanchas iban españoles e ingleses, aunque era mayor el número de los primeros, y era curioso observar cómo fraternizaban, amparándose unos a otros en el común peligro, sin recordar que el día anterior se mataban en horrenda lucha, más parecidos a fieras que a hombres. Yo miraba a los ingleses remando con tanta decisión como los nuestros; yo observaba en sus semblantes las mismas señales de terror o de esperanza, y, sobre todo, la expresión propia del santo sentimiento de humanidad y caridad, que era el móvil de unos y otros. Con estos pensamientos, decía para mí: "¿Para qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estos hombres no han de ser amigos en todas las ocasiones de la vida como lo son en las de peligro? Esto que veo, ¿no prueba que todos los hombres son hermanos?"».
Al llegar los náufragos al puerto de Cádiz, cuenta:
«En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien, equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood consignó en sus memorias  esta generosidad de mis paisanos. Quizá la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos… ¿No es triste considerar que solo la desgracia hace a los hombres hermanos?».
Y, más allá de la guerra, nos cuenta acerca de sus causas:
«Pero venía de improviso a cortar estas consideraciones la idea de nacionalidad, aquel sistema de islas que yo había forjado, y entonces decía: "Pero ya: esto de que las islas han de querer quitarse unas a otras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, y sin duda en todas ellas debe de haber hombres muy malos que son los que arman las guerras para su provecho particular, bien porque son ambiciosos y quieren mandar, bien porque son avaros y anhelan ser ricos. Estos hombres malos son los que engañan a los demás, a todos estos infelices que van a pelear; y para que el engaño sea completo, les impulsan a odiar a otras naciones; siembran la discordia, fomentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado. Yo estoy seguro – añadí– de que esto no puede durar: apuesto doble contra sencillo a que dentro de poco los hombres de unas y otras islas se han de convencer de que hacen un gran disparate armando tan terribles guerras, y llegará un día en que se abrazarán, conviniendo todos en no formar más que una sola familia".
Así pensaba yo. Después de esto he vivido setenta años, y no he visto llegar ese día».
Y una reflexión final (para este comentario) de este inmenso escritor y pensador que es Pérez Galdós:
«Por lo que oí, pude comprender que a bordo de cada navío había ocurrido una tragedia tan espantosa como la que yo mismo había presenciado [...]. Y aunque yo era entonces un chiquillo, recuerdo que pensé lo siguiente: “Un hombre tonto no es capaz de hacer en ningún momento de su vida los disparates que hacen a veces las naciones, dirigidas por centenares de hombres de talento”».

sábado, 1 de septiembre de 2018

El forastero


Autora: (Marta Tomihisa)

La chica estaba a punto de cruzar la calle cuando sintió su presencia, lo miró de reojo para no parecer atrevida.
Continuó su camino, tratando de oír si sus pasos seguían acompañándola. No era la primera vez que lo veía, siempre tan serio y silencioso, con esos ojos claroscuros que trasmitían a su mirada una expresión extraña, perdida en algún espacio irreal, inalcanzable… ¿Andaría de visita por la ciudad?
Lo había encontrado por primera vez hace un par de semanas, en esta misma esquina cercana a su casa. Quedó impactada por esa figura tan especial, alta y delgada, pero él ni siquiera la había mirado. Pero no era un habitante de este pueblo, de eso estaba segura, ella había nacido aquí y con sus catorce años ya conocía a casi todos los lugareños y a él no lo había visto nunca. Siempre vestido con su saco oscuro, corbata al tono y ese andar taciturno, tan enigmático e indiferente al entorno. Este forastero, no parecía ser un turista.
¿A quién se le ocurriría venir a conocer San Carlos de Bolívar, un lugar tan aburrido y monótono? El verano había prolongado su clima caluroso y espléndido, hasta final de febrero. En marzo se reiniciarían las clases, el tedio de volver al colegio lo invadiría todo. Se dio vuelta, comprobó que ya no estaba…
Tenía muchas incógnitas sobre este desconocido, indiferente a su presencia.
Ella sabía que era una chica atractiva que jamás pasaba desapercibida, sin embargo él no la miraba nunca, ni siquiera ese día en que soltó su cabello y se puso la blusa azul, que tan bien le quedaba. Le intrigaba mucho este sujeto, por lo que decidió investigar y se lo comentó a su mejor amiga, Marisa, quien estaba al tanto de todas las novedades del barrio pero sin embargo no sabía nada de este personaje.
–¿Y qué edad tiene el “misterioso”?– Le preguntó ella.
¿Cómo podía saberlo, si nunca había hablado con él? Tenía que averiguar algo pronto, después las tareas escolares no le permitirían hacerlo. Entró apurada a su casa y de inmediato oyó la radio, su madre estaba en la cocina planchando:
–Hola Elenita, casi llegás para la merienda…
–Bueno, fui a visitar a Marisa y el tiempo voló…
Observó que la madre estaba planchando su camisa, que era parte del uniforme de la escuela. Faltaba más de una semana para el inicio de las clases y  ella ya estaba preparando todo, para no olvidar ningún detalle. Se sintió abrumada, su madre era muy exigente con respecto a la escuela. Su padre había muerto hacía ya cuatro años y su hermano mayor, apenas obtuvo el título de contador público, se había casado y mudado a Buenos Aires.
Ellas vivían solas en esta casa modesta, pero demasiado grande para dos personas. Se mantenían con la pensión que había dejado el padre, además la madre cosía, lo que aportaba un ingreso extra a la casa. Ambas eran austeras y a decir verdad, no había en un pueblo tan pequeño, carente de tentaciones, posibilidad alguna de malgastar el dinero. A lo sumo iban dos veces por mes a la matinée del cine del barrio, esa era una salida impostergable que compartían con mucho placer. Se sirvió un poco de arroz con leche, luego fue a su cuarto para meditar sobre el encuentro con el forastero. Recostada en la cama, abrió una revista que tenía sobre la mesa de luz.
Leyó su horóscopo, Escorpio: “Tendrás un encuentro interesante…”
Su corazón palpitó entusiasmado. ¿Era un vaticinio de lo que acontecería, o quizás una advertencia?
Los días transcurrieron sin que lo volviese a ver, hasta que una mañana alcanzó a divisar su singular figura, doblando en sentido contrario a donde ella iba.
Por supuesto se dispuso a seguirlo, aceleró el paso, pues él con sus largas piernas le llevaba una considerable ventaja. Repentinamente, el hombre se detuvo e ingresó en el único hotel del pueblo. Desde la vereda del frente, pudo observar el edificio austero de dos plantas. De pronto, por el balcón del primer piso él se asomó y abrió su ventana de par en par, estaba fumando. En ese fugaz instante, ella sintió que él la miraba, pero después desapareció…
No lo volvió a ver, pero era evidente que él residía allí.
¿Se habría percatado ahora, de su presencia? ¿La había mirado realmente?
Volvió sobre sus pasos, fue a comprar lo que su madre le había encargado. Estaba eufórica, finalmente había descubierto donde se hospedaba, aunque le preocupó pensar que si se trataba de un hotel, ese alojamiento era temporario…
Por el momento disfrutó del descubrimiento, entró a su casa cantando.
Estaba tan entusiasmada con el encuentro, que hasta colaboró en la preparación del almuerzo.
–Parece que algo te cambió el ánimo, puedo saber qué es…?– Preguntó su madre.
Como única respuesta, ella se acercó y le dio un beso en la mejilla. Después de ese suceso, pasaba con frecuencia por la vereda del frente del hotel, mirando su ventana, la cual siempre permanecía abierta. Pero no lo volvió a ver, lo que la sumergió en un estado de absoluta ansiedad.
Finalmente las clases comenzaron. Las puertas del Colegio Nacional se abrieron para dar paso a docenas de alumnos que fueron amontonándose en el patio, hasta ubicarse frente al aula. Allí se reencontró con sus compañeros del año pasado y su amiga Marisa, a quien veía con frecuencia pues vivían cerca.
En el acto de bienvenida, la directora no perdió la oportunidad de leerles un discurso que aunque fue breve, resultó como siempre aburrido. La preceptora los hizo entrar al aula, ellas se acomodaron en el último banco de la primera hilera, que estaba junto a la puerta. Todos hablaban, el murmullo era tal que daba la sensación de un zumbido de abejas, sostenido y apacible. La preceptora abrió una carpeta y pidió silencio golpeando las manos, lentamente las voces se acallaron y ella fue leyendo los horarios de las distintas materias. Mientras lo hacía una mujer de mediana estatura, que tendría unos cincuenta años de edad, de cabello enrulado y entrecano, entró en el aula. Se presentó como la profesora de Lengua, por lo que la preceptora se retiró dejándola a cargo de la clase.
Así  transcurrieron las horas, conociendo a los profesores de cada materia.
Algunos le parecieron más interesantes que otros, que siendo tan poco comunicativos eran incapaces de trasponer, la intrincada distancia que separa al alumno del docente. Al ingresar al aula en la última hora, Marisa que siempre estaba al tanto de las novedades, le contó que la profesora de Geografía se había jubilado y que no sabían quién iba a sustituirla. La preceptora entró y nadie le prestó demasiada atención, siguieron charlando hasta que la puerta se abrió totalmente, para dar paso a una figura masculina, longilínea, absolutamente familiar para ella…
¡Era él! El profesor, con actitud solemne pero entusiasta, saludó a la preceptora estrechando su mano, luego mirando hacia la clase dijo con un tono de voz enérgico y claro:
-Buenos días, alumnos…
El hombre de sus desvelos, el nuevo profesor de Geografía estaba allí, a pocos pasos de su banco…Se quedó inmóvil, muda ante su presencia.
Sin embargo, oyó perfectamente cuando decía:
-La geografía es una materia importante porque nos ubica, nos abre un panorama de nuestro lugar en el mundo…
Sus palabras eran de una sonoridad admirable, no podían ser ignoradas.
Por supuesto, le pareció que la hora de geografía había sido la más breve de todas. Ya en la calle, miró nuevamente el horario que les había dictado la preceptora, dos veces por semana tendría geografía, los lunes y jueves.
Estaba eufórica, no necesitaba seguirlo, lo encontraría esos días en el aula a escasos metros de su persona. Pensó en contárselo a Marisa, pero luego prefirió guardar su preciado secreto. Averiguando un poco, supo que él había venido de Buenos Aires, del Colegio Normal con otros compañeros que también se integraron al plantel del profesorado.
Por supuesto los lunes y jueves, ella se peinaba diferente, levantaba prolijamente sus medias y estaba tan atenta a la clase de geografía, como no lo estaba en las demás. El profesor dictaba su materia con mucho entusiasmo, su estilo era tan personal y entusiasta, que no había alumno que pudiera ignorarlo.
Obtuvo su mejor nota en geografía, en especial en los exámenes escritos, pues cuando el profesor la llamaba a pasar al frente, su desempeño no era muy lucido, sus piernas temblaban y le costaba hablar de la emoción que sentía.
Se quedaba mirándolo, esperando que él la descubriera e hiciera alusión a las veces que ella lo había seguido, pero eso jamás ocurrió. Solo en sueños se atrevía a preguntarle, si recordaba aquella oportunidad en la que se asomó al balcón de su cuarto y ella estaba allí, parada en la vereda esperando que él la mirase…
Este año su rendimiento escolar fue excelente, hasta tuvo una asistencia perfecta. Su madre estaba feliz, planeando una linda fiesta, para agasajarla al cumplir sus quince años. Su hermano vendría para esta oportunidad, además había prometido hacerse cargo de los gastos del festejo, pues le estaba yendo muy bien en su profesión. Sin embargo, a ella no le entusiasmaba la organización de la fiesta, no podía dejar de pensar que las clases terminarían un mes después, en noviembre. Ya no podría ver con la misma frecuencia al profesor, ni compartir esas inigualables horas.
El 24 de octubre día de su cumpleaños, jueves para más datos, ya estaba sentada aguardando la llegada del profesor, cuando Marisa en representación de los demás compañeros le hizo entrega de una tarjeta de felicitaciones.
Estaba firmada por todos, incluyendo la preceptora, con mensajes alusivos.
Mientras leía algunos entró al aula el profesor, quien fue informado del festejo. Luego los alumnos se ubicaron en sus respectivos lugares y por primera vez él la miró con una actitud más personal, incluso extendió su mano pidiéndole la tarjeta. Se la entregó de inmediato y observó emocionada, como él también se aprestaba a escribir algo.
Luego, el profesor se acercó a su banco y sonriendo le devolvió la tarjeta, mientras posaba la mano sobre su cabeza con incomparable ternura…
Emocionada, ella leyó el mensaje que él le había escrito:
“Que este Ángel Guardián elija siempre el buen camino, afectuosamente”:
Julio Florencio Cortázar

miércoles, 25 de julio de 2018

Mamá y Dios


Autora: (Marta Tomihisa)

Mi madre se llamaba Esther, nació en la ciudad de San Miguel de Tucumán, en un hogar de clase media.
Nunca trabajó; sus únicas actividades conocidas fueron las tareas domésticas que ocupaban gran parte de su tiempo en una confortable casa propia en pleno centro de la ciudad, a pocas cuadras de la histórica casa de Tucumán. Mi abuelo era un genovés, próspero carpintero, oficio que le brindaba una vida holgada y le permitía mantener a su gran familia que constaba de cinco hijos, cuatro mujeres y un solo varón: mi tío Ángel, quien no siguió los pasos del padre y era un ser meditabundo que tocaba el violín con maestría.
Dejaré para otra oportunidad el mencionar a mi abuela Delfina, porque hay demasiada historia para contar sobre esta dama tan especial…
Don Luigi Cernusco, así se llamaba mi abuelo, ejercía un riguroso control de todas las actividades de la familia, encomendada al Dios supremo de la religión católica a la que rendía absoluto culto honrando sus festividades y siguiendo rigurosamente todos sus mandatos. En ese entorno, mi madre sobrevivía sometida estrictamente a las normas impuestas, hasta que se enamoró de mi padre y tuvo la osadía de fugarse con él…
Por supuesto que antes había intentado, denodadamente, que mi abuelo aprobase a su pretendiente, un humilde peluquero japonés que apenas hablaba el castellano y cuyo único pecado mortal era no ser católico…Pero mi abuelo no podía permitir que semejante personaje se uniera a la familia, lo cual provocó un colapso total en la vida de mi madre.
Me cuesta imaginar, habiendo vivido con ella, tan formal y tímida, cómo fue que en ese momento de su existencia encaró una situación tan extraordinaria y se animó a huir detrás de mi padre, que era un hombre tan dinámico para su época. Pero así fue como mamá renunció a las comodidades de su casa paterna y huyó para vivir la singular odisea que le propuso el amor y que, sin ninguna duda, cambió drásticamente su vida…
Cuando yo nací, aún vivíamos en la ciudad de Tucumán, en una humilde vivienda alquilada y ella ya tenía más de cuarenta años. El trato que me dispensaba era absolutamente pacífico y tierno, aunque nunca declinó de imponerme los ritos de la religión católica, que a su entender, me llevarían por buen camino. Comprendo que al hacerlo quería purgar todos los pecados que se atribuía, por haber apostado al amor…
Aunque mi padre no era católico, permitió con entusiasmo y para satisfacción de mi madre, que mis hermanos y yo fuéramos sometidos a todos los ritos religiosos existentes y llegado el momento de contraer matrimonio obligados a casarnos ante la iglesia, salvo mi hermana mayor (¡que ya estaba embarazada!).
Pero descreí de este Dios indiferente, cuando mi padre falleció repentinamente. Sobre todo, habiendo llevado una vida bastante sobria, activo consumidor de vegetales aunque también un gran fumador, cuando aún se desconocía la terrible secuela que los pulmones padecen por ello…
Y si mi madre era un ser taciturno, luego del deceso de mi padre se aisló absolutamente dentro de la casa; no salía jamás y lo más lejos que la vi de la puerta de entrada fue barriendo la vereda, saludando tímidamente a los vecinos que pasaban…
No le conocimos ninguna amistad, ni siquiera se interesaba por las cosas banales de la vida, ni la moda ni los chismes del barrio despertaban su interés, solo la lectura era una actividad febril en su vida. Debo mencionar que siendo la menor de la casa, viví muy bien atendida por tantos adultos que se esmeraban en facilitarme la existencia, pero por algo que jamás comprendí, yo compartía la cama matrimonial con mi madre aún en vida de mi padre, que ocupaba una habitación pequeña, rodeado de sus libros.
Yo no recuerdo haber pernoctado en otra cama que no fuera la cama matrimonial que compartía con mamá, hasta el día en que me casé…
Por supuesto que cada noche, oí a mi madre rezar el rosario de cuentas negras que había traído de su casa paterna y que guardaba celosamente en su mesa de luz, como un preciado objeto al que acudía para suplicar perdón a pecados imaginables que aún debía purificar. Además, cada vez que yo me dispuse a descansar y aún en mis trasnoches, ella extendía su mano buscando la mía y me pedía que rezara un padrenuestro, cosa que yo hacía para no tener que oír sus quejas durante horas. Además de su total entrega a los designios de Dios, mi madre era una lectora voraz de historias y gran amante de los clásicos. Aún debo agradecerle su infinita insistencia, para animarme a transitar los extenuantes laberintos de los escritores rusos, trágicamente dignos y vulnerables… Ella leía indiscriminadamente todo cuanto llegaba a sus manos, gozando con absoluto entusiasmo de numerosos textos. Solía retirarse a su dormitorio después de la merienda, disfrutando por anticipado de la compañía inseparable de algún libro que le obsequiábamos nosotros, como si fueran alas que le permitirían volar más allá de la dimensiones del hogar…
Cuando mi marido y yo decidimos vivir juntos, me pidió suplicante que me casara por iglesia y accedimos, ya que comprendimos que era demasiado inútil polemizar con ella.
Luego de la ceremonia, cuando estábamos por subir a los autos que nos llevarían a la casa paterna de mi marido en la cual compartiríamos un brindis con ambas familias, mi madre se excusó de asistir a la reunión y pidió que la lleváramos de vuelta a su casa.
Había logrado su objetivo, solo le restaba descansar…

Un mes antes de que se cumpliera un año de mi matrimonio, almorcé con mi madre como lo hacía siempre durante todos los mediodías laborales. Terminado el almuerzo, me acompañó hasta la puerta y mientras caminábamos por el tramo de baldosas que atraviesa el jardín hacia la calle, vi una hilera de tulipanes cuyos pimpollos no se habían abierto todavía. Le pregunté si sabía de qué color eran, a lo que me respondió que no y que lamentablemente no lo iba a saber nunca…
Me sorprendió su respuesta, pero imaginé que el comentario no era nada más que una broma.
A la mañana siguiente, aún dormíamos cuando nos avisaron que mi madre no se había despertado esa mañana y estaba en coma…
Corrí al sanatorio en donde se hallaba internada. Ni bien llegué, el médico me hizo pasar para que pudiera verla, dormía plácidamente. Me acerqué a su mejilla y le pregunté qué le había pasado, al no obtener respuesta estreché su mano y ella entonces respiró aliviada. El médico de inmediato me indicó que me retirara. En ese instante supe que se había ido porque solo estaba aguardando despedirse de mí…
Mamá no logró impregnarme su fe religiosa, no me he sometido a ninguna creencia, ni a ningún designio divino pues solo confío en el poder de la voluntad que conferimos a las acciones que realizamos. Los credos son puntos demasiado oscuros que someten nuestras vidas, que marginan nuestras relaciones…
Mi madre, luego de haber cruzado la puerta de su casa paterna, sintió que solo a través de un dogma podría hallar la misericordia para aliviar su culpa y descansar en paz…
Pero no hay nada que perdonarte Mamá, el amor te dio alas e hiciste muy bien en volar!  



   




Reflexiones preelectorales

Esto lo dije hace unos años, pero, con algunas modificaciones, viene bien a cuento ahora. Ya sé que copiar es plagio, pero no creo que yo mi...