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Otra vez me animo a
comentarles algunos libros que he leído recientemente. Si a alguien le sirve
para pasar un grato momento, me sentiré ampliamente compensado.
Fortunata y Jacinta. De Benito Pérez Galdós.
Otra vez don Benito con
una novela fascinante. No por frondosa deja de ser interesante. Es notable la
caracterización de sus personajes, de qué manera nos pinta sus virtudes y
defectos y la forma en que actúan disimulando sus verdaderas pasiones, pero
dejando ver al lector sus intenciones. El narrador, casi siempre impersonal y
omnisciente, a veces no lo es tanto; nos plantea dudas, acerca de situaciones
en las que parece no saber qué es lo que ha ocurrido. En otros casos, suelta
frases del tipo: “este punto no me fue revelado por el personaje tal”. Creo que
siempre vale la pena leer cuanto de este autor caiga en nuestras manos. Esta es
la historia de dos mujeres, una es la amante y la otra es la esposa legal de un
mismo personaje y todo tiene un desenlace inesperado y emotivo. Tiene muchos
dichos muy españoles y sabe hacer hablar a cada personaje con el lenguaje
propio de su condición social.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
De animales a dioses. De
Yuval Noah Harari.
Fantástico paseo por la evolución humana.
No muchos detalles de la biología de la evolución, sino más bien se detiene en
la evolución cultural y termina haciendo conjeturas sobre el futuro de la
especie que, a esta altura del desarrollo tecnológico, está íntimamente
relacionado con el futuro de la vida toda.
Lo novedoso, para mí al menos, es que habla
de una “Revolución cognitiva”, previa a la Revolución agrícola. Desarrolla la
idea de que el Homo sapiens, desde su
completo desarrollo biológico, tardó algunos milenios en lograr un grado de
conocimientos suficientes como para hacer valer su superior cerebro. Es así que
dice que, al menos en un principio, tal desarrollo no supuso una gran ventaja, siempre
hablando en términos de éxito de la especie. Si ese desarrollo cerebral fuese
directa e inmediatamente una gran ventaja, «¿por qué los felinos no
desarrollaron un gato capaz de hacer cálculos?» dice el autor. Compara ese
desarrollo cerebral en detrimento de la potencia física y el desarrollo de
armas, con un país que privilegia los gastos en educación por sobre los de armamentos.
Fue solo cuando desarrolló la capacidad de
lo que llama el “chismorreo”, y la creación de mitos creídos por gran cantidad
de individuos, que realmente llegó a la cima. Los insectos sociales pueden
reunir enormes cantidades abejas u hormigas trabajando al unísono por una
causa. Pero ello está en su ADN y no serían capaces de producir cambios ante
circunstancias imprevistas. Por su parte, algunos mamíferos, como lobos u
orcas, son capaces de trabajar en conjunto, y con una plasticidad de variantes
que le permiten modificar sus conductas según sea necesario. Pero esos
conjuntos son de pocos individuos, tal como eran, presumiblemente, los clanes
humanos pre sapiens y sapiens ya desarrollados en un
principio. Lo que le permitió a nuestra especie, muchos milenios después de
completado su desarrollo, llegar a formar sociedades tan complejas y
adaptables, fue la creación de mitos y creencias compartidas por cantidades muy
grandes de personas que permitieron la cohesión social de ese elevado número de
individuos.
También me resulta sorprendente un concepto
que yo, personalmente, había conjeturado (en una monografía que, pomposamente,
denominé “Historia total”): la Revolución Agrícola, no trajo felicidad, sino
guerras, esclavitud y trabajos forzados. Y, asimismo, produjo la
estratificación social con las consabidas clases nobles, burocráticas,
castrenses y eclesiásticas, todas ellas desentendidas de las duras faenas que
suponía la labranza de la tierra, sobre todo en unos comienzos donde toda la
energía disponible era la fuerza muscular, principalmente humana y, solo más
tarde, animal. Cuando analiza estas cuestiones, llega a la conclusión de que
esta Revolución agrícola, tan elogiada por décadas, no trajo la felicidad a la
humanidad; es por ello que la llama “El mayor fraude de la Historia”.
«En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución
agrícola dejó a los agricultores con una vida generalmente más difícil y menos
satisfactoria que la de los cazadores-recolectores. Estos cazadores pasaban el
tiempo de maneras más estimulantes y variadas, y tenían menos peligro de
padecer hambre y enfermedades. Ciertamente, la revolución agrícola amplió la
suma total de alimento a disposición de la humanidad, pero el alimento
adicional no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio, sino en
explosiones demográficas y élites consentidas. El agricultor medio trabajaba
más duro que el cazador-recolector medio, y a cambio obtenía una dieta peor. La
revolución agrícola fue el mayor fraude de la historia.
¿Quién fue el responsable? Ni reyes, ni sacerdotes, ni mercaderes. [...]
El trigo lo hizo manipulando a Homo
sapiens para su conveniencia.
Este simio había vivido una vida relativamente confortable cazando y
recolectando hasta hace unos 10.000 años, pero entonces empezó a invertir cada
vez más esfuerzos en el cultivo del trigo. En el decurso de un par de milenios,
los humanos de muchas partes del mundo hacían poca cosa más desde la salida
hasta la puesta de sol que cuidar de las plantas del trigo. No era fácil. El
trigo les exigía mucho. [...] El cuerpo de Homo
sapiens no había evolucionado para estas tareas. Estaba adaptado a trepar a
los manzanos y a correr tras las gacelas, no a despejar los campos de rocas ni
a acarrear barreños de agua. La columna vertebral, las rodillas, el cuello y el
arco de los pies pagaron el precio. Los estudios de esqueletos antiguos indican
que la transición a la agricultura implicó una serie de dolencias, como discos
intervertebrales luxados, artritis y hernias. Además, las nuevas tareas
agrícolas exigían tanto tiempo que las gentes se vieron obligadas a instalarse
de forma permanente junto a sus campos de trigo. Esto cambió por completo su
modo de vida. No domesticamos el trigo. El término «domesticar» procede del
latín domus, que significa «casa».
¿Quién vive en una casa? No es el trigo. Es el sapiens. ¿De qué manera
convenció el trigo a Homo sapiens
para cambiar una vida relativamente buena por una existencia más dura? ¿Qué le
ofreció a cambio? Desde luego, no le ofreció una dieta mejor. Recordemos que
los humanos son simios omnívoros que medran a base de una amplia variedad de
alimentos. Los granos suponían solo una pequeña fracción de la dieta humana
antes de la revolución agrícola. Una dieta basada en cereales es pobre en
minerales y vitaminas, difícil de digerir y realmente mala para los dientes y
las encías».
Discutible, sin lugar a dudas, pero
notablemente razonada.
Luego desarrolla interesantes reflexiones
acerca de las “leyes naturales” y los constructos subjetivos
«No hay ninguna posibilidad de que la gravedad deje de funcionar
mañana, aunque la gente deje de creer en ella. Por el contrario, un orden
imaginario se halla siempre en peligro de desmoronarse, porque depende de
mitos, y los mitos se desvanecen cuando la gente deja de creer en ellos».
Nos cuenta que todos los imperios tendieron
a la unificación interna como medio de facilitar la gobernabilidad; pero
asimismo, casi siempre se sintieron destinados a llevar su “cultura superior”,
sus “sabias instituciones”, su lengua y costumbres a los confines del mundo, al
menos del mundo conocido. A su turno, eso hicieron romanos, chinos, españoles,
portugueses, británicos, soviéticos y americanos. Aunque muchas veces, por no
decir siempre, con la espada o los misiles. Y remarca que en casi todos los
casos, los imperios, por sangrientos que hayan sido, dejaron, al retirarse de
sus posesiones, su cultura e instituciones.
«Podemos considerar de la misma manera el proceso de descolonización
de las últimas décadas. Durante la era moderna, los europeos conquistaron gran
parte del planeta con el pretexto de extender una cultura occidental superior.
Tuvieron tanto éxito que miles de millones de personas adoptaron gradualmente
partes importantes de dicha cultura. Indios, africanos, árabes, chinos y
maoríes aprendieron francés, inglés y español. Empezaron a creer en los
derechos humanos y en el principio de autodeterminación, y adoptaron ideologías
occidentales como el liberalismo, el capitalismo, el comunismo, el feminismo y
el nacionalismo.
Durante el siglo XX, los grupos locales que habían adoptado los
valores occidentales reclamaron la igualdad a sus conquistadores europeos en
nombre de esos mismos valores. Muchas contiendas anticoloniales se libraron
bajo los estandartes de la autodeterminación, el socialismo y los DDHH, todos
ellos herencias occidentales. De la misma manera que los egipcios, iraníes y
turcos adoptaron y adaptaron la cultura imperial que habían heredado de los
conquistadores árabes originales, los indios, africanos y chinos de hoy en día
han aceptado gran parte de la cultura imperial de sus antiguos amos
occidentales, al tiempo que buscan modelarla según sus necesidades y
tradiciones».
«Los buenos y los malos de la historia
Resulta tentador dividir de manera clara la historia entre buenos y
malos, y situar a todos los imperios entre los malos. Al fin y al cabo, casi
todos estos imperios se fundaron sobre la sangre y mantuvieron su poder
mediante la opresión y la guerra. Pero la mayor parte de las culturas actuales
se basan en herencias imperiales. Si los imperios son, por definición, malos,
¿qué dice eso de nosotros?
Hay escuelas de pensamiento y movimientos políticos que buscan purgar
la cultura humana del imperialismo, [procurando recuperar] lo que afirman que
es una civilización pura y auténtica, no mancillada por el pecado. Tales
ideologías son, en el mejor de los casos, ingenuas; y en el peor, sirven de
solapado escaparate del nacionalismo y la intolerancia. Quizá pudiera aducirse
que algunas de las numerosas culturas que surgieron en los albores de la
historia registrada eran puras, no estaban tocadas por el pecado ni adulteradas
por otras sociedades. Pero no existe ninguna cultura aparecida después de
aquellos inicios que pueda hacer dicha afirmación de forma razonable, y menos
aún ninguna de las culturas que existen en la actualidad sobre la Tierra. Todas
las culturas humanas son, al menos en parte, la herencia de imperios y de
civilizaciones imperiales, y no hay cirugía académica o política que pueda
sajar las herencias imperiales sin matar al paciente. [...] Nadie sabe cómo
resolver esta cuestión espinosa de la herencia cultural. Sea cual fuere el
camino que tomemos, el primer paso es reconocer la complejidad del problema y
aceptar que dividir de manera simplista el pasado entre buenos y malos, no
conduce a ninguna parte. A menos, desde luego, que estemos dispuestos a admitir
que generalmente seguimos el ejemplo de los malos».
Más sobre el imperialismo: el autor
nos hace ver que, si buscamos argumentos para condenar al imperialismo,
podremos llenar varias bibliotecas. Pero también podemos llenar bibliotecas con
el legado que dejaron: instituciones, avances en medicina, seguridad jurídica,
«crearon el mundo tal como lo conocemos, incluidas las ideologías que utilizamos
para juzgarlos».
Adam Smith: nos cuenta el autor
que A. S. Reivindicó a los ricos. Porque el rico “aumenta el pastel” del que
todos recibirán una porción. Si uno tiene una porción más grande, no es
necesariamente porque se haya quedado con parte de la de otro. Si uno es pobre,
no puede comprar el producto de otro y pierden los dos.
Imprevisibilidad de la Historia: Es
relativamente fácil analizar lo que ya ocurrió (“Era lógico y evidente que
ocurriría tal cosa”), pero es muy difícil predecir lo que ocurrirá. Da ejemplos
de los bolcheviques, que eran un grupúsculo poco antes de 1917; o el Islam en
su lugar y momento; o el cristianismo en la Roma del año 300 de nuestra era. La
Historia no es determinista. «Las revoluciones son, por definición,
impredecibles. La revolución predecible no se produce nunca».
El dinero: cristianos y
musulmanes no se ponen de acuerdo en la religión, pero sí creen en el mismo
dinero. Ello es porque la religión exige creer en algo etéreo, mientras que el
dinero supone creer que otros creerán en él.
Conocimientos del hombre primitivo: Dice que
el cerebro se redujo desde nuestro antecesor cazador-recolector. Ellos estaban
muy bien informados y eran muy diestros en el mundo en que se desenvolvían. Hoy
se puede sobrevivir gracias a las habilidades de otros; ello da lugar a «nichos
para imbéciles».
Sería largo, larguísimo, seguir comentando
y reproduciendo párrafos del autor; lo mejor es que cada uno lea la obra
completa.
-o-o-o-o-o-o-o-o-o-
La economía en una lección. De
Henry Hazlitt.
Muy instructivo acerca de cuestiones
básicas de la economía, aunque no es tan de divulgación como proclama, dado que
por momentos requiere de mucha concentración para comprender lo que se pretende
explicar.
Se rescatan ciertos conceptos generales: en
Economía, no todo es de evidencia inmediata, sino por el contrario (agrego yo)
suelen ser contraintuitivas las consecuencias de medidas que se toman con
buenas intenciones, a veces, y otras, no tanto. Y otro de los problemas que
debe enfrentar la Economía como ciencia, a diferencia de las Matemáticas o la
Física, es que suele haber poderosos intereses detrás de las doctrinas. Lo que suele ocurrir, por
error o por interés, es que se toma una medida pensando en el efecto inmediato
sobre un sector de los actores económicos, sin tener en cuenta al conjunto de
la sociedad y sin prever las consecuencias a largo plazo. Así, cuando un
gobierno “protege” a un sector, vía subsidios, rebaja de impuestos o aranceles
a la importación, lo está haciendo con el bolsillo del resto de la sociedad
que, con sus impuestos, es la que subsidia esa actividad. No hay, pues, un
beneficio neto para el conjunto y, además, a largo plazo, estamos protegiendo
una actividad ineficiente y raquítica, ya que si no lo fuese, no necesitaría
“protección”. Desenmascara la falacia de que el capital genera miseria o
explota al asalariado y pone como ejemplo el impresionante aumento real de los
salarios en USA (habla de la primera mitad del siglo XX) gracias a la
acumulación de capital. [...] Pone los ejemplos de China (de entonces) y la
India, donde la miseria generalizada es ocasionada por la falta de capital más
que por desocupación; es evidente que si mandamos a un agricultor a labrar su
parcela sin auxilio de tractores o de animales de tiro, su productividad será
apenas suficiente para alimentase él y su familia.
Y, reforzando el concepto de los resultados
a largo plazo y sobre la totalidad de los actores económicos, dice:
«¿Acaso no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen
innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan altamente
perjudiciales? ¿[...] ¿No sabe el que se embriaga que va a despertarse
con el estómago revuelto y la cabeza dolorida? [...] Finalmente, para volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de
advertir el perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada disipación,
que caminan hacia un futuro de deudas y miseria? Sin embargo, cuando entramos
en el campo de la economía pública, verdades tan elementales son ignoradas.
Vemos a hombres considerados hoy como brillantes economistas condenar el ahorro
y propugnar el despilfarro en el ámbito público como medio de salvación
económica; y que cuando alguien señala las consecuencias que a la larga traerá
tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la
paterna admonición: «A la larga, todos muertos». Tan vacías agudezas pasan por
ingeniosos epigramas y manifestaciones de madura sabiduría. Pero la tragedia
radica en que, por el contrario, estamos ya soportando las consecuencias a
largo plazo de las políticas de un pasado más o menos remoto. Hoy es ya el
mañana que nos aconsejaba despreciar el mal economista de ayer. Las
repercusiones remotas de ciertos métodos económicos pueden hacerse tangibles
dentro de escasos meses; otras quizá requieran el transcurso de varios años, y
tal vez precisen el paso de décadas. Pero, en todo caso, las consecuencias
remotas se hallan contenidas en la política en cuestión tan fatalmente como el
polluelo en el huevo o la flor en la semilla.
Por consiguiente, bajo este aspecto puede reducirse la totalidad de la
economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: El arte de la Economía consiste en considerar
los efectos más remotos de cualquier acto o medida política y no meramente sus
consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no
sobre un grupo sino sobre todos los sectores».
Hay otro concepto que expresa con total
claridad y que en forma recurrente y casi obsesiva he sostenido tantas veces
que me da cierto pudor insistir, pero lo dice tan bien que no puedo menos que
transcribirlo (los subrayados van por mi cuenta):
«De cuanto antecede no se pretende deducir la imposibilidad de elevar
los salarios. Lo único que se desea es señalar que el método aparentemente
sencillo de incrementarlo mediante disposiciones del poder público es el
camino peor y más equivocado.
Parece oportuno advertir ahora que lo que distingue a muchos
reformadores de quienes rechazan sus sugerencias no es la mayor filantropía
de los primeros, sino su mayor impaciencia. No se trata de si deseamos o no
el mayor bienestar económico posible para todos. Entre hombres de buena
voluntad tal objetivo ha de darse por descontado. La verdadera cuestión
se refiere a los medios adecuados para conseguirlo, y al tratar de dar una
respuesta a tal cuestión, no es lícito olvidar unas cuantas verdades
elementales; no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la
larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.·
La mejor manera de elevar, por lo tanto, los salarios es incrementando
la productividad del trabajo. Tal finalidad puede alcanzarse acudiendo a
distintos métodos: por una mayor acumulación de capital, es decir, mediante un
aumento de las máquinas que ayudan al obrero en su tarea; por nuevos inventos y
mejoras técnicas; por una dirección más eficaz por parte de los empresarios;
por mayor aplicación y eficiencia por parte de los obreros; por una mejor
formación y adiestramiento profesional. Cuanto más produce el individuo, tanto
más acrecienta la riqueza de toda la comunidad. Cuanto más produce, tanto más
valiosos son sus servicios para los consumidores y, por lo tanto, para los
empresarios. y cuanto mayor es su valor para el empresario, mejor le pagarán. Los
salarios reales tienen su origen en la productividad, no en los decretos y
órdenes ministeriales».
Acerca del “salario mínimo”, hace un
interesante comentario:
«Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en
virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana
laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en
esa cifra por un empresario volverá a conseguir empleo. [...] En una palabra, se sustituye el salario bajo
por el paro».
También explica la falacia de la
“protección arancelaria”. Lo resumo con mis palabras.
Un fabricante de camisas americano hace lobby para conseguir que lo
protejan de la competencia de los fabricantes británicos. El americano vendía a
$15 su producto, mientras que igual mercadería británica se conseguía a $10.
Esto lo dejaba fuera de mercado y condenado a la quiebra, con lo que quedarían
sin trabajo muchos de obreros americanos. A primera vista parecería lógico,
justo y solidario que se gravase al producto importado en $5 por unidad. Pero
no se analiza que el consumidor americano, al comprar a $10, tiene su camisa y
le sobran $5 para gastar en otros productos que alimentarán a otras industrias
y darán trabajo a otras personas en actividades más eficientes. Por otra parte,
los británicos, además de mantener a sus operarios trabajando, acumularán
dólares que podrán invertir en comprar lavarropas o heladeras americanas.
Podría seguir transcribiendo párrafos muy
esclarecedores, pero siempre es bueno dejar algo para el futuro lector de esta
obra imprescindible.
Historia de la conquista de México. De
William Prescott.
Hechos reales que
parecen de novela. El indudable talento militar de Cortés le permitió realizar
una proeza que no parece creíble. Es cierto que contó con el apoyo de
innumerables tribus descontentas con el yugo azteca, pero así y todo lo
realizado por él es descomunal. Si era difícil mantener la disciplina entre españoles,
cuánto más no lo sería cuando tenían que convivir tropas peninsulares con
indígenas. Y son contundentes las reflexiones acerca de los “derechos de
conquista” que hace el autor (tengamos presente que no era español sino
norteamericano) y lo poco sustentable de muchas de las acusaciones que se hacen
acerca de que los españoles supuestamente vinieron a destruir a sangre y fuego
la idílica existencia de los aborígenes. Desde luego que en la conquista no
estuvo ausente la cuota de violencia e iniquidad que conllevan todas las conquistas.
Pero hay que ver las Ordenanzas de Cortés y su testamento para ver que no todo
era codicia y sed de oro y poder.
Cito:
«…recordaban al ejército que el primer
objetivo de la expedición era conversión de los infieles, sin lo cual la guerra sería manifiestamente injusta y
das las cosas adquiridas serían un robo. Prohibían toda blasfemia contra
Dios y sus santos, el juego, las riñas y duelos, atacar al enemigo sin haber
recibido orden de hacerlo, y guardarse para sí ninguna cosa del botín».
Otra:
«De esta suerte, después de un sitio sin
igual en la historia por el heroísmo de los sitiados, sucumbió la famosa
capital del imperio azteca. Pero no lamentemos la caída de un imperio que tan
poco hacía en pro de sus súbditos y de toda la humanidad. Los aztecas eran una
raza feroz y brutal, Poco a propósito para excitar nuestras simpatías. Su
civilización acaso no era suya propia, sino débil reflejo de la de otra raza
que les había precedido. […] ¿Cómo podía la nación progresar en el camino de la
civilización, si se entregaba a sacrificios humanos y además era antropófaga ?
Ya se ve, por lo tanto, que su imperio no cayó antes de tiempo. Más interesante
que discutir la legitimidad del derecho de conquista, es investigar si, sentada
dicha legitimidad, la conquista fue hecha con arreglo a los principios de
humanidad. Entonces veremos que, por mucha indulgencia que se tenga con la
ferocidad de aquellos siglos, cualquier español que ame a su patria querría de
buena gana borrar ciertas páginas de la historia de la conquista de México. Sin
embargo, considerada en su conjunto, se advertirá que ésta fue llevada
relativamente con poca inhumanidad, tal vez con menos que ninguna otra de las
que hicieron los españoles en el Nuevo Mundo. Aún en el último sitio de la
capital, por muy terrible que haya sido, no se puede acusar a los vencedores de
desusada crueldad. No emplearon más que la que su propia nación ha recibido de
otras bastante cultas, no sólo en los tiempos antiguos, sino en los modernos.
Pero de cualquier modo que se considere a la conquista bajo el aspecto moral,
como proeza militar debe llenarnos de asombro. Mas sería injusto atribuir
exclusivamente a los españoles el mérito de la conquista. El imperio mexicano
se puede decir que fue conquistado por los indios; fue minado y derribado por
mano de sus vasallos, dirigidos, es cierto, por la sagacidad y la política
europea».
Seguramente que
Cortés aunaba una gran ambición, talento militar y también codicia, pero no
caben dudas de su magnanimidad para con los vencidos y subordinados y de su
indudable convicción religiosa. De todo ello da cuenta en sus testamento, donde
deja importantes donaciones para la construcción de iglesias, conventos y
hospitales en México. También exhorta a no reducir a los indios a servidumbre sino
a pagarles salario justo por sus trabajos.
Esta otra cita
nos demuestra la obcecación que se muestra muchas veces en el afán de
reivindicar lo indigenista:
«En 1823 la “plebe patriótica” de la
capital, en conmemoración de la independencia y por odio a los primeros
españoles, se disponía a abrir la tumba de Cortés y arrojar al viento sus
cenizas. Las autoridades se negaron a intervenir; mas las personas de la
familia enterraron secretamente la urna que encerraba los restos e impidieron
así que se consumara el sacrilegio. Los que meditaron este ultraje no fueron
los descendientes de Moteuczoma [con esta ortografía se refería el autor a
quien conocemos por Moctezuma], sino los descendientes y compatriotas de los
antiguos conquistadores, los mismos que debían al derecho de conquista sus
títulos sobre el suelo que pisaban».
Si la obra del conquistador
de México fue heroica, la del autor del libro no lo fue menos; siendo joven
perdió un ojo y quedó la visión del restante muy disminuida, al punto de que,
por temporadas, no era capaz de leer ni de escribir. Ello no fue obstáculo para
que, merced a un asistente que le leía y tomaba sus notas, pudiera escribir
esta historia y otras más: Historia de
los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel así como La conquista del Perú (esta última tengo
ya pronta para comenzar su lectura). El
autor nació en 1794 y falleció en 1859, lo que, teniendo en cuenta las
dificultades que habría en la época para recabar tanta información, hace que su
obra sea aún más notable.