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—Esto
es gonorrea, viejo. No hay dudas —dijo Pablo, tomando actitud profesional.
—¿Dónde estuviste metiendo el bicho? —agregó. Al ver la cara de su amigo se apresuró a aclarar. —No es tan grave, se cura con antibióticos, pero mientras tanto tenés que hacerte un nudo en el pito. Mirá que es muy contagioso y se lo vas a pasar a Dolly.
—¿Dónde estuviste metiendo el bicho? —agregó. Al ver la cara de su amigo se apresuró a aclarar. —No es tan grave, se cura con antibióticos, pero mientras tanto tenés que hacerte un nudo en el pito. Mirá que es muy contagioso y se lo vas a pasar a Dolly.
—¿Qué
le digo? —atinó a preguntar Ramiro.
—No
sé, viejo. Yo podría ampararme en el secreto profesional, pero habiendo amistad
de por medio, si Dolly me apura...
—Pero,
no entiendo... solo fue una vez, con una mina que hacía una pasantía en la
oficina, y no tenía pinta de sucia ni atorranta.
—Vos
tampoco parecés sucio ni atorrante, y sin embargo…
Se
quedaron en silencio unos instantes.
—Decime,
junto con esto, ¿no puede haber otra cosa?— preguntó Ramiro.
—Si
te referís al SIDA, por el momento quedate tranquilo, el análisis fue completo
y no aparece nada.
La visita a Pablo lo había demorado bastante y luego, intentando poner
orden en sus ideas, había caminado sin rumbo un buen rato antes de tomar el
subte. La idea del SIDA descartado le produjo cierto alivio. Pero igualmente
debía enfrentarse a situaciones que no sabía cómo encarar. Llegó a casa
bastante más tarde que de costumbre.
—
¿Mucho trabajo?—preguntó Dolly al tiempo que lo besaba. A Ramiro se le ocurrió
que no era un beso como el de todos los días.
—Sí—
contestó —tenemos que preparar el informe de fin de año.
—Aquí
llamó Valverde, preguntando por vos. Hace como una hora y media.
Por
un momento pensó que la llamada de su jefe lo habría descubierto; pero el tono
no era de reproche ni inquisidor.
—Lo
que pasa es que estuve en la oficina de Juan—, mintió —y es probable que Valverde
no se haya enterado. Mañana veré que quería.
Se
sentó a tomar una gaseosa, mientras observaba a Dolly que preparaba la comida
con desgano.
—Hoy no tengo ganas de cocinar.
—Prepará
cualquier cosa que no tengo mucha hambre— respondió.
Se
quedaron en silencio. Él la contemplaba y admiró una vez más su figura. La ropa
de entrecasa que llevaba puesta no alcanzaba a ocultar sus espléndidas caderas,
y sus pechos jóvenes y provocativos que tanto seguía deseando. Su pelo sin
arreglar, aumentaba su aspecto “salvaje”. Una incipiente oleada de deseo se
apoderó de él, apagándose de inmediato y aumentando su angustia “...te tenés que
hacer un nudo...”, le había dicho
Pablo. ¿Cómo se las iba a ingeniar para rehuirla? ¿Cuántos días había
dicho Pablo de abstinencia? No podía recordarlo, pero en todo caso siempre
sería mucho. Repasó mentalmente su desempeño en los años en pareja que
llevaban, y aunque solo fuese una semana de ayuno, sería muy difícil lograrlo
sin dar explicaciones. Y creo que dijo dos o tres semanas, pensó.
—Estoy
indispuesta— dijo ella.
La
noticia le produjo un inmediato alivio. Era tirar la pelota afuera. Más
adelante ya vería. La cena transcurrió casi en silencio, “¿Qué calor hoy ¿no?”, “Pasame la sal”. “¿Compraste fruta?” Esto no lo sorprendió mucho, ya que su
indisposición a veces la apagaba un poco. Sin embargo, Ramiro
extrañó su chispeante diálogo habitual, en el que ella siempre lo sorprendía
por la pasión con que hablaba de sus pinturas, y de su empleo: «Aunque a
veces me aburre, es desafiante y me mantiene siempre alerta», solía decir. Hasta comentarios
rutinarios acerca de temas del trabajo, ella se las ingeniaba para abonarlos
con leña para el fuego de la hora del amor: «El tarado de Malnatti me
explicaba cómo había convencido a un cliente para que no cambiara de proveedor,
mientras me hacía babosas insinuaciones, mirándome el escote; y yo, todo el
tiempo pensando qué iba a hacer esta noche el dueño de ese escote con su
contenido». Y terminaba con esa risita entre ingenua y pícara que le hacía
dar vuelta la cabeza.
Ramiro
analizaba estos recuerdos como algo perdido para siempre. ¿Sería posible que
por un instante de calentura, estupidez, o como se llame, que al fin de cuentas
ni siquiera le proporcionó algo que valiese la pena, fuese ahora a perder todo
aquello? ¿Cómo había sido? ¿cómo se llamaba la mina? Carmen. Ni el nombre le
era atractivo. Recordó que lo único que realmente lo provocó fue el desparpajo
de su encare: «¿Y siempre te vas de aquí derechito a casa?» al tiempo que lo miraba a los ojos con
descaro. Había remarcado el siempre. Esto lo había provocado
mucho más que sus cruces de piernas o bamboleo de caderas, o por lo menos había
despertado su orgullo machista: “Si una mina se te regala así, no podés
pasar por gil”. Luego todo era olvidable, ni siquiera hubo “química” en la
cama, y a la hora del clímax, los gemidos de ella le sonaron como la risa de un
imbécil. Si hubiese tenido que calificarla, le habría puesto un cuatro de
lástima. En cambio Dolly… ¡Ah! Dolly era otra cosa… sus peores desempeños eran
para nueve puntos.
En
el momento de dejar a Carmen en su casa, sintió repugnancia, luego frustración
y vacío. A pesar de haberse bañado, se sintió sucio y contaminado. ¡Vaya si lo
estaba!
Ahora se sentía en un callejón sin salida. No podía contarle a Dolly sin
arruinar todo, por otro lado, si decidía callar, tendría que reanudar su
actividad amorosa, y la contagiaría. ¡No podía contagiarla! La canallada sería
mayor.
Un repentino pánico lo embargó. ¿Y si ya la hubiese contagiado? No podía
soportar la idea. Las cosas se ponían mucho peor de lo que había pensado. ¡Ah!
si el tiempo volviera para atrás, o si lo mandaran de improviso a un viaje al
extranjero... Contaba de todos modos con tres o cuatro días para pensarlo, y no
podía apartar la idea de su cabeza.
Esa
noche, cuando fue a la cama, Dolly ya parecía dormir, volviéndole la espalda. Con
suavidad le tocó el hombro, a lo que ella respondió con un leve gruñido. Sin
embargo, Ramiro no oía su respiración acompasada, tan característica del sueño.
A él también le costó dormirse...
Al
día siguiente, despertó sobresaltado, algo tarde, de modo que intercambiaron
saludos “¿Volvés tarde?” “No sé, cualquier cosa te llamo”. Y salió a las corridas, aliviado de
haber eludido una charla más comprometedora.
No
bien llegó, le informaron la razón por la que el Sr. Valverde en persona lo
había llamado: nueva legislación obligaba a revisar todos los planes trazados
para el año siguiente, y el jefe quería que se ocupase personalmente del
asunto. Asistió a una tediosa reunión de trabajo, que lo mantuvo ocupado toda
la mañana, y de la que salió con gran cantidad de tareas para realizar. No
tenía ni idea de cómo iba a hacer funcionar su cabeza para esa tarea si no
podía dejar de pensar en Dolly. No obstante cumplió como pudo con sus deberes y
salió a la hora de costumbre.
Al
llegar a casa, lo sorprendió que Dolly no estuviera en su atelier pintando,
sino acostada mirando el techo. Lo saludó con una sonrisa tristona, que él
interpretó debida a malestares propios de esos días, “no me siento bien”,
le había dicho.
Mientras
tomaba unos mates, cuyo convite ella no aceptó, analizó las oportunidades de
decírselo. Estaba claro que no tenía otra salida. Pero el tema era cómo y,
sobre todo, cuándo. Podía tomarse como respiro esos dos o tres días que aún le
quedaban, pero lo concreto es que se sentía miserable y ruin. Prolongando la
cosa tal vez nada mejoraría, pero mientras no se supiera, todavía tenía la
ilusión de que un milagro lo salvara de la pérdida de ese verdadero paraíso que
era la vida con Dolly.
Súbitamente,
lo asaltó un pensamiento. ¿No sabría ella algo? Esa actitud distante que
mantenía desde ayer, ¿no sería porque ya sabía algo, o tal vez todo? El llamado
de Valverde, ¿no la habría inducido a telefonear a alguno de los compañeros?
Pero, con toda seguridad, ninguno le habría contado nada. Su cabeza parecía
hervir. Contarle todo era firmar la sentencia de infelicidad, no hacerlo ya se
veía que era imposible.
El
teléfono interrumpió su calvario.
—
¿Se encuentra la Sra. Dolores Silvani?— preguntó una mujer de voz afectadamente
meliflua.
—Sí...
¿de parte de quién?— respondió y preguntó Ramiro.
—A,
C & asociados.
“¿Quiénes
serán estos?” se preguntó Ramiro, yendo
hacia el dormitorio a avisar a Dolly y se le ocurrió que podía ser alguna de
esas agencias de detectives que lo estarían controlando. Mientras ella hablaba,
alcanzó a oír varios “Ahá”, “claro”, “¿está segura?” y algunos
monosílabos, pero turbado como estaba, no se animó a quedarse con ella y
preguntar acerca de aquella llamada. Estaba aterrado. En ese momento se percató
de que si no tuviese nada que ocultar, su actitud lógica sería quedarse junto a
ella, interesarse en el tema, interrogarla, pero su terror era tal que no tuvo
el coraje suficiente siquiera para disimular con inteligencia.
Pasó
un largo rato, luego de que cortara la comunicación, hasta que por fin, ella
apareció a la entrada de la cocina. Se quedó estática, apoyada en el marco, con
ojos de haber llorado, y la cara descompuesta.
—Dolly,
por favor, creo que tenemos que hablar— dijo Ramiro.
—Sí,
creo que nos debemos ciertas explicaciones— respondió Dolly con expresión
grave. Le temblaban ligeramente los labios, en un rictus que Ramiro conocía muy
bien.
—Yo
creo...— intentó Ramiro, pero fue interrumpido por ella.
—Perdoname,
Ramiro. Estás diferente, distante, y me llena de angustia y rabia la
situación...— interrumpió un momento, como buscando las palabras —tengo una
enfermedad venérea.
La
noticia cayó como una bomba en los oídos de Ramiro, lo peor de sus temores ya
había ocurrido. Se sentía a las puertas del infierno. El piso se le abría, y
las paredes del hoyo eran totalmente resbaladizas.
—Dolly,
mi amor, daría cualquier cosa por que no sufras, por volver el tiempo atrás y
que nada hubiera pasado...
Quedaron
un instante en silencio.
—Es
increíble que una cuestión de momento... —comenzó a explicar Ramiro— que nada
tiene que ver con los sentimientos pueda arruinar para siempre lo más hermoso
que hemos construido.
—
¡Por lo que más quieras, Ra! No sigas... me hacés daño.
—Dolly,
yo lo único...
—
¡Basta! — interrumpió ella— Creo que te habrás dado cuenta de todo. No creo que
me puedas perdonar nunca... y ni siquiera lo pretendo. No puedo seguir
callando. Te fui infiel...—la cara de incredulidad de Ramiro la obligó a
repetir — ¡Sí, te fui infiel...! y estoy viviendo un infierno, pagando mi
culpa... —un sollozo entrecortado interrumpió sus palabras— no merezco ni tu
perdón... nada, nada... No solo te fui
infiel; me enfermé y ¡tengo miedo de haberte contagiado!— corrió a refugiarse
en el dormitorio.
Ramiro
quedó estático, con la cara descompuesta, mirando a la nada…
Para todos los machistas que
andamos por el mundo.
5 comentarios:
Interesante y divertido. ¡Felicidades, Carlos!
Norberto nos dijo: Jodido el asunto, no??????. Saludos.
Aldo nos dijo: Jajaja, buenísimo! gracias.
Para cuando quieras, tengo una buena anécdota sobre el tema, que -si te gustara- podrías trasladar al formato de cuento corto.
Abrazo!!!
Mirta nos dijo: Muy bueno.Lo que mas me gusto del cuento fue la observación final subrayada.
Elsa nos dijo: Como siempre he leído con interés y placer tu último regalo.
Buenisimo!
Tendrías que hacer una compilación de tus relatos y publicarlos.
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