Mi casa tenía un gran patio de baldosas, detrás del que se extendía el jardín. Al fondo un enorme naranjo indicaba que ya pronto terminaba la casa. En ese jardín me sentí muchas veces Tarzán. Trepábamos incesantemente a una higuera que había cerca del naranjo, y tanto la conocíamos, que podíamos llegar a nuestra rama favorita con los ojos cerrados.
Cierta vez alguien me consolaba porque un enorme toro negro había ingresado a nuestro jardín, y alguien había sido lastimado. Una herida roja, circular, de piel levantada se observaba en su/mi pierna. Me/le dolía mucho y necesitaba consuelo. Siempre recuerdo en la luz mortecina y las sombras amenazantes, la imponente silueta del toro con cierta angustia. Pero a la tarde, siempre el sol inundaba el patio, el jardín, el naranjo y la higuera. Y yo volvía a ser Tarzán. Y ya se sabe que Tarzán nunca tiene miedo.
A veces también podía ser Sandokán. El borde de las baldosas era un peligroso acantilado en cuyo fondo podía verse el ímpetu con que el mar atacaba los afilados riscos. Podía correr por el borde, y hasta despeñarme en insondables abismos, pero siempre esquivaba las peligrosas rocas para caer en profundas aguas en las que nadaba hasta ponerme a salvo de los voraces tiburones.
Tenía un caballito con ruedas, sobre el que solía galopar por todas las selvas del mundo. Aunque “la” selva era siempre africana. Los leones y leopardos no me alcanzaban jamás. Los elefantes se corrían de mi camino, y rinocerontes y jirafas hacían una reverencia a mi paso. A veces, a pie, me internaba en ciertas espesuras muy peligrosas, pero sabía eludir las sigilosas serpientes venenosas, y sobre todo la lechuga y los tomates recién plantados por mi mamá.
¿Sabíamos tal vez que esos juegos terminaban para siempre?
1 comentario:
Mirta nos dijo:
Gracias por compartir. cuando una segunda parte de los volteaderos? Los juegos de niños nunca nos abandonan completamente porque la nostalgia de lo que fueron sigue en la memoria.
Gracias nuevamente. abrazo
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