El genial Carlos
Colombres (Landrú!), en una de sus disparatadas ocurrencias dijo una vez: «Los
cuatro puntos cardinales son tres: Norte y Sur». Como homenaje a su genio (y
tal vez con cierto ánimo de plagio) les propongo estas tres reflexiones no tan
cortas que, en realidad, son cuatro.
1) Migrantes e inmigrantes
Muchos de nosotros,
adultos, tenemos un padre, abuelo o bisabuelo inmigrante. En general, tuvieron
una vida de esfuerzo, al menos los inmigrantes típicos, y supieron abrirse
camino en un país que les dio las oportunidades que en su tierra no encontraron.
Sus hijos, casi
siempre, se educaron en la escuela pública y lograron el famoso ascenso social
tan poco probable en sus países de origen.
Otro fenómeno muy
común de ver, es que muchos de nuestros barrios progresaron inicialmente debido
a esos inmigrantes, que lucharon para realizar el sueño del taller o el
comercio y, de manera casi obsesiva, por el de la vivienda propia, que supieron
construir, muchas veces, con sus propias manos.
En parecidas
condiciones, hubo muchos migrantes del interior que se instalaron en los mismos
barrios, y, en general, no fueron capaces de construir una realidad semejante;
luego de cada creciente o lluvia copiosa, los vemos a las puertas de su
municipio reclamando chapas o colchones.
Ni hablar de la
costumbre, hoy habitual, de ocupar terrenos, o pedir por derechos sin hacerse
cargo de ninguna responsabilidad a asumir como contraprestación natural al
derecho que se reclama. Y esta costumbre, tan arraigada en estos días, es
compartida por migrantes internos y de países vecinos, países esos donde cualquiera
que recurra a estos métodos, sería inmediatamente reprimido como corresponde.
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2) El tetazo y las revoluciones
Hace ya algunos meses
ocurrió un incidente en una playa de nuestra costa que dio que hablar durante
unos días. Fue cuando unas jóvenes mujeres decidieron tomar sol en “topless”. Como ocurre en estos casos, no
suele haber términos medios y las posturas respecto de descubrir el busto
femenino en lugares públicos suelen ser extremas y llegar al dogmatismo, tanto
de un lado como del otro.
Pagaron el pato los
policías –hombres y mujeres– que intervinieron en el incidente de
Necochea, quienes cumplían órdenes.
Necochea, quienes cumplían órdenes.
Si hay una ley u
ordenanza y uno no está de acuerdo con la misma, puede presentar proyectos
alternativos, hacer “lobby” para su derogación y hasta manifestarse
pública-mente, pero sin cometer atropellos de ninguna clase. Lo que no es
razonable es incumplir con la norma. Y, mucho menos, emprenderla contra la
autoridad que quiere hacer cesar la falta.
En lo personal, no me
parece terrible que pueda exhibirse el busto femenino en público, pero creo que
no puede imponerse la costumbre a todo el mundo y de un día para otro. Bueno
sería que se instara a los municipios de la costa atlántica, a disponer de
sectores donde tal práctica esté permitida. El uso y la costumbre hará que esa conducta se generalice o se mantenga restringida en los sectores oportunamente
asignados para ello.
No creo que sume a la
causa de una “liberación” femenina una bulliciosa marcha por las calles porteñas
(dañando patrulleros y exhibiendo consignas descabelladas) ostentando bustos
airosos. Yo les preguntaría a esas manifestantes si andarían mostrando sus casi
siempre bellos atributos por esas mismas calles cada una por su cuenta sin ser
arropadas por la multitud.
Creo que favorece
mucho más a la causa femenina, exhibir conductas sensatas y, si algo hay que
mostrar, que sea, sobre todo, el cerebro.
Respecto de la
repentización o gradualización de las pautas de conducta, mucho mejor lo dice
Ortega y Gasset en su obra “La rebelión de las masas”:
Las revoluciones, tan incontinentes en su
prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre,
hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la
definición de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia
radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no
puede nunca comenzar de nuevo. [...] Las pobres bestias se encuentran cada
mañana con que [...] su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material
de experiencias. […] el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años,
porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese
habido ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar acumula su
propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre;
comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. [...]
El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga
experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define
al hombre superior como el ser «de la más larga memoria».
Romper la continuidad con el pasado, querer
comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace
fuera un francés, Dupont-White, quien hacia 1860 se atreviese a clamar: «La
continuité est un droit de l'homme; elle est un hommage à tout ce qui le
distingue de la béte».
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3) La Hidra de mil cabezas (la violencia)
Pretender
torcer o cambiar la realidad por métodos drásticos, inmediatos y, si fuera
necesario, violentos, solo conduce a frustraciones y repeticiones de lo que,
justamente, se pretende cambiar.
No quiero
remontarme a los inicios de nuestra historia, tan rica en violencia fratricida,
sino a décadas más recientes, de las que puedo contar mis opiniones por haberlas
vivido.
Todos sabemos
la mordaza que el primer peronismo aplicó a la prensa y a cualquier voz
disidente. Estos hechos son incontrovertibles y, por más que se quiera opinar
sobre ellos, no se los puede negar.
También
sabemos que durante esa década se instaló un inusitado culto a la personalidad
del presidente y su segunda esposa y que se detuvo y torturó gente por el solo
delito de opinión llegando a desaforar algún legislador por “desacato”.
También
sabemos que la autodenominada “Revolución Libertadora” se gestó, precisa o
supuestamente, para librarnos de esas lacras.
Pero ocurrió
que estos supuestos libertadores, usaron los mismos métodos que venían a
combatir. Se persiguió a quienes eran partidarios del “Tirano prófugo” (para
usar la terminología permitida por los “libertadores”, para referirse al
gobierno peronista), se los detuvo sin proceso, se prohibió la sola mención del
nombre de Perón y Eva, y toda referencia oral o escrita de sus nombres. Si bien
hubo una cierta libertad de prensa, no era aplicable a lo concerniente al “Régimen
depuesto”, al que solo se podía nombrar con circunloquios y siempre para
criticarlo.
Con la
convicción que todo eso acabaría con el peronismo, no hicieron otra cosa que
reforzarlo, y darle argumentos de justificación. Ni unos ni otros reconocerían
jamás que mucho de lo que criticaban a sus adversarios eran prácticas
corrientes entre los propios.
Pero lo peor
estaba por venir. A menos de un año de instalado el “gobierno libertador”, hubo
un levantamiento de militares leales a Perón, o en nombre de él.
Ese
movimiento fue rápidamente sofocado, sus cabecillas encarcelados y se dictó una
llamada “ley marcial”, por la que se aplicaba la pena de muerte a quienes se
levantaran en armas contra un gobierno precisamente salido de un levantamiento semejante.
Más allá de la dudosísima legalidad de una “ley” dictada por un gobierno de
esas características, lo más atroz del caso es que se aplicó retroactivamente;
en efecto, el levantamiento ocurrió antes de que se dicte tal ley. Con un
simulacro de juicio brevísimo, se fusiló a los cabecillas. Y lo peor no fue
eso; en la zona Norte del conurbano, un grupo de amigos reunidos (alguno de
ellos seguramente tenían relación con la sublevación) fueron arrestados y
masacrados en un basural de José León Suárez, sin siquiera un simulacro de
juicio.
Con estas
medidas, pensaban en sus acaloradas mentes, se acabaría de una vez y para
siempre con la pesadilla del peronismo.
Nada más
alejado de la realidad; solo se consiguió darle más letra, más justificación
histórica, más sed de revancha.
Y así fue
que, algunos años más tarde, un grupo de trastornados mentales, en su
mesianismo, secuestró y asesinó a Aramburu, quien había sido la cabeza de aquel
descarriado proceso “libertador”. Aquí también hubo un simulacro de juicio,
solo que esta vez era “popular”.
Todo lo
sucedido en años posteriores, no fue sino una versión corregida y aumentada de
aquel aquelarre de violencia desenfrenada, siempre con la convicción de que la
violencia propia era la forma más expeditiva de acabar con la violencia del
contrario.
Como una
Hidra multicefálica que siempre asomará nuevamente otra de sus terribles
cabezas, esto ocurrirá cada vez que se aplique violencia ilegal e irracional para
“terminar con la violencia”. Es como apagar un incendio con gasolina.
La elocuencia
de los hechos, una vez más, nos demuestra la veracidad de la tan repetida y
pocas veces escuchada frase: “La violencia solo engendra violencia”.
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4) De un extremo al otro
Los grupos
delictivos violentos que pretenden imponer ideas o supuestos derechos por la
fuerza actúan, por su misma esencia o naturaleza, si ajustarse a leyes ni
normas de la sociedad. Así como no está entre sus preocupaciones legitimar sus
demandas por medio del sufragio (porque ellos suponen representar, en esencia,
esa voluntad popular), utilizan la violencia en todas sus formas y de modo
indiscriminado, y quienes pagan las
consecuencias, muchas veces, son inocentes absolutos (daños colaterales, que le
dicen).
En esto como
en casi todo, a los argentinos nos cuesta encontrar un punto de equilibrio.
En los
recordados (por infaustos) años 70, quienes suponían traer las ideas salvadoras
para el pueblo, no dudaron en colocar bombas, en secuestrar, asesinar y otras
delicias por el estilo. Por su parte, los que detentaban (ilegítimamente), la
autoridad, tampoco dudaron en usar cuanto recurso ilegal estaba al alcance de
su poder, sin importar lo horrendo o repugnante que estos métodos pudiesen
resultar.
El lógico
rechazo que esta actitud produjo en la ciudadanía, llevó al otro extremo, en el
que, toda fuerza de seguridad está sospechada de brutalidad, aún antes de su
accionar.
Es difícil
imaginar el ánimo con que un agente de la Policía, de la Gendarmería o de la
Prefectura va a encarar un operativo en el que, a priori, sabe que cualquier
uso de la fuerza que haga, por legítimo que sea, será investigado y
cuestionado, poniendo en riesgo no solo su trabajo sino también su buen nombre
y hasta su libertad. Ellos defienden los derechos de todos, teniendo que
ajustarse a todas las normas y con los riesgos no solo del enfrentamiento sino
de sus consecuencias jurídicas, mientras que los delincuentes, usurpadores y ocupas
diversos, no tienen que someterse a ningún precepto legal o constitucional y, a
posteriori, serán sólidamente defendidos por las organizaciones de DDHH y hasta
por la CIDH, el Pacto de San José de Costa Rica y por sus familiares y amigos,
para los que siempre habrá micrófonos y cámaras dispuestos.
Es, claramente, una lucha desigual.
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