miércoles, 29 de noviembre de 2017

Tres no tan cortas

El genial Carlos Colombres (Landrú!), en una de sus disparatadas ocurrencias dijo una vez: «Los cuatro puntos cardinales son tres: Norte y Sur». Como homenaje a su genio (y tal vez con cierto ánimo de plagio) les propongo estas tres reflexiones no tan cortas que, en realidad, son cuatro.
1) Migrantes e inmigrantes
Muchos de nosotros, adultos, tenemos un padre, abuelo o bisabuelo inmigrante. En general, tuvieron una vida de esfuerzo, al menos los inmigrantes típicos, y supieron abrirse camino en un país que les dio las oportunidades que en su tierra no encontraron.
Sus hijos, casi siempre, se educaron en la escuela pública y lograron el famoso ascenso social tan poco probable en sus países de origen.
Otro fenómeno muy común de ver, es que muchos de nuestros barrios progresaron inicialmente debido a esos inmigrantes, que lucharon para realizar el sueño del taller o el comercio y, de manera casi obsesiva, por el de la vivienda propia, que supieron construir, muchas veces, con sus propias manos.
En parecidas condiciones, hubo muchos migrantes del interior que se instalaron en los mismos barrios, y, en general, no fueron capaces de construir una realidad semejante; luego de cada creciente o lluvia copiosa, los vemos a las puertas de su municipio reclamando chapas o colchones.
Ni hablar de la costumbre, hoy habitual, de ocupar terrenos, o pedir por derechos sin hacerse cargo de ninguna responsabilidad a asumir como contraprestación natural al derecho que se reclama. Y esta costumbre, tan arraigada en estos días, es compartida por migrantes internos y de países vecinos, países esos donde cualquiera que recurra a estos métodos, sería inmediatamente reprimido como corresponde.
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2) El tetazo y las revoluciones
Hace ya algunos meses ocurrió un incidente en una playa de nuestra costa que dio que hablar durante unos días. Fue cuando unas jóvenes mujeres decidieron tomar sol en “topless”. Como ocurre en estos casos, no suele haber términos medios y las posturas respecto de descubrir el busto femenino en lugares públicos suelen ser extremas y llegar al dogmatismo, tanto de un lado como del otro.
Pagaron el pato los policías –hombres y mujeres– que intervinieron en el incidente de
Necochea, quienes cumplían órdenes.
Si hay una ley u ordenanza y uno no está de acuerdo con la misma, puede presentar proyectos alternativos, hacer “lobby” para su derogación y hasta manifestarse pública-mente, pero sin cometer atropellos de ninguna clase. Lo que no es razonable es incumplir con la norma. Y, mucho menos, emprenderla contra la autoridad que quiere hacer cesar la falta.
En lo personal, no me parece terrible que pueda exhibirse el busto femenino en público, pero creo que no puede imponerse la costumbre a todo el mundo y de un día para otro. Bueno sería que se instara a los municipios de la costa atlántica, a disponer de sectores donde tal práctica esté permitida. El uso y la costumbre hará que esa conducta se generalice o se mantenga restringida en los sectores oportunamente asignados para ello.
No creo que sume a la causa de una “liberación” femenina una bulliciosa marcha por las calles porteñas (dañando patrulleros y exhibiendo consignas descabelladas) ostentando bustos airosos. Yo les preguntaría a esas manifestantes si andarían mostrando sus casi siempre bellos atributos por esas mismas calles cada una por su cuenta sin ser arropadas por la multitud.
Creo que favorece mucho más a la causa femenina, exhibir conductas sensatas y, si algo hay que mostrar, que sea, sobre todo, el cerebro.
Respecto de la repentización o gradualización de las pautas de conducta, mucho mejor lo dice Ortega y Gasset en su obra “La rebelión de las masas”:
Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición de su sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. [...] Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que [...] su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de experiencias. […] el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido ninguno. El hombre, en cambio, merced a su poder de recordar acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre; comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. [...] El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define al hombre superior como el ser «de la más larga memoria».
Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután. Me complace fuera un francés, Dupont-White, quien hacia 1860 se atreviese a clamar: «La continuité est un droit de l'homme; elle est un hommage à tout ce qui le distingue de la béte».
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3) La Hidra de mil cabezas (la violencia)
Pretender torcer o cambiar la realidad por métodos drásticos, inmediatos y, si fuera necesario, violentos, solo conduce a frustraciones y repeticiones de lo que, justamente, se pretende cambiar.
No quiero remontarme a los inicios de nuestra historia, tan rica en violencia fratricida, sino a décadas más recientes, de las que puedo contar mis opiniones por haberlas vivido.
Todos sabemos la mordaza que el primer peronismo aplicó a la prensa y a cualquier voz disidente. Estos hechos son incontrovertibles y, por más que se quiera opinar sobre ellos, no se los puede negar.
También sabemos que durante esa década se instaló un inusitado culto a la personalidad del presidente y su segunda esposa y que se detuvo y torturó gente por el solo delito de opinión llegando a desaforar algún legislador por “desacato”.
También sabemos que la autodenominada “Revolución Libertadora” se gestó, precisa o supuestamente, para librarnos de esas lacras.
Pero ocurrió que estos supuestos libertadores, usaron los mismos métodos que venían a combatir. Se persiguió a quienes eran partidarios del “Tirano prófugo” (para usar la terminología permitida por los “libertadores”, para referirse al gobierno peronista), se los detuvo sin proceso, se prohibió la sola mención del nombre de Perón y Eva, y toda referencia oral o escrita de sus nombres. Si bien hubo una cierta libertad de prensa, no era aplicable a lo concerniente al “Régimen depuesto”, al que solo se podía nombrar con circunloquios y siempre para criticarlo.
Con la convicción que todo eso acabaría con el peronismo, no hicieron otra cosa que reforzarlo, y darle argumentos de justificación. Ni unos ni otros reconocerían jamás que mucho de lo que criticaban a sus adversarios eran prácticas corrientes entre los propios.
Pero lo peor estaba por venir. A menos de un año de instalado el “gobierno libertador”, hubo un levantamiento de militares leales a Perón, o en nombre de él.
Ese movimiento fue rápidamente sofocado, sus cabecillas encarcelados y se dictó una llamada “ley marcial”, por la que se aplicaba la pena de muerte a quienes se levantaran en armas contra un gobierno precisamente salido de un levantamiento semejante. Más allá de la dudosísima legalidad de una “ley” dictada por un gobierno de esas características, lo más atroz del caso es que se aplicó retroactivamente; en efecto, el levantamiento ocurrió antes de que se dicte tal ley. Con un simulacro de juicio brevísimo, se fusiló a los cabecillas. Y lo peor no fue eso; en la zona Norte del conurbano, un grupo de amigos reunidos (alguno de ellos seguramente tenían relación con la sublevación) fueron arrestados y masacrados en un basural de José León Suárez, sin siquiera un simulacro de juicio.
Con estas medidas, pensaban en sus acaloradas mentes, se acabaría de una vez y para siempre con la pesadilla del peronismo.
Nada más alejado de la realidad; solo se consiguió darle más letra, más justificación histórica, más sed de revancha.
Y así fue que, algunos años más tarde, un grupo de trastornados mentales, en su mesianismo, secuestró y asesinó a Aramburu, quien había sido la cabeza de aquel descarriado proceso “libertador”. Aquí también hubo un simulacro de juicio, solo que esta vez era “popular”.
Todo lo sucedido en años posteriores, no fue sino una versión corregida y aumentada de aquel aquelarre de violencia desenfrenada, siempre con la convicción de que la violencia propia era la forma más expeditiva de acabar con la violencia del contrario.
Como una Hidra multicefálica que siempre asomará nuevamente otra de sus terribles cabezas, esto ocurrirá cada vez que se aplique violencia ilegal e irracional para “terminar con la violencia”. Es como apagar un incendio con gasolina.
La elocuencia de los hechos, una vez más, nos demuestra la veracidad de la tan repetida y pocas veces escuchada frase: “La violencia solo engendra violencia”.
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4) De un extremo al otro
Los grupos delictivos violentos que pretenden imponer ideas o supuestos derechos por la fuerza actúan, por su misma esencia o naturaleza, si ajustarse a leyes ni normas de la sociedad. Así como no está entre sus preocupaciones legitimar sus demandas por medio del sufragio (porque ellos suponen representar, en esencia, esa voluntad popular), utilizan la violencia en todas sus formas y de modo indiscriminado, y quienes  pagan las consecuencias, muchas veces, son inocentes absolutos (daños colaterales, que le dicen).
En esto como en casi todo, a los argentinos nos cuesta encontrar un punto de equilibrio.
En los recordados (por infaustos) años 70, quienes suponían traer las ideas salvadoras para el pueblo, no dudaron en colocar bombas, en secuestrar, asesinar y otras delicias por el estilo. Por su parte, los que detentaban (ilegítimamente), la autoridad, tampoco dudaron en usar cuanto recurso ilegal estaba al alcance de su poder, sin importar lo horrendo o repugnante que estos métodos pudiesen resultar.
El lógico rechazo que esta actitud produjo en la ciudadanía, llevó al otro extremo, en el que, toda fuerza de seguridad está sospechada de brutalidad, aún antes de su accionar.
Es difícil imaginar el ánimo con que un agente de la Policía, de la Gendarmería o de la Prefectura va a encarar un operativo en el que, a priori, sabe que cualquier uso de la fuerza que haga, por legítimo que sea, será investigado y cuestionado, poniendo en riesgo no solo su trabajo sino también su buen nombre y hasta su libertad. Ellos defienden los derechos de todos, teniendo que ajustarse a todas las normas y con los riesgos no solo del enfrentamiento sino de sus consecuencias jurídicas, mientras que los delincuentes, usurpadores y ocupas diversos, no tienen que someterse a ningún precepto legal o constitucional y, a posteriori, serán sólidamente defendidos por las organizaciones de DDHH y hasta por la CIDH, el Pacto de San José de Costa Rica y por sus familiares y amigos, para los que siempre habrá micrófonos y cámaras dispuestos.
Es, claramente, una lucha desigual.

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1 comentario:

Charles dijo...

Mirta dijo:
Siempre tan interesante, no dejas de maravillarme

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