Autora: (Marta Tomihisa)
Nací de un matrimonio multirracial, pero tradicional en toda su estructura.
Nací de un matrimonio multirracial, pero tradicional en toda su estructura.
Mi padre era japonés y mi madre
descendiente de italianos, de esa particular unión nacimos ocho hijos, siete
mujeres y un varón. Soy la menor de esa familia.
Sin lugar a dudas, presencié el
trato preferencial que los adultos prodigaban a mi hermano ante cualquier
evento de nuestras vidas. Comprobé que cuando él nos visitaba, mi madre
cocinaba las mejores milanesas, compraba su bebida preferida y dejaba sobre su
cama una camisa impecable junto a su ropa interior como si se tratara de un
huésped exclusivo en una misión diplomática. Pero como él vivía en otra ciudad,
lejos de mi hogar, la situación no me afectaba en absoluto. Además, debo
reconocer que siendo la menor y con padres bastante mayores siempre me sentí
privilegiada junto a los adultos que poblaban mi casa. Los recuerdos que
conservo de esa etapa de mi infancia son muy alegres, los sábados sobre todo,
cuando mis hermanas se aprestaban a ir a algún evento bailable mientras practicaban
los pasos para desplegar su encanto y enamorar a esos caballeros, con los que imaginaban
concretar el sueño de amor que las colmara de una felicidad eterna…
Fui testigo entusiasta de la llegada
de los primeros pretendientes de mis hermanas, ya que mi padre había muerto
cuando yo aún era una niña y recibir
algún sujeto varón en nuestra casa le daba ese toque distinto a la rutina de
tejidos y novelas románticas, que hacían demasiado monótonos nuestros días. Como
he sido diferente a mis hermanas, tímidas y acomplejadas, incentivada por
tantos adultos me volví temeraria y jamás eludí ninguna acción por más osada
que pareciera para enfrentar cualquier reto que fuera desplegándose en nuestras
vidas.
Así fue que demasiado pronto
comprendí que estos caballeros, prolijos y regalones, que siendo novios se
esmeraban por traer obsequios y comportarse como príncipes ante sus amadas, fueron
cambiando a medida que el tiempo pasaba, que la familia se multiplicaba y que
las chicas bonitas se desmoronaban en un cúmulo de tareas tediosas y pesadas,
que las afeaban y enfermaban hasta apagar esas sonrisas que en otros tiempos
las iluminaban…
Y hubo violencia, llantos y dolor…
Sin embargo debo reconocer que fui
exceptuada de cualquier agresión, aunque me planté ante muchas situaciones
familiares para defender a esas víctimas del maltrato a las que no se les
permitía jamás hacer un alto en sus pesadas tareas para tomar un respiro, para
llorar por sus sueños desmoronados como sus propias existencias. Aún las rescato
con inmenso dolor en mi corazón, recordando sus miradas y sus palabras
alentándome a no repetir sus tragedias, a luchar por mi propia integridad…
Alertada por semejantes ejemplos,
jamás tuve un novio japonés. Un día me casé y elegí para mi existencia a quien
fuera capaz de respetarme antes de amar, así fue mi vida…
En el año 1976 viajé a Japón, junto
a mi marido argentino y mi cuñado Yoshio, mi hermana, su esposa y madre de sus
hijas, siguió con su rutina laboral…
Conocí allí muchas mujeres
extraordinarias, a quienes recuerdo con mucho afecto…
Nos alojamos en la casa de Keiko,
hermana menor de Yoshio, desde donde salíamos todos los días para tomar el tren
hacia la fabulosa ciudad de Tokio. Al atardecer volvíamos colmados de
experiencias visuales tan extraordinarias, que estábamos agotados y felices ante
el descubrimiento de tantas maravillas.
Una mañana, mientras tomábamos el
desayuno prolijamente preparado por la adorable dueña de casa, casi de mi edad,
ella me preguntó:
–Se siente bien, Marta san?
Me sorprendió la pregunta pues yo
gozaba de muy buena salud en tan bello entorno, por lo que respondí que
sí…Entonces, ella me contó que siempre cuando nos íbamos, nos observaba por su
ventana y veía que Charlie ponía su brazo sobre mi espalda. Yo ya había notado
que cuando ella y su esposo nos acompañaban, Keiko siempre caminaba un poco más
atrás mientras él llevaba la delantera. Supuse que se trataba de lo angosto de
la vereda, no hay grandes aceras en Japón, la falta de espacio es absolutamente
notable…
Pero de inmediato comprendí que ella
nunca tocaba a su esposo, porque ni siquiera compartían el mismo dormitorio ya
que Keiko dormía con sus hijos, mientras él ocupaba otra habitación…
Ambas nos miramos, ambas comprendimos
que nuestras vidas eran diferentes, que nuestras acciones eran actos
indicativos de que el contacto humano no formaba parte de la existencia cotidiana
nipona, que era solo un privilegio de nuestra idiosincrasia. Sin embargo, si
bien en el Japón de esos años, todavía existían los matrimonios arreglados
entre familias conocidas, Keiko nos había contado que ella se había casado por
amor…
¡Lo contó con tanto orgullo, que me
conmovió el corazón!
Nuestras charlas se volvieron un
intercambio de descubrimientos, le maravillaban nuestras costumbres, nuestras
charlas divertidas chapuceadas de inglés y español, con la extraordinaria
capacidad que poseemos los seres humanos para intercambiar experiencias en
mundos tan diferentes, poblado de personas extrañas sorprendidas ante lo desconcertante
y admirable del contacto humano…
Inexorablemente el tiempo ha pasado, muchas civilizaciones han erradicado ya su crueldad machista. Mis hermanos han muerto y yo he caminado un largo camino, añorando un mundo colmado de paz. Hasta en mi último aliento, anhelaré que la violencia de cualquier origen, se convierta solo en una circunstancia escasa y evitable, para erradicar definitivamente nuestro pasado cavernícola, para no claudicar y no retroceder jamás…
Inexorablemente el tiempo ha pasado, muchas civilizaciones han erradicado ya su crueldad machista. Mis hermanos han muerto y yo he caminado un largo camino, añorando un mundo colmado de paz. Hasta en mi último aliento, anhelaré que la violencia de cualquier origen, se convierta solo en una circunstancia escasa y evitable, para erradicar definitivamente nuestro pasado cavernícola, para no claudicar y no retroceder jamás…
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