sábado, 10 de agosto de 2019

Reflexiones preelectorales y no tanto.


Elección por doble vuelta
En el caso de la elección de un presidente, en que se elige una sola persona, nuestra constitución establece el sistema de doble vuelta.
Este sistema está ideado para convalidar al candidato que va a desempeñar tan alta responsabilidad, cuando su verdadera representatividad ofrece dudas.
Pongamos por ejemplo que, en una elección el candidato A recibe le 24% de los votos, mientras que el B recibe 22 y el C 19. El resto de los votos se reparte entre varios candidatos menores. ¿Sería razonable que se consagrase presidente al candidato A, cuando podría darse el caso que fuese repudiado fervientemente por el 70% de los electores?
Para casos de este tipo, en los que ninguno alcanza la mayoría de 50% de los votos, es que se establece la doble vuelta entre los dos más votados, de modo que, indefectiblemente, uno de ellos conseguirá la mayoría (el empate, en una elección de varios millones de electores es tan remotamente probable, que no merece su consideración).
Lo razonable, entonces, es que se estableciese que: «Habrá segunda vuelta, entre los dos candidatos más votados. En caso de que ningún candidato supere el 50% de los votos». Nuestra constitución, entre otras inconsistencias, dice lo siguiente en su artículo 97:
«Cuando la fórmula que resulte más votada en la primera vuelta, hubiese obtenido más del 45 por ciento de los votos afirmativos válidamente emitidos, sus integrantes serán proclamados como presidente y vicepresidente de la Nación».
Y, en su artículo 98:
«Cuando la fórmula que resulte más votada en la primera vuelta, hubiese obtenido el 40 por ciento por lo menos de los votos afirmativos válidamente emitidos y, además, existiere una diferencia mayor de diez puntos porcentuales respecto del total de los votos emitidos sobre la fórmula que le sigue en número de votos, sus integrantes serán proclamados como presidente y vicepresidente de la Nación».
Ese mamarracho engendrado en ocasión de la Constituyente de 1994 (cuyo verdadero propósito era la de lograr la reelección para el presidente en ejercicio al momento de su sanción), fue producto de una alquimia electoral en la que, el oficialismo con mayoría en tal convención, esperaba que lo favoreciese o bien, que le otorgara mayores chances.
Y digo mamarracho desde, al menos, dos puntos de vista.
1)  Pongamos por caso que el candidato A obtiene 46 % de los votos y el B 45,5. Caso hipotético y poco probable, pero posible. ¿Es razonable que se consagre a A cuando hay un holgado 8 % que podría preferir a B? También podríamos teorizar acerca de que A obtuviese 40,2 %  y B 30. Aquí ya hay cerca de un 30 % que podría inclinar la balanza rotundamente.
2)    Y el argumento más contundente. Este sistema favorece la polarización por cuanto en la primera vuelta se puede teorizar acerca del voto útil: por ejemplo supongamos que soy admirador del candidato C, que tiene pocas chances, pero me espanta el candidato A. Y A resulta que tiene buenas chances de reunir los 40 % mientras que B, a quien no repudio, podría no llegar a los 30 %. Esto me llevaría a polarizar mi voto eligiendo a B, aún no siendo mi mejor candidato. En cambio, como se establece en las constituciones un poco más serias, si hiciese falta alcanzar el 50 % y A lo logra, yo no podría impedirlo votando a B, y esto me permitiría elegir con mayor libertad.
Pero, cambiar esto, implica reformar la Constitución y... mejor no abrir la Caja de Pandora
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La grieta
La famosa grieta existe, como es dable apreciar.
Es bien sabido que los populismos y los totalitarismos (tanto marxistas como fascistas), necesitan un enemigo contra quien canalizar las pasiones populares, debidamente abonadas desde el discurso oficial. De paso, este enemigo también oficia de chivo expiatorio a quien cargar toda la responsabilidad por los recurrentes fracasos a que estos regímenes conducen. Y este enemigo puede ser de adentro (la oligarquía, los agiotistas, la plutocracia, la derecha o el comunismo, según de qué tipo de populismo totalitario se trate) o de afuera (el imperialismo, el colonialismo, la sinarquía, etc.).
Así planteadas las cosas, es fácil inferir que, quien no está de acuerdo con la ideología oficial, lo está con «el enemigo» y, por tanto, también es enemigo (del pueblo, de la causa nacional y popular, y todos los etcéteras que se quieran agregar). ¿Y cómo va uno a convivir pacífica y amistosamente con el enemigo?
Y allí nace la famosa grieta.
Si analizamos en nuestro país, veremos que esta mentada grieta tuvo dos épocas de esplendor; las primeras presidencias de Perón y la etapa kirchnerista del peronismo. Ambas fueron experiencias radicalizadas de un pensamiento sumamente autoritario.
En aquellos años 50 (de los que guardo recuerdos), la grieta era desembozada y fenomenal. Se perseguía sin disimulo a los opositores, llegándose a encarcelar al diputado Balbín –previo desafuero por “desacato”– por haber osado criticar alguna actitud del presirrey. Y no solo eso, que ya sería suficiente: los empleados públicos debían afiliarse al partido peronista para preservar su puesto de trabajo. Ni hablar de la férrea censura de prensa en la que se llegó a expropiar a La Prensa, el diario de más tirada por entonces. Todo esto pasó, por más que se quiera endulzar a aquellos años de oprobio.
Esa grieta peronismo-antiperonismo, fue suavizándose –y no es que la llamada “Libertadora” no haya colaborado también a mantener esa antinomia maniquea– hasta llegar a recrearse nuevamente en la etapa kirchnerista, en la que nuevamente se la fogoneó desde los estrados oficiales. A ello tendía la tan cacareada “Ley de medios”, que estaba claramente destinada a desguazar a Clarín, recientísimo enemigo declarado con vehemencia desde los púlpitos oficiales y a cuanta voz disidente existiese. Y el mismo propósito, inicialmente, tuvo el Fútbol para todos; quitarle el negocio al odiado grupo empresarial. Luego, siguiendo goebelianas prácticas, se utilizó para la propaganda oficial.
Y, para que no digan que esa división en bandos no fue propiciada desde el oficialismo de entonces, recuerdo a un Jefe de Gabinete, oriundo del Chaco, para más datos y nunca desmentido por su superiora, que decía, más o menos lo siguiente: «De un lado estamos los que apoyamos este modelo de inclusión y crecimiento, y del otro, los que están contra el país». Poco para agregar. 
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La Educación
Uno se pregunta: ¿qué tienen en común o qué hacen los países a los que les va bien? ¿Se trata de riqueza de recursos naturales? ¿De alguna pureza racial u homogeneidad cultural?
Los hechos concretos desmienten ambos postulados. Y no voy a dar ejemplos porque son todos muy evidentes.
El verdadero común denominador de esos países y, con toda seguridad, el pilar más importante de su desarrollo es la educación.
No hay ejemplos de países desarrollados y prósperos que no cuenten con una base sólida de educación popular.
Y Argentina puede dar fe de ello: a fines del siglo XIX y principios del XX, gracias a la escuela sarmientina, tuvimos niveles de alfabetismo superiores a la mayoría de los países del mundo, incluidos muchos de los que ahora nos miran desde arriba, muy arriba. Ni hablar de las comparaciones con el resto de América Latina. Y esos niveles educativos corrieron paralelos a un notable desarrollo económico que también nos ubicó entre los primerísimos países del mundo.
Hoy, nuestro lamentable nivel educativo, también tiene su correlato con el aumento de la pobreza, la marginalidad y el subdesarrollo. Y todo eso porque toda inversión en educación rinde frutos en no menos de 15 o 20 años y, por tanto, no sirve para ganar la próxima elección.
Mientras lo padres exijan que sus hijos pasen en vez de exigir que aprendan, no lograremos mejorar la educación, porque los políticos solo se mueven detrás de lo que suponen que les aportará votos.
Anhelo un gobierno que ponga dedicación obsesiva a los temas educativos. Todavía no lo he visto. ¡Ah, si Sarmiento resucitara!
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La Ley de alquileres
En su afán de proteger a los más débiles, se ha dictado en la recordada década peronista, y, si mal no recuerdo, alguna otra vez, una ley que congelaba los alquileres. Esto, con el disfraz de proteger a los débiles inquilinos, solo consiguió “proteger” a quienes ya habían alquilado en desmedro de los propietarios y de quienes no habían alquilado aún. Además, desalentó la construcción de viviendas para alquilar. Un despojo absoluto, sobre todo teniendo en cuenta que la inflación era elevada y que todos los demás precios aumentaban, a pesar de las campañas contra “el agio y la especulación”, como si las culpas del alza de los precios fuese de los almaceneros de barrio.
Algo parecido ocurre con toda la maraña de legislación de protección del trabajo que, por lo costosa, desanima al probable empleador a crear nuevos puestos de trabajo, sin mencionar lo azaroso de la contratación de un nuevo trabajador. Nuevamente, esta legislación protege a quienes ya consiguieron su colocación (y también a los sindicalistas) y deja en el desamparo más absoluto a quienes buscan trabajo.
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Nacionalismo
Una cosa es el amor a la Patria, el apego a la tierra donde nos criamos, con sus costumbres, sus particularidades idiomáticas, su gastronomía y todo lo que hace a la cultura local, y otra muy distinta es pensar que por ser de una nacionalidad en particular, se tiene algún tipo de preeminencia moral, racial o cultural sobre el resto.
Mientras no erradiquemos la bestia nacionalista que solemos llevar a cuestas, siempre habrá un Hitler, un Mussolini o un Perón esperándonos a la vuelta de cualquier esquina.

1 comentario:

Charles dijo...

Mirta nos dijo:Muy bueno. muy sesudo como de costumbre.gracias.

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