Autora: (Marta Tomihisa)
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La escuela estaba cruzando la ruta, detrás del barrio privado.
La villa era un mundo complicado en donde estaban todos mis seres
queridos, mi familia y amigos, aunque la escuela era el mejor refugio para
nuestra existencia. Allí intentábamos aprender lo que no nos interesaba, porque
nuestra realidad ya era bastante jodida para que nos gustasen las tablas y los
verbos. Pero allí, teníamos un plato de comida asegurado.
Mi mamá limpiaba casas y mantenía a sus dos hijos menores, entre los que
estaba yo. Mi hermano mayor dormía durante todo el día, de noche salía para volver
borracho o drogado, daba igual…
A mi viejo no lo conocí. Parece que mi mamá se embarazaba de cualquier relación
que mantenía con el novio de turno. Todavía era una mujer joven, había tenido
su primer hijo a los catorce años y después vino a vivir acá. Ella tampoco
conoció a su papá. Pero siempre repetía que la vida es demasiado corta para estar
amargado…
En la escuela había chicos de todos los asentamientos, el mío era el más
numeroso. Cada grupo tenía un cabecilla; era el pibe que siempre sabía qué
hacer en todas las situaciones. El nuestro era un gordo corpulento, el más grandote
de la clase a quien llamábamos Bola.
Esa mañana conocimos a un alumno nuevo, estuvo apoyado contra una
columna del patio durante todos los recreos. Tenía cara de asustado, se quedaba
quieto en ese lugar, mirando a su alrededor como si esperase encontrar a alguna
persona conocida. Me dio pena, un día le pregunté si quería jugar a la pelota
con nosotros, se quedó mirándome como si yo le hubiese dicho algo raro. A
partir de ese momento se pegó a mis pantalones, sobre todo cuando estábamos en
el patio. Flaco, de piel y cabello oscuro cortado casi al ras, siempre parecía
cansado, tenía los ojos rojizos y una sonrisa triste. Hablaba con un tonito
diferente, como los que vienen de la provincia, debido a esto no se animaba a
abrir la boca cuando había otros pibes. Era un chico muy solitario y siempre
llegaba tarde.
La maestra todavía no le había dado el guardapolvo, entonces no podía
ocultar la ropa demasiado gastada que tenía. A la salida de la escuela
desaparecía como un gato asustado, por eso le pusimos ese apodo.
De vez en cuando, yo traía alguna torta frita que me regalaba una vecina
que las vendía en la calle. Era una vieja que vivía sola, acompañada por un par
de gatos, que no tenía a nadie con quien conversar. Yo la escuchaba solo para
que después me diera algo de lo que vendía. Un día le convidé una al Gato, él se
la comió casi sin masticarla. Parece que tenía hambre…
Aunque quise saber algo más de su vida, nunca me contó nada.
Nuestro equipo de fútbol era el mejor, a fin de año íbamos a competir
con otros chicos. Estábamos entusiasmados, hasta el Gato estaba contento.
Entrenábamos en el mismo patio de la escuela, guiados por el profesor de
gimnasia que era un tipo muy entusiasta. Resultó ser un gran jugador el Gato,
parecía Messi. Era rápido, enfilaba hacia el arco y siempre metía un gol. Me
sentía orgulloso de haberlo invitado a nuestro equipo.
A punto de terminar el año y habiendo practicado casi todos los días,
nos sentíamos listos para competir.
Estábamos convencidos de que podíamos ganar la copa, teníamos nuestras
esperanzas puestas en el Gato. Nos iban a llevar en micro, hasta la cancha en la
cual se jugaría el partido. Un club comunitario, en donde participarían también
los equipos de otras escuelas. Esa mañana todos fueron puntuales, pero nuestro
goleador no llegaba y finalmente con mucha bronca, nos fuimos al club sin él. Decidimos
jugar con el suplente, aunque no era lo mismo. Perdimos, salimos terceros en la
competencia. Nos dieron un diploma por haber participado. El Bola nos dijo que
cuando lo viera al Gato, le iba a romper la cara.
Pero no lo vimos más, ni siquiera en la escuela…
Un sábado decidí ir a buscarlo, al menos para avisarle que el Bola le quería
dar una paliza. Estaba nublado, en cualquier momento se venía la lluvia.
Tenía una vaga idea de dónde vivía el Gato.
Debajo de un puente del ferrocarril, había unas chapas y cartones donde dormían
unas familias. Desde allí apareció un viejo, empujando un carrito lleno de cosas.
Le pregunté si conocía a un chico, morocho y petiso que le gustaba jugar a la pelota.
Se quedó mirándome como si le costara recordar, pero después respondió:
–Lo atropelló un auto cuando salía de afanar. Se murió enseguida…
El hombre siguió su camino.
Me quedé parado en la vereda, sin saber qué hacer.
Parece que había empezado a llover, porque mi cara se mojó.
Volví a la villa. Estaba muy enojado con la vieja de las tortas fritas,
ella me había contado que los gatos tienen siete vidas, que no se mueren jamás…
Marta Tomihisa de Marenco
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1º premio Torneos Bonaerenses- 2011 (etapa municipal)