Autora: (Marta Tomihisa)
En los años ’70 Charlie y yo, vivíamos en un
confortable departamento que alquilábamos en el bajo de San Isidro. Recién
casados, nuestras vidas eran un compendio de bienestar y logros.
Un amigo de mi familia que imprevistamente debía trasladarse
a otro país por un largo tiempo, acababa de adquirir un dúplex en una localidad
vecina y como no quería dejar esa vivienda vacía nos propuso habitarla sin
pagar ningún alquiler. Solo debíamos hacernos cargo de los impuestos y gastos
fijos que ocasionara nuestra estadía en ella. La oferta era muy generosa, nos
habíamos propuesto ahorrar para comprarnos nuestro propio departamento y esta
era una excelente oportunidad. No lo pensamos más y un mes después ya estábamos
instalados en el barrio San Rafael, a tres cuadras de la avenida Sobremonte, en
San Fernando. El dúplex de tres ambientes espaciosos, había sido construido con
un buen diseño arquitectónico en una franja amplia, aledaña a terrenos fiscales
en los cuales estaba ubicada San Rafael, la villa miseria más populosa de todo
el municipio. En aquella época, los asentamientos podían albergar delincuentes,
pero aún existían códigos de honor que imponían una convivencia bastante
razonable para sus habitantes. Todavía no había droga, ni tanta violencia entre
sus pobladores (salvo las familiares) y cada cual respetaba el espacio común de
calles y pasillos. Uno podía andar tranquilo, siempre y cuando fuera reconocido
como un habitante del barrio.
Nuestra actitud afable nos permitió socializar con
nuestros singulares vecinos, adultos y niños con los que nos cruzábamos en la
vereda rumbo a nuestras actividades cotidianas. Es difícil no plantearse
dilemas al compartir la existencia con tan postergado grupo humano, pero quizás
por llevar en mi sangre la esperanzada herencia inmigrante, disfruté plenamente
esta convivencia con seres humanos dispuestos a derribar barreras para acceder
a la amistad. Mi marido también aceptó entusiasmado esta excepcional
experiencia, fue admirable de su parte poner su corazón para convivir con este
prójimo marginado, luego de haber residido toda su vida en una exclusiva zona
de Martínez y a la que no pareció extrañar jamás…
Poco tiempo después de habernos mudado, ya teníamos varios
amigos en el barrio, nuestros propios vecinos quienes también habían sido
villeros y ahora ocupaban viviendas como la nuestra, aprovechando la
oportunidad de tener un techo del cual
estaban muy orgullosos. Por las tardes, yo
solía asomarme al balcón con
mi gata y desde allí miraba los techos de chapa y cartón, percibía el aroma de
los guisos abundantes hirviendo en las ollas abolladas, las sogas colmadas de
ropa lavada y expuesta a la intemperie, mientras los chicos con sus perros
chumbando corrían explorando todos los rincones de ese laberinto, en el cual
nunca se perdían y disfrutaban compartiendo sus alegrías con la insolencia de
la infancia…
De la mano de ellos accedimos a empaparnos en
carnaval, aplaudimos con euforia a la murga del barrio y ateos como somos, recibimos a la virgen
itinerante para que colmara de “dicha” nuestro hogar. Y hasta festejamos con
gran algarabía la Navidad, con estampidas propias de la tercera guerra mundial…
Como hemos sido siempre entusiastas lectores, ya
habíamos acumulado toneladas de libros que fueron detectados por los chicos del
barrio que luego los pedían prestados.
Era un placer enorme para nosotros, ver esos rostros
infantiles tan tímidos y encantadores, recelosos pero también curiosos, que
llegaban con cautela hasta la puerta de nuestro hogar y se animaban a tocar el
timbre para contemplar subyugados, nuestra fabulosa biblioteca y hasta llevarse
algún libro para leer. Nunca dejaron de devolverlos, los cuidaron y cuando los
traían de vuelta, un vaho de cenizas nos invadía, pues muchas familias
cocinaban con braseros y sobre todo en invierno, los chicos solían leer junto
al fuego.
Allí vivíamos, cuando el golpe militar del año ’76 nos
sacudió…
Era otoño ya en Buenos Aires y durante muchas noches
dormimos vestidos, presintiendo lo peor. Llegaban noticias nefastas, de
violencia y desaparición...
La incertidumbre trastornó nuestras rutinas, hasta la
obsesión de acercarnos a cada instante a la ventana, para mirar si alguien
llegaba…Y no hubo más que silencios esas primeras noches en la que ya ni los
vecinos se animaban a quedarse en la vereda, para saludar a los que pasaban, a
los que todas las noches volvían del laburo. Hasta la cancha improvisada, en la
que los pibes habían armado un arco y jugaban al fútbol como si fueran
Maradonas imberbes, permanecía vacía… Aunque los chicos no solían tener miedo a
nada, ni a las sombras, ni a las botas que asomaban en todo el horizonte de la
patria, no temían porque eran puros y audaces con la imprudencia de la infancia…
Pero nosotros estábamos asustados, tan solo porque alguna
vez en nuestros espacios laborales habíamos reclamado respeto por nuestros
derechos o repartido volantes arengando a nuestros sindicatos. Aunque tratando
de disimular estos temores, seguimos con nuestras rutinas y luego volvimos a
los encuentros para contarnos las noticias, fortalecidos por la calidez de la amistad.
Con una pizza compartida y el café de la tertulia, en la que cada uno
desahogaba tantas inquietudes acalladas.
Recuerdo que un sábado por la mañana, yo estaba sola
preparando el almuerzo cuando el timbre sonó y sin pensarlo demasiado abrí la
puerta…
Desde ahí, del rectángulo de luz un soldado me apuntó
con su fusil y yo quedé paralizada…
–Estamos inspeccionando el barrio–- Dijo sin mirarme
siquiera y avanzó sin más excusas.
Otro se apostó en el marco de la puerta, en absoluto
silencio, apoyando el arma sobre el piso y bloqueando la entrada. Aunque no
pidieron permiso para entrar, solo atiné a retroceder para dejarlos pasar y
contemplar la escena como en una
película. En esos tiempos eran bastante frecuentes estas “visitas”, pero
casi nunca ocurrían a plena luz del día. Nada les impedía inspeccionar
cualquier casa, para hurgar nuestras cosas y meterse en nuestra intimidad como
si todos estuviéramos bajo sospecha…
De pronto se dio vuelta y me miró, preguntando en voz
alta:
–¿Tenés armas?
–¿Armas? No, no tengo ninguna…
Entonces se fue acercando a la mesada, en la que unos
tomates reposaban junto al cuchillo de cocina, lo aferró del mango y volvió a mirarme con actitud desafiante.
–¿Y esto? Esto también es un arma, sabés?
Me quedé contemplándolo azorada, porque no hallaba
palabras para responder que no creía que ese utensilio gastado pudiera ser
calificado como un “arma”. Con gesto inexpresivo, arrojó el cuchillo otra vez
sobre la tabla como si algo le hubiera fastidiado. Sin decir palabra,
inspeccionó fugazmente el resto de la vivienda, luego pegó un portazo y se fue
sin saludar.
La tensión me hizo respirar tan aceleradamente que me
senté para recuperarme, después guardé
los tomates en la heladera y desistí de mi ensalada…
Esa noche, muy callados y sin levantar la persiana
seguimos espiando la calle desolada como si pudiéramos evitar lo inevitable, en
medio de tanta violencia desatada…
Tiempo después nos mudamos de allí, nos despedimos con
el corazón vulnerable por tanta emoción contenida, porque sabíamos que no
volveríamos a ver a nuestros vecinos, compinches de ese espacio extraordinario que
singulares circunstancias nos habían permitido vivir. Ellos nos habían concedido
el privilegio de acceder a su territorio, porque los buenos amigos, siempre
saben compartir…
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