lunes, 30 de octubre de 2017

Villa miseria (Relato de no ficción)


Autora: (Marta Tomihisa)
En los años ’70 Charlie y yo, vivíamos en un confortable departamento que alquilábamos en el bajo de San Isidro. Recién casados, nuestras vidas eran un compendio de bienestar y logros.
Un amigo de mi familia que imprevistamente debía trasladarse a otro país por un largo tiempo, acababa de adquirir un dúplex en una localidad vecina y como no quería dejar esa vivienda vacía nos propuso habitarla sin pagar ningún alquiler. Solo debíamos hacernos cargo de los impuestos y gastos fijos que ocasionara nuestra estadía en ella. La oferta era muy generosa, nos habíamos propuesto ahorrar para comprarnos nuestro propio departamento y esta era una excelente oportunidad. No lo pensamos más y un mes después ya estábamos instalados en el barrio San Rafael, a tres cuadras de la avenida Sobremonte, en San Fernando. El dúplex de tres ambientes espaciosos, había sido construido con un buen diseño arquitectónico en una franja amplia, aledaña a terrenos fiscales en los cuales estaba ubicada San Rafael, la villa miseria más populosa de todo el municipio. En aquella época, los asentamientos podían albergar delincuentes, pero aún existían códigos de honor que imponían una convivencia bastante razonable para sus habitantes. Todavía no había droga, ni tanta violencia entre sus pobladores (salvo las familiares) y cada cual respetaba el espacio común de calles y pasillos. Uno podía andar tranquilo, siempre y cuando fuera reconocido como un habitante del barrio.
Nuestra actitud afable nos permitió socializar con nuestros singulares vecinos, adultos y niños con los que nos cruzábamos en la vereda rumbo a nuestras actividades cotidianas. Es difícil no plantearse dilemas al compartir la existencia con tan postergado grupo humano, pero quizás por llevar en mi sangre la esperanzada herencia inmigrante, disfruté plenamente esta convivencia con seres humanos dispuestos a derribar barreras para acceder a la amistad. Mi marido también aceptó entusiasmado esta excepcional experiencia, fue admirable de su parte poner su corazón para convivir con este prójimo marginado, luego de haber residido toda su vida en una exclusiva zona de Martínez y a la que no pareció extrañar jamás…
Poco tiempo después de habernos mudado, ya teníamos varios amigos en el barrio, nuestros propios vecinos quienes también habían sido villeros y ahora ocupaban viviendas como la nuestra, aprovechando la oportunidad de tener un techo del cual  estaban muy orgullosos. Por las tardes, yo
solía asomarme al balcón con mi gata y desde allí miraba los techos de chapa y cartón, percibía el aroma de los guisos abundantes hirviendo en las ollas abolladas, las sogas colmadas de ropa lavada y expuesta a la intemperie, mientras los chicos con sus perros chumbando corrían explorando todos los rincones de ese laberinto, en el cual nunca se perdían y disfrutaban compartiendo sus alegrías con la insolencia de la infancia…
De la mano de ellos accedimos a empaparnos en carnaval, aplaudimos con euforia a la murga del barrio  y ateos como somos, recibimos a la virgen itinerante para que colmara de “dicha” nuestro hogar. Y hasta festejamos con gran algarabía la Navidad, con estampidas propias de la tercera guerra mundial…
Como hemos sido siempre entusiastas lectores, ya habíamos acumulado toneladas de libros que fueron detectados por los chicos del barrio que luego los pedían prestados.
Era un placer enorme para nosotros, ver esos rostros infantiles tan tímidos y encantadores, recelosos pero también curiosos, que llegaban con cautela hasta la puerta de nuestro hogar y se animaban a tocar el timbre para contemplar subyugados, nuestra fabulosa biblioteca y hasta llevarse algún libro para leer. Nunca dejaron de devolverlos, los cuidaron y cuando los traían de vuelta, un vaho de cenizas nos invadía, pues muchas familias cocinaban con braseros y sobre todo en invierno, los chicos solían leer junto al fuego.

Allí vivíamos, cuando el golpe militar del año ’76 nos sacudió…
Era otoño ya en Buenos Aires y durante muchas noches dormimos vestidos, presintiendo lo peor. Llegaban noticias nefastas, de violencia y desaparición...
La incertidumbre trastornó nuestras rutinas, hasta la obsesión de acercarnos a cada instante a la ventana, para mirar si alguien llegaba…Y no hubo más que silencios esas primeras noches en la que ya ni los vecinos se animaban a quedarse en la vereda, para saludar a los que pasaban, a los que todas las noches volvían del laburo. Hasta la cancha improvisada, en la que los pibes habían armado un arco y jugaban al fútbol como si fueran Maradonas imberbes, permanecía vacía… Aunque los chicos no solían tener miedo a nada, ni a las sombras, ni a las botas que asomaban en todo el horizonte de la patria, no temían porque eran puros y audaces con la imprudencia de la infancia…
Pero nosotros estábamos asustados, tan solo porque alguna vez en nuestros espacios laborales habíamos reclamado respeto por nuestros derechos o repartido volantes arengando a nuestros sindicatos. Aunque tratando de disimular estos temores, seguimos con nuestras rutinas y luego volvimos a los encuentros para contarnos las noticias, fortalecidos por la calidez de la amistad. Con una pizza compartida y el café de la tertulia, en la que cada uno desahogaba tantas inquietudes acalladas.
Recuerdo que un sábado por la mañana, yo estaba sola preparando el almuerzo cuando el timbre sonó y sin pensarlo demasiado abrí la puerta…
Desde ahí, del rectángulo de luz un soldado me apuntó con su fusil y yo quedé paralizada…
–Estamos inspeccionando el barrio–- Dijo sin mirarme siquiera y avanzó sin más excusas.
Otro se apostó en el marco de la puerta, en absoluto silencio, apoyando el arma sobre el piso y bloqueando la entrada. Aunque no pidieron permiso para entrar, solo atiné a retroceder para dejarlos pasar y contemplar la escena como en una  película. En esos tiempos eran bastante frecuentes estas “visitas”, pero casi nunca ocurrían a plena luz del día. Nada les impedía inspeccionar cualquier casa, para hurgar nuestras cosas y meterse en nuestra intimidad como si todos estuviéramos bajo sospecha…
De pronto se dio vuelta y me miró, preguntando en voz alta:
–¿Tenés armas?
–¿Armas? No, no tengo ninguna…
Entonces se fue acercando a la mesada, en la que unos tomates reposaban junto al cuchillo de cocina, lo aferró del mango y  volvió a mirarme con actitud desafiante.
–¿Y esto? Esto también es un arma, sabés?
Me quedé contemplándolo azorada, porque no hallaba palabras para responder que no creía que ese utensilio gastado pudiera ser calificado como un “arma”. Con gesto inexpresivo, arrojó el cuchillo otra vez sobre la tabla como si algo le hubiera fastidiado. Sin decir palabra, inspeccionó fugazmente el resto de la vivienda, luego pegó un portazo y se fue sin saludar.
La tensión me hizo respirar tan aceleradamente que me senté para  recuperarme, después guardé los tomates en la heladera y desistí de mi ensalada…
Esa noche, muy callados y sin levantar la persiana seguimos espiando la calle desolada como si pudiéramos evitar lo inevitable, en medio de tanta violencia desatada…
Tiempo después nos mudamos de allí, nos despedimos con el corazón vulnerable por tanta emoción contenida, porque sabíamos que no volveríamos a ver a nuestros vecinos, compinches de ese espacio extraordinario que singulares circunstancias nos habían permitido vivir. Ellos nos habían concedido el privilegio de acceder a su territorio, porque los buenos amigos, siempre saben compartir…

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